San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 31 de agosto de 2016

San Ramón Nonato


Vida de santidad de San Ramón Nonato
San Ramón nació de familia noble en Portell, cerca de Barcelona, España en el año 1200[1]. San Ramón Nonato es el patrono de las parturientas y las parteras debido a las circunstancias de su nacimiento: recibió el sobrenombre de non natus (no nacido), porque su madre murió en el parto antes de que el niño fuera alumbrado. Ingresó en la orden de los Mercedarios, que acababa de ser fundada por San Pedro Nolasco.
Luego de dos o tres años después de profesar, sucedió a San Pedro Nolasco en el cargo de “redentor o rescatador de cautivos”. Enviado al norte de África con una suma considerable de dinero, Ramón rescató en Argel a numerosos esclavos. Al acabársele el dinero, se ofreció como rehén por la libertad de ciertos prisioneros cuya situación era desesperada y cuya fe se hallaba en grave peligro, pero esto sólo aumentó la crueldad de los infieles para con él, aunque no lo ejecutaron porque el sultán que lo tenía cautivo sabía que perdería el dinero de su rescate. Sólo por este motivo, lo trataron más humanamente y así el santo pudo salir a la calle, en donde continuó evangelizando y logrando la conversión y el bautismo de muchos musulmanes. Esto provocó el ser condenado a muerte, pero se le conmutó la pena porque sus captores deseaban cobrar el rescate: el gobernador ordenó que se azotase al santo en todas las esquinas de la ciudad, que se le perforasen los labios con un hierro candente y que se le colocara un candado en la boca, cuya llave guardaba él mismo y sólo la daba al carcelero a la hora de las comidas. Así pasó San Ramón por un período de ocho meses, hasta que San Pedro Nolasco pudo finalmente enviar algunos miembros de su orden a rescatarle. San Ramón deseaba permanecer en África para asistir a los esclavos,  hubiese querido quedarse para asistir a los esclavos en Africa, sin embargo, obedeció la orden de su superior y pidió a Dios que aceptase sus lágrimas, ya que no le había considerado digno de derramar su sangre por las almas de sus prójimos.
A su vuelta a España, en 1239, fue nombrado cardenal por Gregorio IX, pero permaneció tan indiferente a ese honor que no había buscado y que tampoco lo deseaba, que no cambió ni sus hábitos religiosos, ni su pobre celda del convento de Barcelona, ni su manera de vivir, y esa es la razón por la que se lo representa con el capello cardenalicio en el suelo o colgado de un árbol, como signo de su desprecio de los honores, incluidos los eclesiásticos, puesto que el santo sólo anhelaba la vida eterna en Cristo Jesús. Fue llamado por el Papa tiempo más tarde a Roma para que trabajara como colaborador suyo, emprendiendo el viaje como el religioso más humilde. Dios dispuso que sólo llegase hasta Cardona, a unos diez kilómetros de Barcelona, en donde falleció luego de una repentina hipertermia, el 31 de agosto de 1240[2].
Mensaje de santidad de San Ramón Nonato
Un mensaje de santidad es su desprecio por los honores, aun cuando estos sean eclesiásticos, que son distintos de los honores del mundo, pero son honores al fin. Como vimos, el santo fue nombrado cardenal, y según se afirma en su biografía, cuando le fueron a llevar el ornamento –un sombrero rojo, que se usaba en la época- que lo distinguía como tal, puesto que estaba lavando los platos, dijo: “Cuélguenlo de un árbol, hasta que termine mi tarea”. Esa es la razón por la que el capello aparece suspendido de un árbol en las imágenes que representan a San Ramón Nonato.
Otro mensaje de santidad es con relación al carisma de la Orden Mercedaria, a la cual pertenecía San Ramón, y que era la “redención de cautivos”, carisma derivado de uno de los títulos de la Madre de Dios, la cual, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Merced, es Corredentora, junto a su Hijo Jesús, de los cautivos del pecado. Hoy existen cautivos por idénticos motivos que en tiempos de San Ramón –por ejemplo, dentro de las atrocidades de la secta islamista ISIS, figuran la reducción a la esclavitud de los cristianos que no aceptan apostatar de su fe para profesar el Islam-, pero también hay más cautivos todavía por el pecado, y en esto San Ramón también es ejemplo, porque si bien nosotros –con toda probabilidad- no seremos intercambiados por prisioneros de ISIS, sí podemos, en cambio, ofrecernos espiritualmente a Jesús crucificado, para que acepte nuestras mortificaciones, tribulaciones, o cualquier sacrificio que podamos hacer, para que nuestros hermanos se vean libres de la esclavitud del pecado. En otras palabras, el santo nos enseña el valor redentor y salvífico del sufrimiento, cuando este es unido a los sufrimientos de Jesús en la cruz; con esto nos enseña no sol a no quejarnos de los sufrimientos, cualesquiera que estos sean, sino a ofrecerlos, con amor y paciencia, a Jesús crucificado, por manos de Nuestra Señora de los Dolores.
Como vimos, San Ramón Nonato es Patrono de las parturientas y de los niños por nacer, por haber nacido vivo, y es por eso que le podemos pedir su intercesión por los que no pueden nacer, a causa de la horrible plaga del aborto –Estado Islámico mandó ejecutar a 38 niños Down, aunque también Occidente comete una barbarie igual, porque en muchos países está aprobado el aborto si, por diagnóstico prenatal, se detecta que el niño es portador del Síndrome de Down[3]- y por las madres, los médicos, y todos los que colaboran en este horrendo crimen.
San Ramón es modelo también de mortificación de la voluntad propia, algo que agrada mucho a Nuestro Señor Jesucristo porque lo hace partícipe de su Pasión, especialmente de la Agonía en el Huerto de los Olivos, en donde Jesús pidió que no hiciera su voluntad, sino la del Padre. Luego de liberado, San Ramón deseaba quedarse en África, pero uniéndose a la plegaria de Jesús, mortificó su voluntad y se embarcó nuevamente a Roma.
Se lo representa también, además de la palma del martirio -no murió como tal, pero sí sufrió como un mártir-, con una custodia con el Santísimo Sacramento, y esto es otro mensaje de santidad de San Ramón, porque era sumamente devoto de la Eucaristía, siendo el "Pan Vivo bajado del cielo", de donde obtenía toda su fuerza espiritual.
Por último, por el candado en la boca, San Ramón es Patrono contra las maledicencias, las habladurías, los chismes[4], y es por eso que le pedimos también que interceda por los que pronuncian blasfemas contra los Sagrados Corazones de Jesús y María, para que no solo no las pronuncien más, sino para que, de ahora en adelante, solo salgan de sus labios alabanzas a la Trinidad, al Cordero, que derramó su Sangre Preciosísima por nuestra salvación en la cruz, y a la Madre de Dios, la Virgen Santísima, Nuestra Señora de la Merced.




[1] https://www.aciprensa.com/recursos/biografia-3205/
[2] Cfr. ibidem.
[3] http://gaceta.es/noticias/islamico-ejecuta-38-ninos-sindrome-down-14122015-0846
[4] http://preguntasantoral.blogspot.com.ar/2012/08/iconografia-de-san-ramon-nonnato.html

martes, 30 de agosto de 2016

El Padre Pío y uno de sus milagros más asombrosos


         Además de su vida de santidad y de las llagas del Señor que llevó en su cuerpo, el Padre Pío se caracterizó por realizar –con el poder de Jesús participado- innumerables milagros, uno más grande que otro. Uno de los milagros más asombrosos tiene como beneficiaria a una devota italiana, llamada Ana María Gema di Giorgi, la cual aún vive, pues cuando recibió el milagro, era apenas una niña. El milagro consiste en que Emma es ciega de nacimiento, debido a que todas las estructuras aptas para la vista, como el nervio óptico, la retina, las pupilas, están atrofiadas desde el nacimiento. Sin embargo, a causa del milagro obrado por el Padre Pío, Ana María es capaz de ver, lo cual constituye un hecho sin precedentes en la historia de la medicina, imposible de explicar por medio de la razón científica. Aún más, si recurriéramos sólo a la razón científica, esta nos diría que es imposible que vea, y sin embargo, Ana María es capaz de ver, es decir, es capaz de percibir visualmente el mundo que nos rodea. Según el relato de la propia Ana María, el milagro se produjo en momentos en que ella iba con su abuela en el tren en dirección a San Giovanni Rotondo, para confesarse con el Padre Pío, puesto que debía tomar la Primera Comunión. La abuela de Ana María era su lazarillo, pues la llevaba a todas partes y le describía lo que ella no podía ver. En el trayecto del viaje, Ana María comenzó a ver y a contarle a su abuela lo que podía ver. Luego dice que, cuando fue a confesarse con el Padre Pío, le asustó su barba blanca y se largó a llorar, hecho por el que se olvidó de pedir “la gracia” que su abuela le había dicho que pidiera al Padre Pío. En la actualidad, Ana María utiliza lentes oscuros, pues sus ojos son los ojos de un no-vidente, aunque puede ver perfectamente. Su caso ha sido estudiado con los más modernos métodos de diagnóstico y análisis, y todos coinciden en el mismo punto: es imposible, humanamente hablando, que Ana María pueda ver y, sin embargo, ve. Esto nos recuerda lo que Jesús dice: “Lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios”. Ahora bien, este grandioso milagro nos debe llevar a la siguiente reflexión: Ana María di Giorgi, siendo no-vidente, ve, y no solo ve el mundo natural, sino que también ve el mundo sobrenatural, el mundo de la fe, las verdades de Jesucristo, el Hombre-Dios, que se encarnó, murió en la cruz para nuestra salvación y prolonga su encarnación en la Eucaristía.

Nosotros, que podemos ver, nos comportamos, la mayoría de las veces, como si fuéramos no-videntes en lo que respecta a la fe, porque abandonamos aquello que es la Luz del alma, Jesús Eucaristía. Le podemos pedir entonces, al Padre Pío, que así como intercedió para que Ana María pudiera ver, también interceda para que nosotros seamos capaces de ver a Jesús, vivo, glorioso, resucitado, en la Eucaristía.

sábado, 27 de agosto de 2016

Santa Mónica


En Santa Mónica se cumplen a la perfección las palabras de la Escritura: “Sé modelo para los fieles en las palabras y en el trato, en la caridad, en la fe y en la pureza de vida” (1 Tim 4, 1-5, 2). Santa Mónica fue ejemplo en todo, y principalmente, en la fe y en la caridad, porque anheló para su hijo San Agustín la vida eterna y no dejó por esto mismo de orar al Señor durante treinta años, derramando lágrimas de dolor hasta no ver a su hijo convertido. Es el mismo San Agustín quien nos traza el semblante de esta gran santa, y cuáles eran sus preocupaciones. En su libro “Confesiones”, San Agustín relata uno de los últimos diálogos tenidos con su madre, en el cual se pone de manifiesto que Santa Mónica “vivía en el mundo”, pero ya no era del mundo, sino que esperaba en la vida eterna, y que su alma estaba en paz porque luego de haber rezado por más de treinta años, veía a su hijo encaminado en la vida, pero no por haber alcanzado una posición social, o una sólida fortuna, o por ser reconocido por el mundo, sino porque lo veía ya convertido a Nuestro Señor Jesucristo. Dice así San Agustín[1]: “Cuando ya se acercaba el día de su muerte -día por ti conocido, y que nosotros ignorábamos-, sucedió, por tus ocultos designios (…), que nos encontramos ella y yo solos, apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la casa donde nos hospedábamos, allí en Ostia Tiberina (…). Hablábamos, pues, los dos solos, muy dulcemente y, olvidando lo que queda atrás y lanzándonos hacia lo que veíamos por delante, nos preguntábamos ante la verdad presente, que eres tú, cómo sería la vida eterna de los santos, aquella que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en ti. Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas mismas palabras; sin embargo, tú sabes, Señor, que, cuando hablábamos aquel día de estas cosas, y mientras hablábamos íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus placeres, ella dijo: “Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?”. No recuerdo muy bien lo que le respondí, pero al cabo de cinco días o poco más cayó en cama con fiebre (Antes de morir, dijo): “Sepultad este cuerpo en cualquier lugar: esto no os ha de preocupar en absoluto; lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde estéis”. Habiendo manifestado, con las palabras que pudo, este pensamiento suyo, guardó silencio, e iba luchando con la enfermedad que se agravaba”.
Analicemos brevemente sus últimas palabras, para darnos una idea de la gran santidad de Santa Mónica:
“Ya nada me deleita en esta vida”: pero no porque estuviera depresiva, sino porque esperaba tan grande felicidad en la vida eterna, que consideraba las felicidades de la tierra igual a nada.
“Ya nada espero de este mundo”: Lo mismo que recién: nada esperaba de este mundo terreno, porque todo lo esperaba del mundo futuro, de la vida eterna feliz, en la contemplación del Cordero.
“Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir”: no deseaba para su hijo ni una esposa hermosa, ni una posición social predominante, ni un puesto de trabajo bien remunerado, ni una fortuna: deseaba que fuera “cristiano católico”, es decir, no solo practicante de su fe, sino amante de ese Dios Encarnado en quien, por su fe, creía.
“Dios me lo ha concedido con creces”: luego de rezar y de llorar por más de treinta años por la conversión de su hijo, Dios había escuchado su petición y le había concedido incluso más de lo que pedía, porque San Agustín es uno de los más grandes santos de la Iglesia Católica.
Santa Mónica es así ejemplo de fe y de perseverancia en la oración, pero sobre todo, del verdadero amor paterno, y en esto es ejemplo para padres y madres, quienes deben pedir a Dios, mañana, tarde y noche, lo mismo que Santa Mónica pidió para su hijo: la contrición perfecta y la conversión del corazón, porque así se ganaba la vida eterna.



[1] Cfr. Libro 9, 10, 23--11, 28: CSEL 33, 215-219.

jueves, 25 de agosto de 2016

El Padre Pío y las llagas de Jesús


         Las llagas del Padre Pío son una manifestación visible de su participación a la Pasión de Jesús; en otras palabras, a través de las llagas visibles, el Padre Pío nos muestra, sensiblemente, visiblemente, su participación corporal y espiritual a la Pasión de Nuestro Señor, puesto que estas llagas no son “del Padre Pío” en sí mismo, sino que son las llagas de Jesús, que se manifiestan a través del Padre Pío. Con respecto a esta llagas, hay que refutar una posición ateo-agnóstica que, pretendiendo ser “científica”, lo que busca es desacreditar la sobrenaturalidad y el carácter místico y milagroso de estas llagas. Estas teorías sostienen, sin ningún asidero científico, que dichas llagas serían producidas por el propio ser humano, a través de un supuesto –y también todavía no descubierto- “poder”, mediante el cual el cerebro humano, o el espíritu humano, sería capaz de producir semejantes fenómenos. Es decir, no se trataría de una intervención natural y mucho menos de un milagro, sino que sería sólo la manifestación del poder de una mente que, como en el caso del Padre Pío, tiene tanta “fuerza”, que es capaz de auto-lesionar el organismo y producir estas llagas. Sería como decir que el Padre Pío, por un lado, tendría una mente muy poderosa y, por otro, tendría una especie de “obsesión” por la Pasión de Jesús, lo cual lleva a que su mente “produzca” estas heridas, que serían así auto-lesiones provocadas por el mismo hombre. Sin embargo, estas teorías, como decíamos anteriormente, carecen en absoluto de sustento científico, puesto que la mente humana es incapaz de provocar en el cuerpo, por sugestión, ni siquiera un rasguño, y por lo tanto, es todavía más que incapaz de provocar unas lesiones como las que tenía el Santo Padre Pío. Sus llagas son, y es la única explicación posible, una manifestación visible, corporal, de una participación mística, espiritual, sobrenatural, a la Pasión de Jesús.
         Otra consideración que podemos hacer es qué sucede con nosotros, bautizados comunes, que no tenemos –y lo más probable es que jamás las tengamos- a estas llagas, que constituyen un don extraordinario que da Dios a quienes Él elige con predilección.

         Sin embargo, esto no es un obstáculo para nuestra santidad, puesto que, aun sin tener estas llagas, esto no significa que no podamos participar de la Pasión del Señor –lo cual, por otra parte, es algo que pide la Iglesia a través de la Liturgia de las horas, esto es, que los fieles vean en sus sufrimientos una participación a la Pasión de Jesús-, puesto que, aun sin las llagas podemos –y debemos- unirnos con nuestras vidas, con lo que somos y tenemos –pasado, presente, futuro, dolores, tribulaciones, alegrías- a Jesús en su sacrificio en cruz, por la salvación de las almas. Y el momento y lugar más indicado es la Santa Misa, renovación incruenta del Santo Sacrificio del Altar.

El ejemplo de San Expedito


         Cuando un santo intercede por nosotros ante Nuestro Señor y consigue aquello que le hemos pedido, tenemos el deber de justicia de agradecer por esa gracia. ¿De qué manera podemos hacerlo? Una, es ofreciendo una Santa Misa en acción de gracias; otra forma, es la de contemplar y meditar en su vida de santidad, para poder imitarlo, o al menos intentar hacerlo, en aquello que lo llevó al cielo.
         En el caso de San Expedito, su sola imagen ya nos da muchos datos acerca de su vida de santidad: cuando recibió la gracia de la conversión, en ese mismo momentos, se le apareció el Demonio en forma de cuervo, que sobrevolando sobre él, trataba de hacerlo desistir de su propósito, tentándolo para que postergara su conversión, diciéndole: “Cras, cras”, que significa “mañana”. Es decir, el Demonio le decía a San Expedito que no se preocupara por apurarse en su conversión, que ya la podría hacer mañana y que mientras tanto, continuara con su vida pagana, adorando a ídolos –en nuestros tiempos, serían, por ejemplo, el Gauchito Gil, la Difunta Correa, San La Muerte, o el deporte que hace dejar de lado a Dios, el dinero, la fama, etc.-, lo cual constituye un engaño de parte del “Príncipe de la mentira”, porque no sabemos si habremos de vivir mañana con lo cual, si hacemos caso al Demonio, estamos hipotecando y poniendo en grave riesgo nuestra eterna salvación.
         Lejos de hacerle caso, San Expedito, que amaba a Jesús crucificado, levantando en alto la Santa Cruz de Jesús, dijo: “Hodie! ¡Hoy voy a cumplir los Mandamientos de Jesús! ¡Hoy voy a perdonar a mis enemigos; hoy voy a cargar mi cruz en pos de Jesús; hoy voy tratar de imitar al Sagrado Corazón de Jesús en su humildad y mansedumbre!”. Y diciendo esto, con la fuerza divina que salía del crucifijo que estaba empuñando, aplastó la cabeza del Cuervo infernal, quien desprevenidamente había dejado de volar y se había acercado a una distancia en la que el Santo no tuvo inconvenientes para aplastarlo.

         Una forma de agradecer los favores recibidos por intercesión de los santos, en este caso, San Expedito, es contemplar sus vidas y tratar de imitarlos en lo que los llevó al cielo, que en San Expedito fueron el amor a Jesús crucificado y el rápido y veloz rechazo del pecado, propuesto por el Tentador.

miércoles, 24 de agosto de 2016

San Bartolomé, Apóstol


         Vida de santidad de San Bartolomé
San Bartolomé, a quien muchos autores consideran que es a quien el evangelista San Juan llama Natanael[1], tiene el privilegio de ser alabado por Nuestro Señor Jesucristo, quien queda admirado por su simplicidad, es decir, por su honradez y ausencia de falsedad:  “Ahí tienen a un israelita de verdad, en quien no hay engaño”. A esta pureza y simplicidad de su alma, se le agrega la pureza y la simplicidad -la perfección- de su fe en Jesucristo, según su exclamación en el mismo Evangelio: “¡Maestro, Tú eres el Hijo de Dios, Tú eres el Rey de Israel!”.
A partir de su encuentro personal con Jesús, la vida de San Bartolomé nunca fue la misma, y lo que sucedió luego, y lo que él, en cuanto santo, está viviendo ahora por la eternidad, no podía ni siquiera imaginarlo. En efecto, después de conocer personalmente al Mesías, como le dice Felipe: “Hemos encontrado al Mesías”, San Bartolomé no solo no se separó nunca de Jesús, sino que dio su vida por él, muriendo como mártir de la fe. Esa es la razón por la cual a este santo (que además fue uno de los doce apóstoles de Jesús) se lo retrataba con la piel en sus brazos como quien lleva un abrigo, porque la tradición cuenta que su martirio consistió en que le arrancaron la piel de su cuerpo, estando él aún vivo, es decir, que murió deshollado.

Mensaje de santidad de San Bartolomé
Además de sus cualidades naturales, que consistían en la “ausencia de doblez” o veracidad, puesto que en él “no había engaño”, como lo dice el mismo Jesús en Persona, San Bartolomé nos deja un gran mensaje de santidad, y es el de, una vez reconocido el Mesías –“Hemos encontrado al Mesías”, le dice Felipe-, proclama la fe en Jesús como Rey Mesías diciéndole: “¡Maestro, Tú eres el Hijo de Dios, Tú eres el Rey de Israel!”, pero esta proclamación no la hace solo con la palabra, sino que da su vida por esta verdad. Aunque tal vez no tengamos las cualidades naturales de San Bartolomé, sí hemos recibido, por el bautismo, el don de la fe, mediante la cual reconocemos en Jesús al Hijo de Dios encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, y es por eso que, parafraseando a San Bartolomé, podemos decir: “¡Jesús Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios; Tú eres en la Eucaristía el Rey de los corazones, de las familias, de la Patria!”. Pero, al igual que San Bartolomé, que dio su vida por la verdad de Jesús como Rey Mesías, también nosotros debemos tener presente que debemos estar dispuestos a dar la vida por la defensa de esta verdad, la de Jesús Eucaristía como Dios encarnado y como Rey de los corazones.




[1] http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=saintfeast&localdate=20160824&id=393&fd=1

martes, 23 de agosto de 2016

Santa Rosa de Lima


La Iglesia celebra a Santa Rosa de Lima, nacida en Perú en el año 1586. Desde muy temprana edad, se caracterizó por una virtuosa vida de piedad, penitencia y contemplación mística. Murió el 24 de agosto del año 1617, vistiendo el hábito de la tercera Orden de Santo Domingo. En Santa Rosa se cumple a la perfección la condición del cristiano de “vivir en el mundo, sin ser del mundo”, porque aun siendo laica y no religiosa, no solo vivió apartada del mundo y de todo lo mundano, entendido como lo que se opone a Dios, sino que, consagrándose por amor a Cristo en la penitencia, austeridad y virginidad, se constituyó en un testigo viviente de la vida futura, caracterizada por el desposorio místico del alma con el Cordero de Dios, Cristo Jesús. Con su vida laical consagrada, Santa Rosa renunció al amor terreno, pero no porque fuera incapaz de amar, sino porque eligió un amor esponsal infinitamente más grande, puro y casto, que el amor esponsal terreno, la unión esponsal mística con el Cordero de Dios, Cristo Jesús. Con este amor esponsal y místico ardiendo en su corazón, Santa Rosa no solo obtuvo, como todos los santos, una brillante victoria sobre la carne y la sangre[1], sino que ahora se alegra en la gloria eterna, porque en ella triunfó el purísimo y celestial Amor de Dios.
Al despreciar, por amor a Cristo, los placeres terrenos, Santa Rosa se hizo merecedora de los torrentes de delicias celestiales que brotan del Corazón traspasado del Cordero, y es tal la intensidad de este amor del que ahora goza por la eternidad Santa Rosa, que las aguas torrenciales no lo podrían apagar, y como es más valioso que el oro y la plata, no bastarían todas las riquezas para comprarlo, como dice el Cantar de los cantares: “Las aguas torrenciales no podrían apagar el amor, ni anegarlo los ríos. Si alguien quisiera comprar el amor con todas las riquezas de su casa, se haría despreciable” (Ct 8, 7). Santa Rosa es una de las vírgenes prudentes y sabias del Evangelio que salen al encuentro de Cristo Esposo, al haber guardado en sus corazones el aceite de la fidelidad y la caridad que concede la gracia santificante.
Pero además de enseñarnos el camino de la santidad por medio de la virginidad consagrada, que con su amor esponsal al Cordero anticipa la vida futura en el Reino de Dios, Santa Rosa, al igual que quienes consagran su virginidad, es manifestación, en el tiempo y en la historia humana, de la Iglesia, que como Esposa Mística del Cordero, es “sin mancha ni arruga, siempre santa e inmaculada”[2].
Al recordarla en su día, le pedimos que interceda para que, al igual que ella, conservemos siempre la pureza del cuerpo y la integridad de la fe, y vivamos siempre alimentados por el Amor del Cordero, Jesús Eucaristía.




[1] Cfr. Liturgia de las Horas, Laudes.
[2] Cfr. ibidem.

sábado, 20 de agosto de 2016

San Bernardo de Claraval y la devoción a María Santísima


         San Bernardo de Claraval tenía un gran amor y una gran devoción a María Santísima, y en uno de sus sermones, la llama “Casa de la Divina Sabiduría” [1]. Dice San Bernardo que la Sabiduría que construyó para sí su casa, es la Sabiduría de Dios, Cristo Jesús, y no la sabiduría del mundo, porque en la sabiduría mundana nada hay que agrada a Dios: “1. Como hay varias sabidurías, debemos buscar qué sabiduría edificó para sí la casa. Hay una sabiduría de la carne, que es enemiga de Dios, y una sabiduría de este mundo, que es insensatez ante Dios. Estas dos, según el apóstol Santiago, son terrenas, animales y diabólicas. Según estas sabidurías, se llaman sabios los que hacen el mal y no saben hacer el bien, los cuales se pierden y se condenan en su misma sabiduría, como está escrito: Sorprenderé a los sabios en su astucia; Perderé la sabiduría de los sabios y reprobaré la prudencia de los prudente. Y, ciertamente, me parece que a tales sabios se adapta digna y competentemente el dicho de Salomón: Vi una malicia debajo del sol: el hombre que se cree ante sí ser sabio. Ninguna de estas sabidurías, ya sea la de la carne, ya la del mundo, edifica, más bien destruyen cualquiera casa en que habiten. Pero hay otra sabiduría que viene de arriba; la cual primero es pudorosa, después pacífica. Es Cristo, Virtud y Sabiduría de Dios, de quien dice el Apóstol: Al cual nos ha dado Dios como sabiduría y justicia, santificación y redención”.
Luego dice San Bernardo que esa Sabiduría, vino a nuestro mundo y se construyó su casa –la Virgen-, en donde talló “siete columnas”, simbolizando con este número la fe en las Tres Divinas Personas que en la Virgen inhabitaban, y las cuatro principales virtudes, que radicaban en la Virgen en grado perfectísimo, solo superada por su Hijo Dios: “2. Así, pues, esta sabiduría, que era de Dios, vino a nosotros del seno del Padre y edificó para sí una casa, es a saber, a María virgen, su madre, en la que talló siete columnas. ¿Qué significa tallar en ella siete columnas sino hacer de ella una digna morada con la fe y las buenas obras? Ciertamente, el número ternario pertenece a la fe en la santa Trinidad, y el cuaternario, a las cuatro principales virtudes. Que estuvo la Santísima Trinidad en María (me refiero a la presencia de la majestad), en la que sólo el Hijo estaba por la asunción de la humanidad, lo atestigua el mensajero celestial, quien, abriendo los misterios ocultos, dice: "Dios, te salve, llena de gracia, el Señor es contigo"; y en seguida: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra". He ahí que tienes al Señor, que tienes la virtud del Altísimo, que tienes al Espíritu Santo, que tienes al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Ni puede estar el Padre sin el Hijo o el Hijo sin el Padre o sin los dos el que procede de ambos, el Espíritu Santo, según lo dice el mismo Hijo: "Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí". Y otra vez: "El Padre, que permanece en mí, ése hace los milagros". Es claro, pues, que en el corazón de la Virgen estuvo la fe en la Santísima Trinidad”.
Continúa San Bernardo afirmando que la Virgen poseyó estas cuatro virtudes, no de una manera endeble, sino con la firmeza inconmovible de las columnas bien cimentadas y que estas virtudes fueron: fortaleza, templanza, prudente y justa; por la fortaleza, aplastó la cabeza de la serpiente; por la templanza, no se ensoberbeció cuando recibió la noticia de que habría de ser la Madre de Dios; por la prudencia, y sin dudar de la Palabra de Dios, preguntó al Ángel cómo habría de suceder que Ella, siendo Virgen y sin conocer varón, concibiera al Hijo de Dios; por la justicia, por último, se auto-proclama “sierva del Señor”, siendo Ella la Virgen y Madre, porque es justo que los buenos y santos, como la Virgen, que es buena y santa en grado que supera infinitamente a los ángeles y los santos, sean siervos de Dios. “3. Que poseyó las cuatro principales virtudes como cuatro columnas, debemos investigarlo. Primero veamos si tuvo la fortaleza. ¿Cómo pudo estar lejos esta virtud de aquella que, relegadas las pompas seculares y despreciados los deleites de la carne, se propuso vivir sólo para Dios virginalmente? Si no me engaño, ésta es la virgen de la que se lee en Salomón: ¿Quién encontrará a la mujer fuerte? Ciertamente, su precio es de los últimos confines. La cual fue tan valerosa, que aplastó la cabeza de aquella serpiente a la que dijo el Señor: "Pondré enemistad entre ti y la mujer, tu descendencia y su descendencia; ella aplastará tu cabeza"  Que fue templada, prudente y justa, lo comprobamos con luz más clara en la alocución del ángel y en la respuesta de ella. Habiendo saludado tan honrosamente el ángel diciéndole: "Dios te salve, llena de gracia", no se ensoberbeció por ser bendita con un singular privilegio de la gracia, sino que calló y pensó dentro de sí qué sería este insólito saludo. ¿Qué otra cosa brilla en esto sino la templanza? Mas cuando el mismo ángel la ilustraba sobre los misterios celestiales, preguntó diligentemente cómo concebiría y daría a luz la que no conocía varón; y en esto, sin duda ninguna, fue prudente. Da una señal de justicia cuando se confiesa esclava del Señor. Que la confesión es de los justos, lo atestigua el que dice: Con todo eso, los Justos confesarán tu nombre y los rectos habitarán en tu presencia. Y en otra parte se dice de los mismos: Y diréis en la confesión: Todas las obras del Señor son muy buenas”.
Por último, dice San Bernardo que por las tres columnas de la fe y las cuatro de las virtudes, la Divina Sabiduría construyó una casa para sí, que consideró digna de ser su morada, colmando esta Sabiduría de sí misma a la mente de la Virgen y fecundando su carne: “4. Fue, pues, la bienaventurada Virgen María fuerte en el propósito, templada en el silencio, prudente en la interrogación, justa en la confesión. Por tanto, con estas cuatro columnas y las tres predichas de la fe construyó en ella la Sabiduría celestial una casa para sí. La cual Sabiduría de tal modo llenó la mente, que de su Plenitud se fecundó la carne, y con ella cubrió la Virgen, mediante una gracia singular, a la misma sabiduría, que antes había concebido en la mente pura”.
Y en cuanto a nosotros, dice San Bernardo, que somos hijos de María, Casa de la Divina Sabiduría, también debemos aspirar a ser casas en donde more la Sabiduría de Dios, para lo cual debemos imitar a la Virgen en su fe trinitaria y en la práctica de sus celestiales virtudes: “También nosotros, si queremos ser hechos casa de esta sabiduría, debemos tallar en nosotros las mismas siete columnas, esto es, nos debemos preparar para ella con la fe y las costumbres. Por lo que se refiere a las costumbres, pienso que basta la justicia, mas rodeada de las demás virtudes. Así, pues, para que el error no engañe a la ignorancia, haya una previa prudencia; haya también templanza y fortaleza para que no caiga ladeándose a la derecha o a la izquierda”. ¿Y cuándo debemos hacer esto? En todo momento, pero sobre todo, al momento de imitar a la Virgen en el saludo del Ángel, es decir, en la Encarnación del Verbo, y esto sucede para nosotros cuando recibimos la Sagrada Comunión, porque es allí que debemos recibir al Verbo de Dios, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, con una mente sapientísima, como la de la Virgen; con un corazón lleno de la gracia y el amor de Dios, como el de la Virgen, y con un cuerpo casto y puro, como el de la Virgen. Así, imitaremos, en la medida de nuestras posibilidades y ayudados por la gracia, a la Virgen, Casa de la Sabiduría, al recibir a la Sabiduría Encarnada, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, Cristo Jesús.



[1] http://www.corazones.org/santos/bernardo_claraval.htm#DE LA CASA DE LA DIVINA SABIDURIA,

viernes, 19 de agosto de 2016

San Juan Eudes


Nacido en la diócesis de Sées, Francia, en el año 1601, luego de ser ordenado sacerdote en el año 1624, fomentó de una manera especial la devoción a los Sagrados Corazones de Jesús y de María[1] y lo hizo con tanta elocuencia y santidad, que el Papa San Pío X llamaba a San Juan Eudes: “El apóstol de la devoción a los Sagrados Corazones”[2]. Escribió un libro titulado: “El Admirable Corazón de la Madre de Dios”, para explicar el amor que María ha tenido por Dios y por nosotros y otro de sus libros, dedicado con el mismo fin al Corazón de Jesús, titulado: “La devoción al Corazón de Jesús”.
Ahora bien, esta devoción a los Sagrados Corazones no era, para San Juan Eudes, una mera devoción más, es decir, no consistía, según el santo, en una simple consideración piadosa que se limitara a rezar en determinados días, ciertas oraciones prescriptas; para el santo, sí había que hacer esto, pero la verdadera devoción consistía ante todo en una contemplación de los Sagrados Corazones y sus virtudes, para luego encarnarlas en la vida práctica de todos los días. Es decir, para el santo, el corazón del hombre debía terminar configurándose a los Corazones de Jesús y de María, y esta configuración debía ser de tal modo, que quienes vieran a un cristiano en sus virtudes, deberían recordarse de Jesús y de María. Decía así San Juan Eudes a los sacerdotes[3]: “Entregaros a Jesús para entrar en la inmensidad de su gran Corazón, que contiene el Corazón de su santa Madre y de todos los santos, para perderos en este abismo de amor, de caridad, de misericordia, de humildad, de pureza, de paciencia, de sumisión y de santidad”[4].
Entonces, la fórmula de San Juan Eudes para imitar a los Sagrados Corazones de Jesús y María es “entregarnos” al Corazón de Jesús, en el que encontraremos al Inmaculado Corazón de María; luego, “perdernos” en el “abismo de amor, caridad, misericordia, humildad, pureza, paciencia, sumisión y santidad” que se contiene en ambos corazones.
¿Dónde encontrar al Sagrado Corazón de Jesús, para sumergirnos en Él y así también encontrar al Inmaculado Corazón de María, para luego también sumergirnos en el Corazón de la Virgen? Al Sagrado Corazón de Jesús lo encontramos, vivo, glorioso, resucitado, lleno del Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, en la Eucaristía. Es ahí entonces, en la comunión eucarística, hecha con todo fervor, piedad, amor, del que seamos capaces, sin distracciones mundanas, sin pensamientos profanos, con un corazón lleno de la gracia santificante –a imitación del Inmaculado Corazón de María, Lleno de gracia-, en donde debemos unirnos, en el amor, al Corazón de Jesús, de manera que también nos unamos al Corazón de María y así ambos corazones nos infundan el Amor que los une, el Amor de Dios. Y así, sólo así, nuestros corazones serán una copia e imitación viviente de los Sagrados Corazones de Jesús y María. Finalmente, ¿cómo saber si una persona es una verdadera devota de los Sagrados Corazones de Jesús y María? Lo es, cuando la persona llega a ser, por la gracia, un “abismo de amor, caridad, misericordia, humildad, pureza, paciencia, sumisión y santidad”.



[1] http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=saintfeast&localdate=20160819&id=12934&fd=0
[2] http://www.corazones.org/santos/juan_eudes.htm
[3] Fundó la Congregación de Jesús y María, para la formación de los sacerdotes en los seminarios, y otra de religiosas de Nuestra Señora de la Caridad, para fortalecer en la vida cristiana a las mujeres arrepentidas.
[4] Cfr. Coeur admirable, III, 2.

jueves, 18 de agosto de 2016

Santa Elena


Vida de santidad de Santa Elena.
De origen humilde, quien luego fuera emperatriz, se casó en el año 270 d. C. con el general romano Constancio Cloro el cual, cuando a su vez asumió como César, la abandonó para casarse con Teodora, hijastra del emperador Maximiano[1]. Al morir Constancio Cloro en el año 306, sus tropas, que se hallaban entonces estacionadas en York, proclamaron emperador a su hijo Constantino. El joven emperador publicó, en el año 313, el denominado “Edicto de Milán”, por el que toleraba el cristianismo en todo el Imperio. Fue en esa época en la que, según el testimonio de Eusebio, Santa Elena se convirtió al cristianismo, cuando tenía ya cerca de sesenta años, destacándose en su fervor, en su piedad y en su amor a Jesucristo, a la Iglesia y a la religión católica: “Bajo la influencia de su hijo, Elena llegó a ser una cristiana tan fervorosa como si desde la infancia hubiese sido discípula del Salvador”. Se dio entonces una admirable conjunción en la cima del poder del imperio bizantino: mientras su hijo Constantino, el emperador, no solo hacía cesar toda persecución, sino que decretaba la autorización oficial del cristianismo y se empeñaba por exaltar a la Iglesia Católica con su autoridad terrena, Santa Elena, madre del emperador, se esforzaba al mismo tiempo para ayudar a su hijo en esa tarea. Un autor, Rufino, califica de “incomparables” la fe y el celo de la santa, la cual supo comunicar su fervor a los ciudadanos de Roma. Desde su cargo de poder, la emperatriz Elena construyó numerosas iglesias, además de emplear los recursos del Imperio en limosnas generosísimas, convirtiéndose en la principal benefactora de los indigentes y de los desamparados y a pesar de ser la emperatriz, no obstante asistía a los divinos oficios en las iglesias vestida con gran sencillez, sin ninguna ostentación. En el año 324, luego de la victoria sobre Licinio, que convirtió a su hijo Constantino en el amo de Oriente, Santa Elena fue a Palestina –algunos escritores atribuyen el viaje a ciertas visiones que la santa habría tenido en sueños- a peregrinar por los Santos Lugares del nacimiento de Cristo, de su Pasión y Resurrección, que el Señor había santificado con su presencia corporal.
Constantino mandó arrasar la explanada y el templo pagano de Venus que el emperador Adriano había mandado construir sobre el Gólgota y el Santo Sepulcro, respectivamente, y escribió al obispo de Jerusalén, san Macario, para que erigiese una iglesia “digna del sitio más extraordinario del mundo”. Santa Elena, que era ya casi octogenaria, se encargó de supervisar la construcción, pero además de la construcción de la Iglesia, lo que deseaba era descubrir la cruz en la que había muerto el Redentor, búsqueda a su vez facilitada por una carta de Constantino escrita al obispo de Jerusalén, en el que le pide expresamente que hiciese excavaciones en el Calvario para descubrir la cruz del Señor. Al respecto, hay algunos documentos que relacionan el nombre de santa Elena con el descubrimiento de la Santa Cruz, como un sermón predicado por San Ambrosio el año 395, en el que dice que, cuando la santa descubrió la cruz, “no adoró al madero sino al rey que había muerto en él, llena de un ardiente deseo de tocar la garantía de nuestra inmortalidad”. El historiador Eusebio relata cómo fue la estadía de Santa Elena en Palestina: “Elena iba constantemente a la iglesia, vestida con gran modestia y se colocaba con las otras mujeres. También adornó con ricas decoraciones las iglesias, sin olvidar las capillitas de los pueblos de menor importancia (…) construyó la basílica “Eleona” en el Monte de los Olivos y otra basílica en Belén. Era bondadosa y caritativa con todos, especialmente con las personas devotas, a las que servía respetuosamente a la mesa y les ofrecía agua para el lavamanos. Aunque era emperatriz del mundo y dueña del Imperio, se consideraba como sierva de los siervos de Dios”. En Roma, en la vía Labicana, Santa Elena, honró el pesebre y la cruz del Señor con basílicas dignas de veneración. Según la Tradición, en la Iglesia de la Santa Cruz en Roma, cercana a San Juan de Letrán, se encuentran restos de la corona de espinas, de la Santa Cruz del Señor y tierra de Tierra Santa, todo traído por Santa Elena. Se supone que la santa murió en el año 330, pues fue en ese entonces que el emperador Constantino mandó acuñar las últimas monedas con la efigie de Flavia Julia Elena. El Martirologio Romano conmemora a santa Elena el 18 de agosto y en el Oriente se celebra su fiesta el 21 de mayo, junto con la de su hijo Constantino. Los bizantinos llaman a santa Elena y a Constantino “los santos, ilustres y grandes emperadores, coronados por Dios e iguales a los Apóstoles”.
Mensaje de santidad de Santa Elena.
         La extraordinaria vida de santidad de Santa Elena, manifestada en las grandiosas construcciones de iglesias, y el amor demostrado a Nuestro Señor Jesucristo, por medio de la oración, la piedad, el fervor y la práctica de los sacramentos, además del amor demostrado al prójimo, sobre todo los más necesitados, demuestran que para la vida de santidad no son impedimentos ni la edad –cuando se convirtió tenía alrededor de sesenta años- ni tampoco el estatus social –era la emperatriz y madre del emperador-. Santa Elena dio testimonio de Cristo, sin avergonzarse frente a los hombres y sin falsos respetos humanos, manifestando su fe en Jesucristo por medio de obras de misericordia corporales y espirituales y utilizando toda su influencia, su posición social, su estatus y su dinero, solo para que el Nombre de Jesús sea conocido y amado. A ella se deben que se hayan recuperado reliquias preciosísimas de la Pasión, como la corona de espinas, parte del leño de la cruz y el cartel que hizo poner Pilato: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”. En recompensa por no haberlo negado ante los hombres, Jesús no la negó delante de su Padre y le dio el ciento por uno, una medida bien apretada: a la emperatriz, que con su reino terreno sirvió al Rey de reyes, le dio por herencia el Reino de los cielos, por toda la eternidad.




[1] http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=saintfeast&localdate=20160818&id=12431&fd=0; La principal fuente de información sobre santa Elena es la biografía de Constantino escrita por Eusebio Vita Constantini, cuyos principales pasajes pueden verse en Acta Sanctorum, agosto, vol. III. Ver también M. Guidi, Un Bios di Constantino (1908). J. Maurice publicó una interesante obrita sobre santa Elena en la colección L´Art et les Saints (1929); cfr. Vidas de los santos de A. Butler, Herbert Thurston, SI.

martes, 16 de agosto de 2016

San Roque


         Vida de santidad de San Roque
Nació en Montpellier, de una familia sumamente rica. Al fallecer sus padres y luego de heredar toda su fortuna, San Roque, movido por la gracia de Dios, que le hacía despreciar los bienes terrenales y anhelar los bienes celestiales, y para seguir a Cristo en la pobreza de la cruz, decidió vender todos sus bienes y repartir toda su fortuna entre los más pobres, para luego peregrinar a Roma para visitar santuarios y rezar en el Vaticano ante la tumba de San Pedro, el primer Papa. Al llegar a Roma, se desencadenó en esos días la peste bubónica[1] la cual -como es de suponer, debido al escaso desarrollo de la ciencia médica en esa época- provocó la muerte de miles de enfermos. San Roque, olvidándose de sí mismo –imitando a Cristo que, siendo Inocente murió por nosotros, pecadores-, se dedicó a atender a aquellos afectados por la peste que se encontraban más desamparados. Según testigos presenciales, logró la curación instantánea y milagrosa de muchos enfermos con sólo hacerles la señal de la Santa Cruz sobre su frente. A muchísimos otros ayudó a bien morir, confortándolos con la esperanza de la vida eterna, animándolos a que se arrepintieran de sus pecados y aceptaran a Jesús como Salvador, y hasta incluso él mismo los sepultaba, puesto que nadie se atrevía a acercárseles por temor al contagio. Para con todos, creyentes o no creyentes, les brindaba siempre la bondad y la misericordia del Sagrado Corazón. Era tal su fama de santidad, que cuando pasaba, la gente decía, con respeto y amor: “Ahí va el santo”.
Sucedió un día que San Roque comenzó a experimentar los signos de la peste, lo cual es lógico, debido a que es una enfermedad altamente contagiosa. Sintiéndose enfermo, en su cuerpo comenzaron a producirse los característicos “bubones” o tumoraciones de color negruzco, que se acompañaban también de úlceras. Debido a que no quería molestar a nadie, y también para no ser causa de contagio a otros, se retiró a un bosque, en donde esperaba morir. Sucedió entonces que un perro, perteneciente a una familia importante de la ciudad –guiado por el ángel custodio de San Roque- comenzó a tomar, todos los días, un trozo de pan de la mesa de sus amos para llevárselo a San Roque. Como esta situación se repetía día a día, llamó la atención del dueño, que decidió seguir al perro, encontrando así a San Roque en el bosque, enfermo y lleno de llagas. Lo llevó a su casa y allí San Roque pudo reponerse completamente. Agradeciendo a sus benefactores, decidió regresar a Montpellier, su pueblo natal, pero al llegar a la ciudad, fue confundido con un espía –la ciudad estaba en guerra en ese momento-, por lo que encarcelaron a San Roque, pasando en prisión cinco largos años. A pesar de ser el hijo de un antiguo gobernador, no lo reconocieron, debido a su estado y a que parecía un mendigo.
Al igual que en los momentos de la peste, también en prisión, olvidándose de sí mismo, San Roque se dedicaba a catequizar a los preso y a consolar a los más necesitados, dando así ejemplo de obras de misericordia espirituales –dar consejo al que lo necesita, consolar al afligido-; además, ofrecía, en el silencio y desde lo más profundo de su corazón sus penas y humillaciones, por la salvación de las almas –imitaba así a Cristo, que también estuvo preso, siendo inocente, y que por sus sufrimientos salvó nuestras almas-. Antes de morir, Nuestro Señor Jesucristo se le apareció y le dijo que lo venía a buscar para llevarlo al cielo, y que le pidiera una gracia antes de morir. San Roque le pidió que todo aquel que lo invocara, se viera libre de la peste. Finalmente, el 15 de agosto del año 1378, fiesta de la Asunción de la Virgen Santísima, murió como un santo. Al prepararlo para colocarlo en el ataúd descubrieron en su pecho una señal de la cruz que su padre le había trazado de pequeñito y se dieron cuenta de que era hijo del que había sido gobernador de la ciudad[2]. Su fama de santidad era tal, que toda la población de Montpellier acudió a sus funerales, y desde entonces empezó a conseguir de Dios admirables milagros y no ha dejado de conseguirlos a lo largo de los siglos. 

         Mensaje de santidad de San Roque.
         San Roque nos enseña muchas cosas, necesarias para el cielo: nos enseña el amor a la pobreza, pero no cualquier pobreza, sino la pobreza de la cruz, que es la pobreza de Jesucristo, porque siendo rico de bienes materiales –era el hijo del gobernador y su familia tenía mucho dinero, pero lo vendió todo para darlo a los pobres-, prefirió los bienes del cielo, es decir, en vez de atesorar dinero en la tierra –oro, plata, dólares, euros-, prefirió hacer caso a lo que nos dice Jesús, que sí quiere que atesoremos tesoros, pero espirituales y en el cielo (cfr. Mt 6, 20), y esos tesoros espirituales son las obras de misericordia y la gracia.
San Roque nos enseña a obrar la misericordia, tanto corporal, como espiritual: al desatarse la peste bubónica –una infección provocada por una bacteria, transmitida por la mordedura de ratas infectadas y que en el hombre produce inflamación de los ganglios linfáticos, de ahí el nombre-, San Roque se dedicó a cuidar a los enfermos más afectados por la peste, logrando la curación milagrosa de muchos de estos enfermos, con el solo hecho de trazar la señal de la cruz en sus frentes[3]: se trata de dos obras de misericordia, la corporal, asistiendo con cuidados al enfermo, y la espiritual, trazando la señal del Redentor, la Santa Cruz de Jesús. Además, esto nos hace ver el poder sanador de Cristo Jesús, porque no era San Roque quien, por sí mismo, hacía el milagro, sino que el que hace los milagros, a través de sus santos, es el Hombre-Dios, Nuestro Señor Jesucristo. Ahora bien, no se necesita estar en medio de una peste, para trazar la señal de la cruz en la frente, por ejemplo, a nuestros seres queridos. Es algo que los padres deberían hacer todos los días a sus hijos y sus hijos, a su vez, a sus padres, y mucho mejor si se lo hace con agua bendita. De esta manera, la señal de la cruz y el agua bendita, como sacramental, libran al alma de una peste mucho peor que la peste bubónica, y es la peste del pecado.
Nos enseña el amor a la creación de Dios, y cómo Dios dispone de sus creaturas –en este caso, un perro-, para ayudarnos en nuestras vidas.
Pero el mensaje de santidad más importante que nos transmite San Roque es la imitación de Cristo, porque lo imitó en su humildad, en su caridad, en su mansedumbre y en su humillación, al ser humillado, como Jesús, y encarcelado injustamente por cinco años.
¡Oh glorioso San Roque, enséñanos a ser misericordiosos con los más necesitados y líbranos de toda peste, pero sobre todo de la peste del alma, el pecado!





[1] La “peste bubónica” o “muerte negra” es una enfermedad infecto-contagiosa producida por una bacteria llamada Pasteurella pestis o Yersinia pestis. Esta se multiplica rápidamente en la corriente sanguínea, produciendo altas temperaturas y muerte por septicemia. La palabra “bubónica” se refiere al característico bubón o agrandamiento de los ganglios linfáticos, cuya piel que los cubre se vuelve de color azulado oscuro o negro, debido a los infartos capilares y al proceso de supuración de los ganglios linfáticos. Se trata de una plaga propia de los roedores, que se transmite entre roedores a través de las pulgas: estas succionan la sangre de una rata infectada, ingiriendo la bacteria junto con la sangre, permaneciendo en el aparato digestivo de la pulga durante tres semanas promedio; la bacteria se transmite cuando la pulga pasa del roedor al humano y, al succionar la sangre de este, lo infecta cuando regurgita en el lugar de la picadura. El transmisor más común de esta infección es la rata negra (Raltus rattus). Este animal es amigable con el hombre, tiene aspecto agradable y está cubierto de una piel negra y brillante. A diferencia de la rata marrón que habita en las cloacas o establos, ésta tiende a vivir en casas o barcos. La cercanía con el hombre favoreció la traslación de las pulgas entre ratas y humanos, y así se propagó la peste. La enfermedad, ya fuera en el caso de las ratas o de los humanos, tenía una altísima tasa de mortandad, y en algunas epidemias alcanzó el 90 por ciento de los casos, siendo considerado “normal” un índice de fallecimiento promedio del 60 por ciento. Cfr. http://historiaybiografias.com/malas01/


[2] http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=saintfeast&localdate=20160816&id=12174&fd=0

jueves, 11 de agosto de 2016

Santa Clara de Asís, la Eucaristía y los sarracenos


        
         En estos días, en los que nos hemos visto ingratamente sorprendidos por la desagradable noticia de la muerte por degollamiento del P. Jacques Hamel, de 84 años, en Normandía, Francia, a manos de yihadistas, es decir, combatientes fundamentalistas islámicos pertenecientes a la secta islámica llamada ISIS[1], es conveniente recordar, en el día de Santa Clara de Asís, dos episodios de la santa en los que ella vivió, personalmente, una situación de extrema violencia como la del P. Hamel. En tiempos de Santa Clara, los sarracenos –el “ISIS” de la época-, al mando de Federico II, que deseaba invadir las tierras pontificias sirviéndose de los fundamentalistas, llegaron hasta la localidad de Asís. Desde allí cometieron toda clase de tropelías, saqueando, destruyendo e incendiando las ciudades y castillos, profanando y cometiendo múltiples sacrilegios contra iglesias y monasterios, además de asesinar y hacer prisioneros a numerosos cristianos.
         Sucedió que, estando Santa Clara gravemente enferma en su monasterio, un día viernes del mes de septiembre del año 1240, los sarracenos escalaron los muros del monasterio  y las hermanas, según el escrito de Tomás de Celano “acudieron a Santa Clara, que estaba gravemente enferma y, con lágrimas en los ojos, le contaron cómo aquella pésima gente había roto las puertas del monasterio. La santa las consolaba, diciéndoles que no temieran (…) pero armadas de fe acudieron a Jesucristo. Y Santa Clara, postrada en su lecho de enferma, pidió que le trajeran la custodia de mármol en donde se encontraba el Cuerpo de Cristo consagrado. Orando devotamente (la santa dijo): “Te ruego, Señor mío, que estas pobres siervas tuyas, a las cuales Tú, Señor, has colocado bajo mi cuidado, que no me sean quitadas y que no caigan en las crueles manos de estos infieles y paganos; te suplico, Señor mío, que Tú las cuides, porque yo sin Ti no puedo cuidarlas y mucho menos en esta amarga hora”. Desde la custodia de mármol salió una voz: “Yo por tu amor te cuidaré a ti y a ellas, siempre”[2]. En ese momento, y rechazados por la potencia de una fuerza invisible, los islámicos fundamentalistas huyeron precipitadamente del monasterio y, al poco tiempo, abandonaron Asís. Sin embargo, en el año 1241, el emperador organizó una nueva expedición. Cuando el peligro fue inminente, Santa Clara llamó a las hermanas y les ordenó un día de ayuno, después del cual, las invitó a echarse cenizas sobre sus cabezas y a postrarse, junto con ella, delante del Tabernáculo. Sucedió entonces que, en la mañana del 22 de junio un fuerte temporal se abatió sobre el campamento de los sarracenos, obligándolos a una nueva fuga. De esta manera, Santa Clara nos muestra cómo, con el arma de la Fe y con el Cuerpo Sacramentado de Nuestro Señor Jesucristo, en la Eucaristía, podemos salir siempre vencedores en toda tribulación y, lo que es más importante, salvar nuestras almas, ya que nuestra lucha “no es contra la carne y la sangre, sino contra las potestades malignas de los aires” (Ef 6, 12). Y el Único que puede darnos el triunfo contra estos enemigos, es Nuestro Dios y Señor Jesucristo, Presente con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en la Eucaristía.


[1] http://www.infobae.com/america/mundo/2016/07/26/jacques-hamel-el-sacerdote-degollado-por-isis-era-un-hombre-sencillo-y-muy-apreciado-por-los-vecinos/
[2] Vita di santa Chiara vergine, Opusc. I,21-22, in FF 3201, pp. 1915-1916.

miércoles, 10 de agosto de 2016

San Lorenzo, diácono y mártir


En el año 257, mientras Lorenzo era uno de los siete diáconos al servicio del Papa San Sixto, el emperador Valeriano publicó un decreto de persecución en el cual ordenaba que todo el que se declarara cristiano sería condenado a muerte[1]. El 6 de agosto el Papa San Sixto estaba celebrando la santa Misa en un cementerio de Roma cuando fue asesinado junto con cuatro de sus diáconos por los soldados del emperador[2]. Según cuenta una antigua tradición, al ver Lorenzo que el Sumo Pontífice era arrestado y condenado a muerte, le dijo: “Padre mío, ¿te vas sin llevarte a tu diácono?”, a lo que San Sixto le respondió: “Hijo mío, dentro de pocos días me seguirás”. Lorenzo, escuchando la respuesta con gran alegría, pues eso significaba que pronto habría de ir a gozar de la gloria de Dios, vio cumplida esta profecía del Santo Padre cuatro días después, cuando también él, junto con otros diáconos, fueron arrestados y condenados a muerte.
Antes de ser martirizado, se produjo el siguiente diálogo entre San Lorenzo y el gobernador de Roma, quien le dijo así a San Lorenzo: “Me han dicho que los cristianos emplean cálices y patenas de oro en sus sacrificios, y que en sus celebraciones tienen candelabros muy valiosos. Vaya, recoja todos los tesoros de la Iglesia y me los trae, porque el emperador necesita dinero para costear una guerra que va a empezar”.
Lorenzo le pidió que le diera tres días de plazo para reunir todos los tesoros de la Iglesia, a lo que el gobernador accedió, pues pensaba llenar sus arcas con los cálices de oro, los candelabros de plata y todas las demás riquezas que él suponía que tenía la Iglesia. Sin embargo, San Lorenzo tení aun concepto de “tesoros de la Iglesia” muy distinto al del gobernador, y fue así que en los días sucesivos, invitó a todos los desamparados a los que él, como encargado del Papa, ayudaba con limosnas: pobres, lisiados, mendigos, huérfanos, viudas, ancianos, mutilados, ciegos, leprosos. Al tercer día los llevó ante la presencia del gobernador y le dijo: “Ya tengo reunidos todos los tesoros de la iglesia. Le aseguro que son más valiosos que los que posee el emperador”. El gobernador, que esperaba algo muy distinto –oro y plata-, se disgustó enormemente, pero Lorenzo le dijo:  “¿Por qué se disgusta? ¡Estos son los tesoros más apreciados de la iglesia de Cristo!”. Y es verdad en cuanto a nosotros, puesto que los pobres son la puerta abierta al cielo, si es que los auxiliamos, pues en ellos está Presente Jesucristo de un modo misterioso, tal como Él lo dice en el Evangelio: “Lo que habéis hecho a uno de estos pequeños, a Mí me lo habéis hecho” y es la razón por la cual, todo lo que hacemos a nuestro prójimo, sea en el bien como en el mal, se lo hacemos a Jesucristo.
Al comprobar que delante suyo en vez de oro y plata sólo había hombres necesitados de todo tipo de ayuda, el alcalde se enfureció y le dio a San Lorenzo: “Pues ahora lo mando matar, pero no crea que va a morir instantáneamente. Lo haré morir poco a poco para que padezca todo lo que nunca se había imaginado. Ya que tiene tantos deseos de ser mártir, lo martirizaré horriblemente”. Dicho esto, mandó encender un gran fuego y colocar encima una parrilla de hierro, sobre la que acostaron al diácono Lorenzo. Afirma San Agustín que el gran deseo que el mártir tenía de ir junto a Cristo le hacía no darle importancia a los dolores de esa tortura, aunque podemos agregar que la ausencia de dolor se debe, más que al deseo del mártir de ir al cielo, a la Presencia del Espíritu Santo en el mártir, que es quien lo libra de todos los dolores. Precisamente, como signo de esta Presencia del Espíritu Santo en el alma y el cuerpo de San Lorenzo, los cristianos presentes, testigos de la muerte del mártir, vieron su rostro “rodeado de un esplendor hermosísismo y sintieron un aroma muy agradable” mientras lo quemaban, mientras que los paganos ni veían ni sentían nada de eso[3]. Sólo el Espíritu de Dios, que es Hermosísimo y cuya naturaleza divina es fragancia exquisita y estaba inhabitando el cuerpo y el alma del santo, podía explicar que los testigos percibieran esta luz sobrenatural y el aroma exquisito, en vez de lo que debería suceder normalmente, esto es, escuchar gritos de dolor y sentir olor a carne chamuscada y quemada. La Presencia del Espíritu Santo en San Lorenzo hacía que su cuerpo fuera como una brasa ardiente sobre la cual se echa incienso que despide perfume agradabilísimo, y este perfume era su oración, que subía al cielo en honor a la majestad del Cordero, por quien estaba dando su vida. Ya una vez en el fuego y luego de un prolongado rato de estarse quemando en la parrilla que estaba al rojo vivo, dijo San Lorenzo a sus verdugos: “Ya estoy asado por un lado. Ahora que me vuelvan hacia el otro lado para quedar asado por completo”. Eso fue lo que hicieron los verdugos, darlo vuelta –así como se da vuelta un trozo de carne en el asador-, de manera que el santo mártir terminó quemándose por completo, de lado a lado. Cuando sintió que ya estaba completamente asado exclamó: “La carne ya está lista, pueden comer”. Luego de decir esto, con una paz sobrenatural que no podía en ninguna manera explicarse humanamente, sino con la asistencia personal del Espíritu Santo, San Lorenzo elevó una oración por la conversión de Roma y la difusión de la religión de Cristo en todo el mundo, y exhaló su último suspiro. Era el 10 de agosto del año 258.
Ahora bien, una vez conocida su vida, podríamos preguntarnos lo siguiente: ¿es verdad que los pobres son los “tesoros de la Iglesia”, como dijo el diácono San Lorenzo? Podemos decir que sí, tomando en cuenta el contexto en el que San Lorenzo hizo esta afirmación, y era que el gobernador de Roma quería los cálices, las vinajeras, los candelabros de la Iglesia, pensando que estos eran de oro y plata. Pero estas cosas materiales, en comparación con los pobres, en los que inhabita Cristo, son igual a nada, siendo en cambio los pobres los “tesoros de la Iglesia”. En este contexto, sí podemos decir que los pobres son el “tesoro de la Iglesia”. Sin embargo, en un sentido absoluto, no, porque es otro el Tesoro de la Iglesia: podemos decir que el verdadero y único tesoro de la Iglesia es la Eucaristía, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, puesto que la Eucaristía es el mismo Dios Hijo encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, que renueva su sacrificio en la cruz en la Santa Misa y que se nos dona como Pan de Vida eterna en la Hostia consagrada, y no hay mayor tesoro que esto, que es invaluable, y es tan alto don y misterio, que no alcanzarán las eternidades de eternidad, ni para comprenderlo en su totalidad, ni para agradecerlo adecuadamente. Y a San Lorenzo, al recordarlo en su día, le podemos pedir que interceda para que, -puesto que difícilmente suframos su misma muerte, la de ser quemados en el cuerpo por el fuego material-, nuestros corazones sean incendiados en el Fuego del Divino Amor, un Fuego que quema pero que no arde, sino que produce gozo y dulzura en el Señor, al transmitirnos el Amor de Dios.



[1] Cfr. https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Lorenzo_8_10.htm
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem..