San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 29 de mayo de 2019

San Justino, mártir



Las actas que se conservan acerca del martirio de Justino son uno de los documentos más impresionantes que se conservan de la antigüedad[1] en el que se da testimonio acerca de Jesucristo. Justino es llevado ante el alcalde de Roma, y empieza entre los dos un memorable diálogo que queda para la eternidad:
Alcalde: “¿Cuál es su especialidad? ¿En qué se ha especializado?”.
Justino: “Durante mis primeros treinta años me dediqué a estudiar filosofía, historia y literatura. Pero cuando conocí la doctrina de Jesucristo me dediqué por completo a tratar de convencer a otros de que el cristianismo es la mejor religión”.
Alcalde: “Loco debe de estar para seguir semejante religión, siendo Ud. tan sabio”.
Justino: “Ignorante fui cuando no conocía esta santa religión. Pero el cristianismo me ha proporcionado la verdad que no había encontrado en ninguna otra religión”.
Alcalde: “¿Y qué es lo que enseña esa religión?”.
Justino: “La religión cristiana enseña que hay uno solo Dios y Padre de todos nosotros, que ha creado los cielos y la tierra y todo lo que existe. Y que su Hijo Jesucristo, Dios como el Padre, se ha hecho hombre por salvarnos a todos. Nuestra religión enseña que Dios está en todas partes observando a los buenos y a los malos y que pagará a cada uno según haya sido su conducta”.
Alcalde: “¿Y Usted persiste en declarar públicamente que es cristiano?”.
Justino: “Sí; declaro públicamente que soy un seguidor de Jesucristo y quiero serlo hasta la muerte”.
El alcalde pregunta luego a los amigos de Justino si ellos también se declaran cristianos y todos proclaman que sí, que prefieren morir antes que dejar de ser amigos de Cristo.
Alcalde: “Y si yo lo mando torturar y ordeno que le corten la cabeza, Ud. que es tan elocuente y tan instruido ¿cree que se irá al cielo?”.
Justino: “No solamente lo creo, sino que estoy totalmente seguro de que si muero por Cristo y cumplo sus mandamientos tendré la Vida Eterna y gozaré para siempre en el cielo”.
Alcalde: “Por última vez le mando: acérquese y ofrezca incienso a los dioses. Y si no lo hace lo mandaré a torturar atrozmente y haré que le corten la cabeza”.
Justino: “Ningún cristiano que sea prudente va a cometer el tremendo error de dejar su santa religión por quemar incienso a falsos dioses. Nada más honroso para mí y para mis compañeros, y nada que más deseemos, que ofrecer nuestra vida en sacrificio por proclamar el amor que sentimos por Nuestro Señor Jesucristo”.
Los otros cristianos afirmaron a viva voz que ellos estaban totalmente de acuerdo con lo que Justino acababa de decir. Justino y sus compañeros, cinco hombres y una mujer, fueron azotados cruelmente, y luego les cortaron la cabeza. Y el antiquísimo documento termina con estas palabras: “Algunos fieles recogieron en secreto los cadáveres de los siete mártires, y les dieron sepultura, y se alegraron que les hubiera concedido tanto valor, Nuestro Señor Jesucristo a quien sea dada la gloria por los siglos de los siglos. Amén”.
Mensaje de santidad.
A pesar de ser un letrado en ciencias humanas, Justino se declara ante el alcalde como ignorante cuando no conocía la doctrina de Jesucristo, al tiempo que confiesa que en la religión católica se encuentra la Verdad Absoluta sobre Dios, Verdad que no se encuentra en ninguna otra religión. Según Justino, en la religión católica se enseña que Jesús es Dios como el Padre y que se encarnó para salvarnos y que al fin del tiempo dará a cada uno según su conducta. Se declara públicamente seguidor de Jesucristo, pretendiendo serlo hasta su muerte, incluso si lo torturan y si ordenan su muerte por decapitación. San Justino está convencido de que si él da su vida por Jesucristo y cumple sus mandamientos, obtendrá la vida eterna en el Reino de los cielos. Esto, a diferencia de otras religiones, que para alcanzar lo que llaman “cielo”, deben quitar la vida a sus prójimos: en el cristianismo, hay que dar la vida propia por la salvación propia y del prójimo. Cuando le ofrecen quemar incienso a los falsos dioses y lo amenazan con la muerte si no lo hace, San Justino declara que sería un “tremendo error” quemar incienso a los falsos dioses, ya que sólo Jesucristo, el único Dios verdadero, merece ese honor. Es entonces cuando Justino y siete de sus compañeros y discípulos son decapitados. Puesto que San Justino se mantuvo fiel a Jesucristo hasta la muerte, ahora goza de su visión bienaventurada por los siglos sin fin. En nuestros días, en los que los hombres se postran ante los falsos dioses de la Nueva Era y de los ídolos del mundo y queman incienso sacrílegamente en su honor, el ejemplo del martirio de San Justino es sumamente actual y válido para nosotros, dándonos ejemplo de verdadero amor al Hombre-Dios Jesucristo, hasta dar la vida por Él.

sábado, 25 de mayo de 2019

Don Bosco y el triunfo de la Iglesia: el Inmaculado Corazón de María y la Eucaristía



El 30 de mayo de 1862 Don Bosco contó el siguiente sueño que tuvo, el cual estaba referido a la Iglesia. He aquí sus palabras[1]: “Os quiero contar un sueño. Figúrense que están conmigo a la orilla del mar, o mejor, sobre un escollo aislado, desde el cual no ven más tierra que la que tienen debajo de los pies. En toda aquella superficie líquida se ve una multitud incontable de naves dispuestas en orden de batalla, cuyas proas terminan en un afilado  espolón de hierro a modo de lanza que hiere y  traspasa todo aquello contra lo cual llega a chocar. Dichas naves están armadas de cañones, cargadas de fusiles y de armas de diferentes clases; de material incendiario y también de libros, y se dirigen contra otra embarcación mucho más grande y más alta, intentando clavarle el espolón, incendiarla o al menos  hacerle el mayor daño posible.
A esta majestuosa nave, provista de todo, hacen escolta numerosas navecillas que de ella reciben las órdenes, realizando las oportunas maniobras para defenderse de la flota enemiga. El viento les es adverso y la agitación del mar favorece a los enemigos. En medio de la inmensidad del mar se levantan, sobre las olas, dos robustas columnas, muy altas, poco distantes la una de la otra. Sobre una de ellas campea la estatua de la Virgen Inmaculada, a cuyos pies se ve un amplio cartel con esta inscripción: Auxilium Christianorum. Sobre la otra columna, que es mucho más alta y más gruesa, hay una Hostia de tamaño proporcionado al pedestal y debajo de ella otro cartel con estas palabras: Salus credentium. El comandante supremo de la nave mayor, que es el Romano Pontífice, al apreciar el furor de los enemigos y la situación apurada en que se encuentran sus leales, piensa en convocar a su alrededor a los pilotos de las naves subalternas para celebrar consejo y decidir la conducta a seguir. Restablecida por un momento la calma, el Papa reúne a los pilotos, mientras la nave capitana continúa su curso; pero la borrasca se torna nuevamente espantosa. El Pontífice empuña el timón y todos sus esfuerzos van encaminados a dirigir la nave hacia el espacio existente entre aquellas dos columnas, de cuya parte superior todo en redondo penden numerosas áncoras y gruesas argollas unidas a robustas  cadenas. Las naves enemigas dispónense todas a asaltarla, haciendo lo posible por detener su marcha y por hundirla. Unas con los escritos, otras con los libros, con materiales incendiarios de los que cuentan gran abundancia, materiales que intentan arrojar a bordo; otras con los cañones, con los fusiles, con los espolones: el combate se torna cada vez más encarnizado. Las proas enemigas chocan contra ella violentamente, pero sus esfuerzos y su ímpetu resultan inútiles. En vano reanudan el ataque y gastan energías y municiones: la gigantesca nave prosigue segura y serena su camino. A veces sucede que por efecto de las acometidas de que se le hace objeto, muestra en sus flancos una larga y profunda hendidura; pero apenas producido el daño, sopla un viento suave de las dos columnas y las vías de agua se cierran y las brechas desaparecen.
Disparan entretanto los cañones de los asaltantes, y al hacerlo revientan, se rompen los fusiles, lo mismo que las demás armas y espolones. Muchas naves se abren y se hunden en el mar. Entonces, los enemigos, encendidos de furor comienzan a luchar empleando el arma corta, las manos, los puños, las injurias, las blasfemias, maldiciones, y así continúa el combate. Cuando he aquí que el Papa cae herido gravemente. Inmediatamente los que le acompañan acuden a ayudarle y le levantan. El Pontífice es herido una segunda vez, cae nuevamente y muere. Un grito de victoria y de alegría resuena entre los enemigos; sobre las cubiertas de sus naves reina un júbilo indecible. Pero apenas muerto el Pontífice, otro ocupa el puesto vacante. Los pilotos reunidos lo han elegido  inmediatamente; de suerte que la noticia de la muerte del Papa llega con la de la elección de su sucesor. Los enemigos comienzan a desanimarse. El nuevo Pontífice, venciendo y superando todos los obstáculos, guía la nave hacia las dos columnas, y al llegar al espacio comprendido entre ambas, la amarra con una cadena que pende de la proa a un áncora de la columna que ostenta la Hostia; y con otra cadena que pende de la popa la sujeta de la parte opuesta a otra áncora colgada de la columna que sirve de pedestal a la Virgen Inmaculada. Entonces se produce una gran confusión.
Todas las naves que hasta aquel  momento habían luchado contra la embarcación capitaneada por el Papa, se dan a la huida, se dispersan, chocan entre sí y se destruyen mutuamente. Unas al hundirse procuran hundir a las demás. Otras navecillas que han combatido valerosamente a las órdenes del Papa, son las primeras en llegar a las columnas donde quedan amarradas. Otras naves, que por miedo al combate se habían retirado y que se encuentran muy distantes, continúan observando prudentemente los acontecimientos, hasta que, al desaparecer en los abismos del mar los restos de las naves destruidas, bogan aceleradamente hacia las dos columnas, llegando a las cuales se aseguran a los garfios pendientes de las mismas y allí permanecen tranquilas y seguras, en compañía de la nave capitana ocupada por el Papa. En el mar reina una calma absoluta. Al llegar a este punto del relato, San Juan Bosco preguntó a Beato Miguel Rúa: “¿Qué piensas de esta narración?”. El Beato Miguel Rúa contestó: “Me parece que la nave del Papa es la Iglesia de la que es Cabeza: las otras naves representan a los hombres y el mar al mundo. Los que defienden a la embarcación del Pontífice son los leales a la Santa Sede; los otros, sus enemigos, que con toda suerte de armas intentan aniquilarla. Las dos columnas salvadoras me parece que son la devoción a María Santísima y al Santísimo Sacramento de la Eucaristía”. Beato Miguel Rúa no hizo referencia al Papa caído y muerto y San Juan Bosco nada dijo tampoco sobre este particular. Solamente añadió: “Has dicho bien. Solamente habría que corregir una expresión. Las naves de los enemigos son las persecuciones. Se preparan días difíciles para la Iglesia. Lo que hasta ahora ha sucedido es casi nada en comparación a lo que tiene que suceder. Los enemigos de la Iglesia están representados por las naves que intentan hundir la nave principal y aniquilarla si pudiesen. ¡Sólo quedan dos medios para salvarse en medio de tanto desconcierto! Devoción a María Santísima. Frecuencia de Sacramentos: Comunión frecuente, empleando todos los recursos para practicarlos nosotros y para hacerlos practicar a los demás siempre y en todo momento”.
La interpretación del sueño, realizada por el Beato Miguel Rúa, está bastante clara. Ahora bien, podríamos decir que el sueño de Don Bosco sobre la Iglesia y sus tribulaciones es para nosotros, católicos del siglo XXI, pues nunca como antes en la historia, la Iglesia ha sido tan perseguida como en nuestros días. Muchos afirman que la actual persecución a la Iglesia supera, en mucho, a las primeras persecuciones sufridas por ella en la historia. En efecto, en algunos países, la Iglesia es perseguida de forma cruenta, de manera tal que los edificios parroquiales son incendiados y destruidos, mientras que los religiosos y misioneros son amenazados y asesinados; es decir, en muchos países, la persecución es cruenta, dando en algunos casos lugar a emigraciones masivas de parte de cristianos, para evitar el ser asesinados –por ejemplo, en Siria, o en algunas regiones de África; en Siria los perseguidores son los integrantes de ISIS; en Nigeria, los de Boko Haram, en ambos casos, se trata de milicias fanáticas musulmanas-. Por otra parte, en otros, países, la Iglesia no es perseguida cruentamente, pero sí es perseguida igualmente, sobre todo a través de la legislación que, en todos los casos, es anti-cristiana y contraria en un todo a la Ley de Dios. Así sucede por ejemplo en Canadá, en donde el lobby homosexualista y pro-LGBTQ ha logrado sancionar leyes que no solo promueven la ideología de género a los más pequeños, sino que amenazan con quitar la patria potestad a los padres que se opongan a las enseñanzas anti-cristianas de la ideología de género. Y como en Canadá, sucede en una gran mayoría de países que en otro tiempo fueron cristianos.
Las naves pequeñas representan entonces el ataque furioso de la Nueva Era y representa también a las ideologías de género y a la cultura de la muerte, que promueven el aborto incluso hasta niños a término. El ataque a la Iglesia en nuestros días arrecia, tanto en su persecución cruenta como en la incruenta; sin embargo, en el mismo sueño de Don Bosco está explicitado el triunfo de la Iglesia, triunfo que será posible, tal como lo interpreta el Beato Miguel Rúa, por la devoción al Inmaculado Corazón de María y por la Adoración Eucarística. Es significativo que cuando la nave grande del sueño de Don Bosco alcanza las columnas donde están la Virgen y la Eucaristía, las naves enemigas entran en confusión y se hunden, siendo derrotadas. Esto quiere decir que debemos trabajar para difundir tanto la devoción al Inmaculado Corazón, como la Adoración Eucarística, porque en estas dos devociones está el triunfo de la Iglesia.


[1] Memorias Biográficas de San Juan Bosco, Tomo VII, págs. 169-171

lunes, 13 de mayo de 2019

San Isidro Labrador



         Vida de santidad[1].

Según cuenta su biografía, sus padres eran unos campesinos tan pobres que no podían enviarlo a la escuela; sin embargo, esto no fue un obstáculo para que San Isidro recibiera educación, pues sus padres, que eran muy devotos, le enseñaron la mejor educación del mundo: le enseñaron el temor de Dios, el tener mucho temor en ofender a Dios con el pecado y además, a tener gran amor de caridad hacia el prójimo y un enorme aprecio por la oración y por la Santa Misa y la Comunión. A los diez años quedó huérfano y desde esa edad se empleó como peón de campo, ayudando en la agricultura a Don Juan de Vargas un dueño de una finca cerca de Madrid. Siendo ya joven, se casó con una campesina humilde como él, que llegó a ser santa, también como él, siendo conocida como “Santa María de la Cabeza”, porque su cabeza es sacada en procesión en rogativas, cuando pasan muchos meses sin llover. La vida de San Isidro era muy sacrificada: se levantaba muy de madrugada y nunca empezaba su día de trabajo sin haber asistido antes a la Santa Misa. Precisamente, por esta razón, algunos de sus compañeros, movidos por la envidia –San Isidro era muy trabajador- lo acusaron ante el patrón por “ausentismo” y abandono del trabajo. Para constatar la veracidad de las denuncias, el señor Vargas se fue a observar el campo y notó que sí era cierto que Isidro llegaba una hora más tarde que los otros (en aquel tiempo se trabajaba de seis de la mañana a seis de la tarde) pero mientras Isidro oía misa, un personaje misterioso –que era en realidad su ángel de la guarda- le guiaba sus bueyes y estos araban juiciosamente como si el propio campesino los estuviera dirigiendo. Por esta razón se lo representa a San Isidro con sus bueyes, que están siendo guiados por un ángel.
Otra cosa que caracterizaba a San Isidro era su gran caridad: lo que ganaba como jornalero, lo distribuía en tres partes: para el templo, para los pobres y para su familia (él, su esposa y su hijito). Los domingos los distribuía así: un buen rato en el templo rezando, asistiendo a misa y escuchando la Palabra de Dios. Otro buen rato visitando pobres y enfermos y por la tarde saliendo a pasear por los campos con su esposa y su hijito.
En el año 1130 sintiendo que se iba a morir se confesó sacramentalmente y luego de pedir oraciones por su alma y de recomendar a sus familiares y amigos que tuvieran mucho amor a Dios y mucha caridad con el prójimo, murió santamente. El rey Felipe III, curado por la intercesión milagrosa de San Isidro, intercedió ante el Sumo Pontífice para que declarara santo al humilde labrador, y por este y otros muchos milagros, el Papa lo canonizó en el año 1622 junto con Santa Teresa, San Ignacio, San Francisco Javier y San Felipe Neri.

         Mensaje de santidad.

         San Isidro de Labrador se caracterizó por no tener grandes conocimientos mundanos, pero sí tenía sabiduría celestial: ante todo, tenía un gran temor de Dios, que es el “principio de la Sabiduría”, como dice la Escritura y como parte de este temor de Dios, tenía un gran amor a la Santa Misa y a la Eucaristía, a la cual asistía todos los días. Otro ejemplo que nos deja San Isidro es su amor al trabajo y que Dios no se deja ganar en generosidad, porque si bien es cierto que algunas veces llegaba tarde a causa de su devoción a la Misa y la Eucaristía, también es cierto que su ángel de la guarda, como lo pudo comprobar su patrón, hacía su trabajo por él hasta que él llegara. Otro ejemplo es su responsabilidad hacia la Iglesia, pues donaba siempre parte de su sueldo para el mantenimiento del culto, además de dar para los pobres y nunca descuidando a su familia. Sabiduría celestial, temor de Dios, amor de Dios, amor a la Eucaristía y a la Santa Misa, amor a los pobres y un gran deseo del cielo en el cumplimiento del trabajo diario, es el mensaje de santidad que nos deja San Isidro Labrador.

domingo, 12 de mayo de 2019

San Matías Apóstol



         Vida de santidad[1].

         Éste apóstol es designado “póstumo”, es decir, fue elegido luego de la muerte de otro; en concreto, fue elegido para reemplazar a Judas Iscariote, el apóstol que traicionó a Jesús y luego se ahorcó. Su elección se llevó a cabo luego de la muerte, resurrección y Ascensión de Jesús. En la Sagrada Escritura[2] se narra así la elección: “Después de la Ascensión de Jesús, Pedro dijo a los demás discípulos: “Hermanos, en Judas se cumplió lo que de él se había anunciado en la Sagrada Escritura: con el precio de su maldad se compró un campo. Se ahorcó, cayó de cabeza, se reventó por medio y se derramaron todas sus entrañas. El campo comprado con sus 30 monedas se llamó Haceldama, que significa: “Campo de sangre”. El salmo 69 dice: “Su puesto queda sin quién lo ocupe, y su habitación queda sin quién la habite”, y el salmo 109 ordena: “Que otro reciba su cargo”. Conviene entonces que elijamos a uno que reemplace a Judas. Y el elegido debe ser de los que estuvieron con nosotros todo el tiempo en que el Señor convivió con nosotros, desde que fue bautizado por Juan Bautista hasta que resucitó y subió a los cielos”. Los discípulos presentaron dos candidatos: José, hijo de Sabas y Matías. Entonces oraron diciendo: “Señor, tú que conoces los corazones de todos, muéstranos a cuál de estos dos eliges como apóstol, en reemplazo de Judas”. Echaron suertes y la suerte cayó en Matías y fue admitido desde ese día en el número de los doce apóstoles”. A su vez, San Clemente y San Jerónimo dicen que San Matías habría sido uno de los setenta y dos discípulos que Jesús mandó una vez a misionar, de dos en dos. Por otra parte, una antigua tradición cuenta que murió crucificado, pintándolo con una cruz de madera en su mano, hecho por el que los carpinteros le tienen especial devoción.

         Mensaje de santidad.

Muchos llaman a San Matías como “apóstol gris”, en el sentido de que no brilló de manera especial, sino que fue como uno de tantos de nosotros, es decir, como un discípulo más del montón. Sin embargo, a pesar de ser un santo “del montón”, es santo y Apóstol de Cristo. San Matías nos demuestra que se puede alcanzar el cielo sin hacer grandes milagros, sin tener una gran fama de santidad, sin hacer cosas espectaculares. Esto es así porque la santidad no consiste en nada de esto, sino en el cumplimiento diario, heroico hasta dar la muerte, de las virtudes cristianas. No es necesario hacer grandes milagros para ser santos, pero sí se necesita vivir en gracia, adquirirla si se la ha perdido, conservarla si se la tiene y acrecentarla cada vez que sea posible; no es necesario, para ser santos, tener un gran renombre de santidad: basta con vivir de cara a Dios, en gracia, cumpliendo con el deber de estado, sea el de Presidente de la Nación o el de barrendero de la plaza; para ser santos, no se necesitan hacer obras monumentales, sino hacer las pequeñas obras de cada día con el amor de Cristo y por el Amor de Cristo. Esto es lo que hizo San Matías Apóstol y por eso llegó al cielo; así, San Matías nos anima a nosotros, fieles que somos “del llano” y que no estamos en las altas cumbres de la santidad ni hacemos obras esplendorosas, para alcancemos la santidad; nos anima y nos hace saber que para nosotros, hombres sencillos y pequeños, la santidad también está al alcance de la mano. Sólo se debe hacer lo que hizo San Matías: amar a Cristo, vivir en gracia, obrar la misericordia y morir en gracia. A él nos encomendamos los fieles de a pie, para que también nosotros, desde la vida común de cada día, viviendo en gracia y con amor a Dios en el corazón, alcancemos la santidad y vivamos con él, por toda la eternidad, adorando al Cordero de Dios.


viernes, 3 de mayo de 2019

El Sagrado Corazón se nos da en la Eucaristía



         En una de las apariciones a Santa Margarita María de Alacquoque –más precisamente, el 27 de diciembre de 1673, día de San Juan el Apóstol, en lo que se conoce como “Primera revelación”[1]-, Jesús, que se le aparecía como el Sagrado Corazón, le pidió su corazón, el corazón de la santa, y lo introdujo en el suyo, devolviéndoselo luego convertido en una llama flameante en forma de corazón. Así lo relata la propia Margarita: “(…) me pidió el corazón, el cual yo le suplicaba tomara y lo cual hizo, poniéndome entonces en el suyo adorable, desde el cual me lo hizo ver como un pequeño átomo que se consumía en el horno encendido del suyo, de donde lo sacó como llama encendida en forma de corazón, poniéndolo a continuación en el lugar de donde lo había tomado”[2].
         Ahora bien, nosotros podemos considerar a Santa Margarita como una santa afortunada, porque Jesús se le aparece como el Sagrado Corazón y además, convierte su corazón humano en un corazón que posee el mismo fuego de Amor que el suyo, ya que se lo devuelve convertido en una llama en forma de corazón. Sin embargo, nosotros podemos decir que no somos menos afortunados que la santa; todavía más, podemos decir que, por la comunión eucarística recibida en la Santa Misa, somos infinitamente más dichosos que la santa. ¿Por qué? Porque en la Santa Misa, Jesús no se nos aparece visiblemente, como a la santa, pero sí se nos aparece invisiblemente, oculto en la apariencia de pan; por otro lado, en vez de pedirnos nuestros corazones para introducirlos en el suyo, como hizo con la santa, Jesús Eucaristía nos dona, por la Eucaristía, su Sagrado Corazón Eucarístico, envuelto en las llamas del Divino Amor, el Espíritu Santo, para convertir a nuestros corazones, por el contacto con este fuego, en otros tantos corazones similares al suyo. Con la Eucaristía sucede como con el fuego y la leña o el pasto seco: cuanto más secos están estos, al contacto con las llamas, se incendian inmediatamente, convirtiéndose en brasas incandescentes y a tal punto que se puede decir que la leña, convertida en brasa y el pasto seco, convertido en llama, son una sola cosa con el fuego. Entonces, cuanto más secos de amor sean nuestros corazones, tanto más arderán en el fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, cuando entren en contacto con el mismo por medio de la comunión eucarística. Ésta es entonces la razón por la cual nos podemos considerar infinitamente más dichosos que la santa: Jesús no nos pide nuestros corazones, sino que introduce su Sagrado Corazón Eucarístico en nuestros corazones, para convertirlos en corazones semejantes al suyo, que arden en el fuego del Divino Amor.