San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

jueves, 23 de febrero de 2017

San Policarpo


Vida de santidad[1].

San Policarpo, discípulo de los apóstoles y obispo de Esmirna, huésped de Ignacio de Antioquía, fue a Roma para tratar con el papa Aniceto la cuestión de la Pascua. Sufrió el martirio hacia el año 155, siendo quemado en el estadio de la ciudad[2].
Fue el más conocido entre los obispos de la Iglesia primitiva a quienes se les da el nombre de “Padres Apostólicos”, por haber sido discípulos de los Apóstoles y directamente instruidos por ellos. Policarpo fue discípulo de San Juan Evangelista, y entre sus muchos discípulos y seguidores se encontraban San Ireneo y Papías. Cuando Florino, que había visitado con frecuencia a San Policarpo, empezó a profesar ciertas herejías, San Ireneo le escribió: “Esto no era lo que enseñaban los obispos, nuestros predecesores. Yo te puedo mostrar el sitio en el que el bienaventurado Policarpo acostumbraba a sentarse a predicar. Todavía recuerdo la gravedad de su porte, la santidad de su persona, la majestad de su rostro y de sus movimientos, así como sus santas exhortaciones al pueblo. Todavía me parece oírle contar cómo había conversado con Juan y con muchos otros que vieron a Jesucristo, y repetir las palabras que había oído de ellos. Pues bien, puedo jurar ante Dios que si el santo obispo hubiese oído tus errores, se habría tapado las orejas y habría exclamado, según su costumbre: “¡Dios mío!, ¿por qué me has hecho vivir hasta hoy para oír semejantes cosas?” Y al punto habría huido del sitio en que se predicaba tal doctrina”[3].
En efecto, Policarpo, iluminado por el Espíritu Santo, que concede la gracia de contemplar la Verdad y de rechazar el error, no admitía, de ninguna manera, la herejía. Según la tradición, una vez se encontró San Policarpo con el hereje Marción en las calles de Roma y este, al ver que el santo no lo saludaba, lo increpó diciéndole: “¿Qué, no me-conoces?” “Sí, -le respondió Policarpo-, sé que eres el primogénito de Satanás”. El santo obispo había heredado este aborrecimiento hacia las herejías de su maestro San Juan, quien salió huyendo de los baños, al ver a Cerinto. Ellos comprendían el gran daño que hace la herejía[4].
San Policarpo besó las cadenas de San Ignacio, cuando éste pasó por Esmirna, camino del martirio, e Ignacio a su vez, le recomendó que velara por su lejana Iglesia de Antioquía y le pidió que escribiera en su nombre a las Iglesias de Asia, a las que él no había podido escribir. San Policarpo escribió poco después a los Filipenses una carta que se conserva todavía, la cual en tiempos de San Jerónimo se leía públicamente en las iglesias, mereciendo toda admiración por la excelencia de sus consejos y la claridad de su estilo. Policarpo emprendió un viaje a Roma para aclarar ciertos puntos con el Papa San Aniceto, especialmente la cuestión de la fecha de la Pascua, porque las Iglesias de Asia diferían de las otras en este particular. Como Aniceto no pudiese convencer a Policarpo ni éste a aquél, convinieron en que ambos conservarían sus propias costumbres y permanecerían unidos por la caridad. Para mostrar su respeto por San Policarpo, Aniceto le pidió que celebrara la Eucaristía en su Iglesia. A esto se reduce todo lo que sabemos sobre San Policarpo, antes de su martirio[5].

         Mensaje de santidad.

         El mensaje de santidad de San Policarpo, además de toda su vida de gracia, radica en el martirio que sufrió, dando admirable testimonio de Nuestro Señor Jesucristo. Por la sabiduría celestial de sus respuestas a sus verdugos, que lo instaban a apostatar, y por los maravillosos prodigios que se sucedieron en su muerte, se puede decir que en San Policarpo -en su vida, pero sobre todo, en su martirio-, se cumplen las siguientes palabras de la Escritura: “Queridos hermanos: Estad alegres cuando compartís los padecimientos de Cristo, para que, cuando se manifieste su gloria, reboséis de gozo. Si os ultrajan por el nombre de Cristo, dichosos vosotros: porque el Espíritu de la gloria, el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros” (1 Pe 4, 13-14).
Su martirio es narrado de la siguiente manera, por Butler[6]; nuestro comentario irá en cursiva: “El año sexto de Marco Aurelio, según la narración de Eusebio, estalló una grave persecución en Asia, en la que los cristianos dieron pruebas de un valor heroico. Germánico, quien había sido llevado a Esmirna con otros once o doce cristianos se señaló entre todos, y animó a los pusilánimes a soportar el Martirio. En el anfiteatro, el procónsul le exhortó a no entregarse a la muerte en plena juventud, cuando la vida tenía tantas cosas que ofrecerle, pero Germánico provocó a las fieras para que le arrebataran cuanto antes la vida perecedera. Pero también hubo cobardes: un frigio, llamado Quinto, consintió en hacer sacrificios a los dioses antes que morir. La multitud no se saciaba de la sangre derramada y gritaba: “¡Mueran los enemigos de los dioses! ¡Muera Policarpo!”. Los amigos del santo le habían persuadido que se escondiera, durante la persecución, en un pueblo vecino. Tres días antes de su martirio tuvo una visión en la que aparecía su almohada envuelta en llamas; esto fue para él una señal de que moriría quemado vivo como lo predijo a sus compañeros. Cuando los perseguidores fueron a buscarle, cambió de refugio, pero un esclavo, a quien habían amenazado si no le delataba, acabó por entregarle.
Los autores de la carta de la que tomamos estos datos, condenan justamente la presunción de los que se ofrecían espontáneamente al martirio y explican que el martirio de San Policarpo fue realmente evangélico, porque el santo no se entregó, sino que esperó a que le arrestaran los perseguidores, siguiendo el ejemplo de Cristo. El testimonio es importante, porque si bien la apostasía es “martirio por defecto”, si podemos decir así, la temeridad es “martirio por exceso”; ninguna de las dos opciones es evangélica, por lo que si San Policarpo se hubiera entregado espontáneamente al martirio, habría pecado por temeridad, lo cual, evidentemente, no hizo.
Herodes, el jefe de la policía, mandó por la noche a un piquete de caballería a que rodeara la casa en que estaba escondido Policarpo; éste se hallaba en la cama, y rehusó escapar, diciendo: “Hágase la voluntad de Dios”. Esto confirma lo que afirmábamos recién, acerca del verdadero martirio de Policarpo, pues ni huyó –apostasía- ni tampoco se entregó espontáneamente –temeridad-.
Descendió, pues, hasta la puerta, ofreció de cenar a los soldados y les pidió únicamente que le dejasen orar unos momentos. Habiéndosele concedido esta gracia, Policarpo oró de pie durante dos horas, por sus propios cristianos y por toda la Iglesia. Hizo esto con tal devoción, que algunos de los que habían venido a aprehenderle se arrepintieron de haberlo hecho. Montado en un asno fue conducido a la ciudad. Imita en todo a Nuestro Señor Jesucristo: como Él, que oró en el Huerto antes de ser entregado, también Policarpo ora antes de ser entregado a las autoridades; como Nuestro Señor, que entró en Jerusalén el Domingo de Ramos montado en un asno, también Policarpo al iniciar su martirio. Pero no es mera imitación exterior, sino verdadera participación mística y sobrenatural, a la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.
En el camino se cruzó con Herodes y el padre de éste, Nicetas, quienes le hicieron venir a su carruaje y trataron de persuadirle de que no “exagerase” su cristianismo: “¿Qué mal hay -le decían- en decir Señor al César, o en ofrecer un poco de incienso para escapar a la muerte?”. Hay que notar que la palabra “Señor” implicaba en aquellas circunstancias el reconocimiento de la divinidad del César. El obispo permaneció callado al principio; pero, como sus interlocutores le instaran a hablar, respondió firmemente: “Estoy decidido a no hacer lo que me aconsejáis”. Al oír esto, Herodes y Nicetas le arrojaron del carruaje con tal violencia, que se fracturó una pierna. Es admirable el testimonio en favor de Nuestro Señor Jesucristo, como el Único Dios y Señor al que hay que servir y adorar, y su rechazo absoluto a reconocer a un falso dios como el César. Su testimonio es tanto más válido hoy, cuando las multitudes de cristianos, sin necesidad de tirano alguno que las obligue a apostatar de Jesucristo y a adorar a los ídolos, se entregan por sí mismas a estos modernos ídolos neo-paganos y luciferinos –Gauchito Gil, Difunta Correa, San La Muerte, el dinero, el placer, entre muchos otros más-, postrándose ante ellos y abandonando al Dios de la Eucaristía, Jesús, en el sagrario.
El santo se arrastró calladamente hasta el sitio en que se hallaba reunido el pueblo. A la llegada de Policarpo, muchos oyeron una voz que decía: “Sé fuerte, Policarpo, y muestra que eres hombre”. El procónsul le exhortó a tener compasión de su avanzada edad, a jurar por el César y a gritar: “¡Mueran los enemigos de los dioses!”. El santo, volviéndose hacia la multitud de paganos reunida en el estadio, gritó: “¡Mueran los enemigos de Dios!”. El procónsul repitió: “Jura por el César y te dejaré libre; reniega de Cristo”. “Durante ochenta y seis años he servido a Cristo, y nunca me ha hecho ningún mal. ¿Cómo quieres que reniegue de mi Dios y Salvador? Si lo que deseas es que jure por el César, he aquí mi respuesta: Soy cristiano. Y si quieres saber lo que significa ser cristiano, dame tiempo y escúchame”. El procónsul dijo: “Convence al pueblo”. El mártir replicó: “Me estoy dirigiendo a ti, porque mi religión enseña a respetar a las autoridades si ese respeto no quebranta la ley de Dios. Pero esta muchedumbre no es capaz de oír mi defensa”. En efecto, la rabia que consumía a la multitud le impedía prestar oídos al santo. Al dar testimonio del Hombre-Dios, Policarpo da testimonio también del verdadero hombre, el Nuevo Ser Humano, aquel que es regenerado por la gracia santificante y convertido en hijo adoptivo de Dios y en respuesta a la voz que le dijo que “mostrara que era hombre”, San Policarpo, con la valentía del León de Judá, Jesucristo, desafía a la multitud, pero no por sí mismo, sino para defender el honor de Dios Trino, ultrajado por el gentío que ensalza a los falsos dioses. Reconoce a Jesucristo como el Dios al que ha servido durante toda su vida –ochenta y seis años- y el cual “nunca le hizo daño”, por lo que no ve razón para renegar de Él. La multitud, enardecida, muestra que el necio se aturde con sus propios palabreríos y griteríos inútiles, los cuales impiden escuchar la voz de Dios, que está “en la suave brisa”, es decir, en el silencio interior. Por esta razón, San Policarpo no puede convencer a la multitud, situación que se repite en nuestros días, al ver cómo las multitudes acuden a los estadios de fútbol el Domingo, Día del Señor, para gritar enfervorizados y rendirle loas y pleitesía al dios pagano del fútbol, en vez de acudir a la Santa Misa Dominical, para recibir en la Eucaristía a su Dios y Señor, Jesucristo, y adorarlo en sus corazones.
El procónsul le amenazó: “Tengo fieras salvajes”. “Hazlas venir -respondió Policarpo-, porque estoy absolutamente resuelto a no convertirme del bien al mal, pues sólo es justo convertirse del mal al bien”. El procónsul replicó: “Puesto que desprecias a las fieras te mandaré quemar vivo”. Policarpo le dijo: “Me amenazas con fuego que dura un momento y después se extingue; eso demuestra ignoras el juicio que nos espera y qué clase de fuego inextinguible aguarda a los malvados. ¿Qué esperas? Dicta la sentencia que quieras”. Impresionante testimonio del destino de dolor eterno en el Infierno, que le espera a los que voluntariamente permanecen en la malicia de sus corazones. San Policarpo advierte acerca del fuego del Infierno, un “fuego inextinguible” destinado a los “malvados”, a los que niegan a Dios y su Cristo; un fuego terrible que hace arder al cuerpo y al espíritu del condenado, y frente a cuya ferocidad, el fuego de la tierra es poco más que un soplo.
Durante estos discursos, el rostro del santo reflejaba tal gozo y confianza y actitud tenía tal gracia, que el mismo procónsul se sintió impresionado. Sin embargo, ordenó que un heraldo gritara tres veces desde el centro del estadio: “Policarpo se ha confesado cristiano”. Al oír esto, la multitud exclamó: “¡Este es el maestro de Asia, el padre de los cristianos, el enemigo de nuestros dioses que enseña al pueblo a no sacrificarles ni adorarles!”. Como la multitud pidiera al procónsul que condenara a Policarpo a los leones, aquél respondió que no podía hacerlo, porque los juegos habían sido ya clausurados. Entonces gentiles y judíos pidieron que Policarpo fuera quemado vivo. El rostro luminoso del santo y la sabiduría celestial de sus palabras, son una muestra de la inhabitación del Espíritu Santo en él, y el fuego material con el que los paganos y herejes pretenden quemar su cuerpo para darle el muerte, es imagen del Fuego de Amor, el Espíritu Santo, con el que Dios hace arder el corazón de San Policarpo, dándole el Amor y la Vida de Dios a su alma.
En cuanto el procónsul accedió a su petición, todos se precipitaron a traer leña de los hornos, de los baños y de los talleres. Al ver la hoguera prendida, Policarpo se quitó los vestidos y las sandalias, cosa que no había hecho antes porque los fieles se disputaban el privilegio de tocarle. Los verdugos querían atarle, pero él les dijo: “Permitidme morir así. Aquél que me da su gracia para soportar el fuego me la dará también para soportarlo inmóvil”. Si no fuera por la Presencia del Espíritu Santo en su alma, nunca habría podido soportar el fuego material con el que quemaron su cuerpo; las palabras de San Policarpo, son una vez más, testimonio de que es el Espíritu Santo el que da fortaleza y sabiduría a los mártires, y que también habla a través de ellos, por lo que las palabras de los mártires bien puede decirse que están inspiradas por Dios.
Los verdugos se contentaron pues, con atarle las manos a la espalda. Alzando los ojos al cielo, Policarpo hizo la siguiente oración: “¡Señor Dios Todopoderoso, Padre de tu amado y bienaventurado Hijo, Jesucristo, por quien hemos venido en conocimiento de Ti, Dios de los ángeles, de todas las fuerzas de la creación y de toda la familia de los justos que viven en tu presencia! ¡Yo te bendigo porque te has complacido en hacerme vivir estos momentos en que voy a ocupar un sitio entre tus mártires y a participar del cáliz de tu Cristo, antes de resucitar en alma y cuerpo para siempre en la inmortalidad del Espíritu Santo! ¡Concédeme que sea yo recibido hoy entre tus mártires, y que el sacrificio que me has preparado Tú, Dios fiel y verdadero, te sea laudable! ¡Yo te alabo y te bendigo y te glorifico por todo ello, por medio del Sacerdote Eterno, Jesucristo, tu amado Hijo, con quien a Ti y al Espíritu sea dada toda gloria ahora y siempre! ¡Amén!”. Hermosísima oración de adoración, de alabanzas, de acción de gracias, a Dios Trino, además de ser una profesión de fe en la bienaventuranza eterna, prometida para aquellos que den sus vidas en testimonio del Cordero de Dios, Cristo Jesús. Otro aspecto que se destaca en esta bellísima oración, es no solo la serenidad, la alegría y el gozo, en los instantes previos a la muerte, lo cual es signo de la Presencia de Dios en el alma, porque si no fuera así, estaría desesperado, sino además la acción de gracias por el don del martirio, concedido por Dios solo a los elegidos.
No bien había acabado de decir la última palabra, cuando la hoguera fue encendida. “Pero he aquí que entonces aconteció un milagro ante nosotros, que fuimos preservados para dar testimonio de ello -escriben los autores de esta carta-: las llamas, encorvándose como las velas de un navío empujadas por el viento, rodearon suavemente el cuerpo del mártir, que entre ellas parecía no tanto un cuerpo devorado por el fuego, cuanto un pan o un metal precioso en el horno; y un olor como de incienso perfumó el ambiente”. Los verdugos, recibieron la orden de atravesar a Policarpo con una lanza; al hacerlo, brotó de su cuerpo una paloma y tal cantidad de sangre, que la hoguera se apagó[7]. El Fuego del Divino Amor, que ardía ya en el alma del santo, es el que domina al fuego material, mera creatura, para que, más que provocarle dolor, lo acariciara y convirtiera su cuerpo en figura de la Eucaristía, ya que el cuerpo del santo abrasado por el fuego parecía “pan” y la Eucaristía es el Pan Vivo bajado del cielo, cocido en el Fuego del Divino Amor; el Fuego del Divino Amor hace parecer también, al cuerpo del mártir, al “metal precioso en el horno”, lo cual se condice con la realidad, pues el santo es acrisolado en el fuego, como el oro, es decir, su amor es purificado por el Fuego de Amor que es el Espíritu Santo, para que su amor por Dios sea puro y santo como Dios, que es Amor Puro y Santo. El olor a incienso que perfumó el ambiente al morir San Policarpo, es signo de que toda su humanidad había sido convertida en oración agradable a Dios, que subía ahora, unida al sacrificio de Cristo, como incienso de agradable perfume, hasta el trono de su majestad en los cielos. La paloma que sale de su pecho atravesado por la lanza, junto con la sangre que apaga el fuego, es participación al lanzazo recibido por Jesucristo luego de morir: al atravesar su Corazón, la lanza abrió su Costado, del cual salió su Sangre, inhabitada por el Espíritu Santo, el cual, derramado por el Padre sobre la humanidad, apagara el fuego de las pasiones del hombre pecador.
Nicetas aconsejó al procónsul que no entregara el cuerpo a los cristianos, no fuera que estos, abandonando al Crucificado, adorasen a Policarpo. Los judíos habían sugerido esto a Nicetas, “sin saber -dicen los autores de la carta- que nosotros no podemos abandonar a Jesucristo ni adorar a nadie porque a Él le adoramos como Hijo de Dios, y a los mártires les amamos simplemente como discípulos e imitadores suyos, por el amor que muestran a su Rey y Maestro”. Viendo la discusión provocada por los judíos, el centurión redujo a cenizas el cuerpo del mártir. “Más tarde -explican los autores de la carta- recogimos nosotros los huesos, más preciosos que las más ricas joyas de oro, y los depositamos en un sitio donde Dios nos concedió reunirnos, gozosamente, para celebrar el nacimiento de este mártir”. Esto escribieron los discípulos y testigos. Policarpo recibió el premio de sus trabajos, a las dos de la tarde del 23 de febrero de 155, o 166, u otro año. Como muestra de la participación en la Pasión del Señor hasta lo último, también con el cuerpo del santo intentan los enemigos de Dios lo mismo que intentaron con el Cuerpo de Nuestro Señor, esto es, ocultarlo, además de inventar las mismas mentiras que inventaron con Nuestro Señor. Y si las reliquias del santo, que son sólo huesos, son “más preciosas que el oro”, ¡cuánto más la gracia santificante de Nuestro Señor Jesucristo, que nos concede la participación en la vida divina de Dios Uno y Trino!




[1] http://www.corazones.org/santos/policarpo.htm
[2] http://www.liturgiadelashoras.com.ar/
[3] Cfr. Butler, Vida de los Santos, 172-175. Existe una muy vasta literatura sobre San Policarpo y todo lo relacionado con él. Los principales puntos de discusión que pueden interesarnos son los siguientes: 1) la autenticidad de la carta que describe su martirio, escrita en nombre de la Iglesia de Esmirna: 2) la autenticidad de la carta de San Ignacio de Antioquía a San Policarpo; 3) la autenticidad de la carta de San Policarpo a los filipenses; 4) el valor de las informaciones que San Ireneo y otros autores primitivos nos dan sobre las relaciones de San Policarpo con el apóstol San Juan; 5) la fecha del martirio; 6) el valor de la Vida de Policarpo atribuida a Pionio. Por lo que toca a los cuatro primeros puntos, se puede decir que los especialistas sobre la Iglesia primitiva, se declaran casi unánimemente en favor de la tradición ortodoxa. Las conclusiones a las que llegaron tan laboriosamente, Lightfoot y Funk han sido finalmente aceptadas casi por unanimidad. Por consiguiente, dichos documentos pueden considerarse entre los más preciosos recuerdos que han llegado hasta nosotros sobre los primeros pasos en la vida de la Iglesia. Esos documentos que se encuentran reunidos en la obra inapreciable de Lightfoot, The Apostolic Fathers, Ignatius and Polycarp, 3 vols., y en la edición abreviada en un solo volumen de J. R. Harmer, The Apostolic Fathers (1891). En cuanto a la fecha del martirio, los escritores primitivos, basándose en la Crónica de Eusebio, aceptaban sin discusión que San Policarpo había muerto el año 166; pero los críticos actuales sitúan el martirio en los años 155 o 156. Ver, sin embargo, J. Chapman, quien en la Revue Bénédictine, vol. xix, pp. 145 ss., expone los motivos por los que prefiere el año 166; H. Grégoire, en Analecta Bollandiana, Vol. LXIX (1951), pp. 1-38, arguye largamente en favor del año 177.
[4] Cfr. Butler, ibidem.
[5] Cfr. Butler, ibidem.
[6] Cfr. Vida de los santos.
[7] De la Carta de la Iglesia de Esmirna sobre el martirio de san Policarpo, Cap. 13, 2--15, 2: Funk 1, 297-299.

miércoles, 22 de febrero de 2017

Fiesta de la Cátedra de San Pedro


       
         ¿Qué es lo que celebramos los católicos en la Fiesta de la Cátedra de Pedro? Porque al estar del significado de las palabras, puesto que “cátedra” significa asiento, trono, silla, estaríamos literalmente celebrando a un objeto: asiento, trono, silla. Para responder a la pregunta, es necesario reflexionar acerca del sentido espiritual de la expresión “Cátedra de San Pedro”.
La palabra “cátedra” significa asiento o trono y es a su vez la raíz de la palabra “catedral”, que es la iglesia donde un obispo tiene el trono desde el que predica. Sinónimo de cátedra es también “sede” (asiento o sitial): la “sede” es el lugar desde donde un obispo gobierna su diócesis. Por ejemplo, la “Santa Sede” es la sede del obispo de Roma, el Papa. Ahora bien, la cátedra –sede, sillón, trono- de Pedro, el Vicario de Cristo, es en realidad el trono que Carlos el Calvo –nieto de Carlomagno- regaló al papa Juan VIII y en el que fue coronado emperador el día de Navidad del año 875[1].
Lo que los católicos celebramos en este día es lo que se denomina “ministerium petrinum”, esto es, el primado y la autoridad de San Pedro[2] concedidos por el Sumo y Eterno Sacerdote, el Hombre-Dios Jesucristo al decir en el Evangelio a Simón Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18) y también “Confirma en la fe a tus hermanos” (Lc 22, 32). Este encargo le es dado por Jesús a Pedro luego de que Pedro, iluminado por el Espíritu Santo, confesara la fe en Jesucristo en cuanto Hombre-Dios y en cuanto Mesías: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo (…) Te felicito Pedro, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo” (cfr. Mt 16, 16-17). Es decir, según Juan Pablo II, Jesucristo confía a Pedro, Jefe de los Apóstoles, una tarea -oficio o ministerio-: “confirmar y guiar a la Iglesia en la unidad de la fe”. Continúa Juan Pablo II: “En esto consiste el “ministerium petrinum”, ese servicio peculiar que el obispo de Roma está llamado a rendir a todo el pueblo cristiano. Misión indispensable, que no se basa en prerrogativas humanas, sino en Cristo mismo como piedra angular de la comunidad eclesial”. La tarea del Papa –siempre según Juan Pablo II- en cuanto Vicario de Cristo, es procurar que la Iglesia crea y profese, en forma unánime, “las verdades de fe y de moral transmitidas por los apóstoles”.
Cuando el Papa ejerce este oficio “ex catedra”, desde la cátedra, desde la sede, es infalible, pero es infalible en tanto y en cuanto no se aleje de la Verdad revelada, sino que, con su autoridad, profundice cada vez más en ella, para alegría del Pueblo fiel. El dogma de la infalibilidad papal no atañe a los proyectos personales de un pontífice particular, en un momento dado de la historia, ni a la imagen que el Pontífice tenga de la Iglesia, ni tampoco a sus deseos personales, por cuanto buenos puedan ser. La infalibilidad papal se da en la Cátedra de Pedro cuando el Papa, Sucesor del Apóstol Pedro, enseña desde la cátedra, de modo infalible, la Doctrina de Jesús, es decir, la Verdad Revelada por el Hombre-Dios Jesucristo. El dogma de la infalibilidad papal afirma que el Papa, como maestro de la fe y de la vida cristiana, no se puede equivocar cuando habla, enseña, santifica y gobierna excátedra con la autoridad conferida a él por Cristo, es decir, cuando se comporta como doctor o pastor universal de la Iglesia (episcopus servus servorum Dei)[3].
El dogma de la infalibilidad papal es válido sólo cuando el Sucesor de Pedro ejercita el ministerio petrino ya sea proclamando un nuevo dogma, o definiendo una doctrina en modo definitivo como revelada, o cuando el Papa, en la misma línea de la doctrina de la Iglesia, enseña sobre ética y moral en el campo social[4]. En otras palabras, un Pontífice no es garante de sí mismo o de sus propias ideas; por el contrario, es constituido Vicario de Cristo para garantizar continuidad, estabilidad, firmeza, confirmación y doctrina de la Ley de Dios en el mundo y, en caso de ser necesario, defenderla hasta el derramamiento de la propia sangre, a imitación de la Cabeza de la Iglesia, Cristo Jesús, quien dio su vida por nuestra salvación. Podemos decir que el que es infalible es Pedro, no Simón.
Un ejemplo concreto de la infalibilidad nos lo brinda Juan Pablo II en la carta apostólica Ordinatio sacerdotalis[5], en lo referente a la ordenación sacerdotal de las mujeres: “Por lo tanto, con el fin de quitar toda duda acerca de una cuestión de gran importancia, que afecta a la misma constitución divina de la Iglesia, en virtud de mi ministerio de confirmar a los hermanos, declaro que la Iglesia no tiene, de ninguna manera, el poder de conferir a las mujeres la ordenación sacerdotal y que esta sentencia debe ser tenida en modo definitivo por parte de todos los fieles de la Iglesia”.
Lo que podemos observar es que el Papa afirma que todos los fieles deben retener en modo definitivo esta doctrina (sentencia) de la Iglesia, lo cual implica que ningún sucesor podrá nunca cambiar esta enseñanza. Según un autor, “el modo definitivo se da cuando el Papa se expresa por sí mismo, empeñando directamente su tarea de confirmar en la fe, o en comunión con el episcopado difundido sobre toda la tierra, la doctrina de la Iglesia”. De esta manera, la Iglesia tiene lo que necesita para su obra universal (católica), que es la difusión de una sola fe, en un solo Señor y en un solo bautismo, convirtiéndose Roma, como decía Pío XII, “en centro, no del poder, sino de la fe”[6].
Por último, para terminar de aprehender el sentido espiritual de esta festividad, podemos considerar las palabras del entonces cardenal Ratzinger: “El Papa no es el señor supremo –desde la época de Gregorio Magno ha asumido el título de “siervo de los siervos de Dios”– sino que debería ser el garante de la obediencia, de la conformidad de la Iglesia a la voluntad de Dios, excluyendo todo arbitrio de su parte. El Papa no puede decir: “La Iglesia soy yo”, o “La tradición soy yo”; al contrario, tiene vínculos precisos, encarna la obligación de la Iglesia a conformarse o configurarse según la Palabra de Dios. Si en la Iglesia surgen tentaciones de obrar diversamente, como elegir el camino más cómodo, debe preguntarse si eso es lícito (y es obvio que no lo es). El Papa no es, por lo tanto, un órgano que pueda dar vida a otra Iglesia, sino que es un muro contra el arbitrio. Doy un ejemplo: por el Nuevo Testamento sabemos que el matrimonio sacramental es indisoluble. Hay corrientes de opiniones que sostienen que el Papa podría abrogar esta obligación. Pero no es así. Y en enero del 2000, dirigiéndose a los jueces romanos, el Papa ha dicho que, respecto a la tendencia de querer ver revocado el vínculo de la indisolubilidad del matrimonio, él (el Papa) no puede hacer todo lo que quiere, sino que, por el contrario, debe acentuar la obediencia, debe proseguir también en este sentido el gesto del lavado de los pies”[7].
Entonces, lo que celebramos los católicos en la Fiesta de la Cátedra de San Pedro no es, obviamente, un objeto –la silla, sede o trono-, sino el “ministerio petrino”, el encargo o misión confiado por Jesús a Pedro, su Vicario en la tierra, encargo que consiste en el “confirmar en la fe a sus hermanos”, es decir, a nosotros, el Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica. Este ministerio petrino es infalible cuando el Papa habla, como pastor o doctor universal, desde la cátedra –ex catedra-, hacia el Pueblo de Dios, porque está asistido por el Espíritu Santo, pero pierde su infalibilidad cuando el Papa no habla como Pedro sino como Simón, es decir, cuando –hipotéticamente- enseñara, una fe que no es la de Pedro, como por ejemplo, que Jesús no es “el Mesías, el Hijo de Dios Vivo”, esto es, la Segunda Persona de la Trinidad Encarnada en Jesús de Nazareth y que continúa y prolonga su Encarnación en la Eucaristía y que la Misa es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, o cuando abrogara sentencias definitivas, como la que enseña que la Iglesia no tiene, ni tuvo, ni tendrá, la potestad para ordenar mujeres en el sacerdocio ministerial. en estos casos, no estaría asistido por el Espíritu Santo, sino por sus propios pensamientos o, peor aún, por los de Satanás, como nos enseña Jesús, cuando en el Evangelio el mismo Simón se opone a que Jesús sufra su Pasión y Cruz, siendo severamente reprochado por el mismo Hombre-Dios: “¡Vade retro, Satan! Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (Mc 8, 27-33).
Por lo tanto, los católicos celebramos, en esta Fiesta, la asistencia del Espíritu Santo a la Sede de Pedro, la Santa Sede, en lo que respecta a lo más importante en esta vida, que es la fe y la moral, esto es, la fe en Jesús, el Hombre-Dios, y cómo vivir esta fe, de manera que seamos considerados, al final de nuestra vida terrena, de ser dignos de ser conducidos al Reino de los cielos, a la Jerusalén celeste, “cuya Lámpara es el Cordero” (Ap 21, 23).


[1] Durante muchos años la silla fue utilizada por el Papa y sus sucesores durante las ceremonias litúrgicas, hasta que fue incorporada al Altar de la Cátedra de Bernini en 1666.
[2] http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=saintfeast&localdate=20170222&id=234&fd=1
[3] El beato Pío IX proclamó el dogma de la infalibilidad papal el 18 de julio de 1870, con la constitución dogmática Pastor aeternus.
[4] cfr. Juan Pablo II, Ad tuendam fidem.
[5] Del 22.5.1994.
[6] Cfr. Radiomensaje del 13.5.1942, en ocasión del 25° aniversario de su consagración episcopal y de la Primera Aparición Mariana en Fátima.
[7] Cfr. Dio e il mondo, Ediciones San Pablo, 425, 2001.

martes, 21 de febrero de 2017

Beatos Francisco y Jacinta Marto


         Vida de santidad de los beatos Francisco y Jacinta Marto.

         Francisco Marto nació el 11 de junio de 1908 y murió el 4 de abril de 1919[1]. De los tres pastorcitos, él sólo vio y experimentó la presencia de la Virgen, aunque no escuchó su voz en ningún momento. Séptimo hijo de Manuel y Olimpia Marto, de cabellos claros y ojos oscuros, gustaba de jugar con otros niños, aunque no se destacaba por poseer un gran espíritu de competencia. Ante un trato injusto no se quejaba nunca y, cuando se trataba de posesiones preciadas, como un pañuelo que tenía la imagen de la Virgen, prefería regalarlas, para evitar las discordias, frecuentes entre los niños por cuestiones de este tipo. De espíritu pacificador, sin embargo poseía al mismo tiempo una gran valentía, tal como lo demostró cuando fue interrogado por el alcalde[2]. Solía gastar bromas con su hermano, como todos los niños –por ejemplo, le gustaba poner objetos raros no comestibles en la boca de su hermano cuando dormía- y se destacaba también por el gran amor a la naturaleza y en particular los animales. Una vez le dio un centavo, todo el dinero que tenía, a un amigo a cambio de un pájaro que este tenía, solo para ponerlo en libertad. Tocaba la flauta de caña mientras Lucía y su hermana Jacinta cantaban y bailaban. Francisco era un muchacho bueno y amable, no era santo, pero mostraba predisposición para recibir la gracia de Dios, que le sería dada y de un modo muy especial, con el tiempo.
De los tres pastorcitos, Francisco fue el único que no escuchó las palabras de la Virgen, aunque si la vio y experimentó su presencia. Fue Lucía la encargada de transmitirle el mensaje de la Virgen después de la primera aparición; en el mensaje la Virgen anunciaba que “Francisco iría al cielo” pero que “debía rezar muchos Rosarios”, cosa que Francisco hizo de inmediato. En la segunda aparición Lucía pregunta si iría al cielo y en la respuesta, la Virgen hace mención de Francisco: le responde que Francisco y Jacinta “irían pronto” –lo cual sucedió así, efectivamente-, pero que Lucía tendría que “esperar un tiempo”. Las cosas sucedieron tal como les anticipó la Virgen, pues mientras Francisco y Jacinta murieron al poco tiempo, Lucía, ya profesa Carmelita, murió mucho después, el 13 de febrero del 2005, a los 97 años de edad.
En la tercera aparición, los niños fueron protagonistas de una experiencia mística concedida por el cielo a los grandes santos: la Virgen no sólo les mostró el Infierno, sino que, en cierta manera, o los llevó allí, o bien los hizo experimentar la realidad del mismo de un modo sumamente real y verdadero. Esta visión y experiencia mística del Infierno produjo un gran cambio en sus almas, no en el sentido de un miedo paralizante y por lo tanto inútil e improductivo, sino en el sentido de que les concedió un gran crecimiento desde el punto de vista espiritual, al punto que, considerado esto último, la vida espiritual, ya no parecían niños –infantiles-, sino que su comportamiento –penitencia, sacrificio, oración, caridad- era el de los grandes santos. Es decir, lejos de intimidarlos, o de “traumatizarlos”, como se diría en el lenguaje moderno, los pastorcitos se fortalecieron espiritualmente, creciendo admirablemente en lo más importante de la vida espiritual: el amor a Dios y a los pecadores, por los cuales hicieron grandes penitencias y dedicaron todas sus preocupaciones y oraciones. Parte de este crecimiento espiritual se dio por medio de la persecución sufrida por parte del alcalde del distrito, perteneciente a la secta de la Masonería, el Sr. Artur de Oliveira Santos, el cual intentó amedrentar a los niños encerrándolos en un calabozo y amenazándolos con hacerlos hervir en una caldera con aceite hirviendo si no declaraban que todo lo relativo a las apariciones y secretos de la Virgen eran mentiras e inventos suyos. De esta manera, con su corta edad, los Pastorcitos de Fátima tuvieron el honor de ser perseguidos por el Nombre de Jesucristo.
Poco antes de finalizar la Primera Guerra Mundial en agosto de 1918, tanto Francisco como Jacinta adquirieron el virus de la gripe, siendo esta infección viral la que terminó con sus vidas, luego de presentarse diversas complicaciones. Francisco, sabiendo que estaba ya cercana su partida al cielo, pidió recibir la Primera Comunión en abril de 1919, falleciendo a la mañana del día siguiente, el 4 de abril a las 10 de la mañana, con un resplandor celestial en su rostro, que no se condecía con el agotamiento producido previamente por la mortal enfermedad que padecía. Fue sepultado en el cementerio de Fátima al otro lado de la iglesia parroquial y luego su cuerpo fue trasladado al Santuario de Cova de Iría.
En cuanto a Jacinta, al contagiarse la gripe, fue trasladada a un hospital a pocos kilómetros de distancia de su familia. No se quejó en ningún momento, porque la Virgen le había anticipado que iría a dos hospitales, pero no para curarse si no para sufrir por el amor de Dios y para reparar por las ofensas que los pecadores hacían a los Corazones de Jesús y María. Luego de dos meses de dolorosos tratamientos en el primer hospital, regresó a casa, pero al poco tiempo contrajo tuberculosis, por lo que fue enviada a Lisboa, primeramente a un orfanato católico donde podía asistir a la Misa y ver el Tabernáculo –desde la ventana de su habitación se veía la capilla, y Jacinta pedía que corrieran su cama y la acercaran a la ventana, para estar más cerca de Jesús Eucaristía-, lo que la hacía feliz. Sin embargo, luego fue trasladada al segundo hospital profetizado por la Santísima Madre, donde Jacinta debía hacer su última ofrenda muriendo completamente sola –hecho que también fue anticipado por la Virgen-. Su cuerpo descansa en el Santuario construido Cova da Iria, donde la Señora se le había aparecido[3].

         Mensaje de santidad de los beatos Francisco y Jacinta.

         Una vez finalizadas las apariciones, Francisco asistía al colegio, pero prefería pasar tiempo rezando al “Jesús Escondido” en el tabernáculo. Su preocupación más grande era traer consuelo al Señor y al corazón de su Santísima Madre. Cuando le preguntaban que quería ser cuando grande, Francisco contestaba “No quiero ser nada, solo quiero morir e ir al cielo”[4]. Es decir, mientras la inmensa mayoría de los niños, ante esta pregunta, dicen qué es lo que ellos quieren ser, Francisco, movido por el Espíritu Santo, respondía qué es lo que Dios quería que fuera: santo. Por eso es que su respuesta sería así: “No quiero ser nada (del mundo), solo quiero morir (santo) e ir al cielo”. Un mensaje que nos deja Francisco, entonces, es el de no pensar tanto en lo que nosotros queremos ser, sino en qué es lo que Dios quiere que nosotros seamos, esto es, santos. Otro mensaje de santidad de Francisco es el espíritu de amor y reparación para con Dios ofendido en el sagrario por los hombres ingratos, y es así que, junto con Jacinta y Lucía, “de todo hacía sacrificio”, como les había enseñado el Ángel, y lo ofrecía, con espíritu de piedad, de penitencia y de amor, para consolar al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, abandonado en los sagrarios. Francisco se caracterizó también por pasar largas horas “pensando en Dios”, como él decía, por lo que siempre fue considerado como un contemplativo, lo cual nos hace ver que la contemplación mística de la Trinidad y del Verbo Encarnado, Presente en Persona en la Eucaristía, no es propia de adultos que viven en monasterios –monjes-, sino también que es posible en niños como Francisco. Entonces, Francisco nos deja ante todo, como mensaje de santidad, el deseo de ir al cielo y no el alcanzar objetivos mundanos: “No quiero ser nada (del mundo), solo quiero morir (santo) e ir al cielo”, además del espíritu de amor y reparación hacia “Jesús escondido”, es decir, Jesús en la Eucaristía.
Por su parte, Jacinta tenía el don del sacrificio, un gran amor por María, el Santo Padre y un deseo de salvar a los pecadores, esto último se acentuó de modo particular luego de la experiencia mística que los Pastorcitos tuvieron del Infierno. Para hacer reparación, el Ángel, les había recomendado que oraran diciendo siempre la oración que Nuestra Señora les había enseñado: “Oh Jesús, es por Vuestro amor, por la conversión de los pecadores y en reparación por los pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María”[5]. Con Francisco y Lucía, repetía constantemente esta oración, y hacia el final de su vida, ofreció todos los dolores y mortificaciones de su mortal enfermedad, pidiendo por la conversión de los pecadores, para que “no fuera ninguno al Infierno”. Quería que todos los hombres supiéramos lo que es el Infierno, para que así dejáramos de ofender a Jesús en la Eucaristía e hiciéramos méritos para alcanzar el cielo.

viernes, 17 de febrero de 2017

Los siete santos fundadores de la Orden de los Siervos de María


Vida de santidad.

Estos santos, conocidos como “Los Siete Santos Fundadores de la Orden de los Servidores de la Virgen María”, eran siete comerciantes, amigos entre sí, de la ciudad de Florencia, Italia[1], cuyos nombres eran: Alejo, Amadeo, Hugo, Benito, Bartolomé, Gerardino y Juan. Además de ser santos que eran amigos entre sí –la amistad verdadera y fundada en Cristo es señal de la Presencia del Espíritu Santo en una persona-, tienen la particularidad de haber fundado, los siete, la Orden de los Servidores de la Virgen María, y lo particular es la cantidad, ya que en la mayoría de las fundaciones de órdenes y congregaciones religiosas, los fundadores son, en la gran mayoría de los casos, uno solo y, en pocos casos, dos o tres y no siete, como en este caso. Pero la otra particularidad es la forma en la que recibieron la gracia fundacional: si bien ellos pertenecían a una asociación de devotos de la Virgen María que había en Florencia, todavía no habían fundado la Orden, y la recibieron a esta de una manera tal que no quedan dudas de su origen celestial: la recibieron todos, estando en distintos lugares, el mismo día -el 15 de Agosto, día de la Asunción de la Virgen- y de la misma manera, es decir, en el pensamiento y en el deseo de apartarse del mundo, hacer penitencia, dedicarse a la vida de santidad e ir al Monte Senario a rezar y allí fundar la Orden. La gracia fundacional la recibieron, en las circunstancias que hemos relatado, el 15 de Agosto del año 1233, fiesta de la Asunción de María Santísima, y la a hacer penitencia. Vendieron sus bienes, repartieron el dinero a los pobres y la pusieron en práctica el 8 de septiembre, día del nacimiento de Nuestra Señora, luego de vender todos sus bienes y repartirlos entre los pobres[2]. Así lo relata un testigo contemporáneo de la fecha en la que recibieron esta gracia fundacional: “Teniendo su propia imperfección, pensaron rectamente ponerse a sí mismos y a sus propios corazones, con toda devoción, a los pies de la Reina del cielo, la gloriosísima Virgen María, a fin de que, como mediadora y abogada, les reconciliara y les recomendase a su Hijo, y supliendo con su plenísima caridad sus propias imperfecciones, impetrase misericordiosamente para ellos la fecundidad de los méritos. Por eso, para honor de Dios, poniéndose al servicio de la Virgen Madre, quisieron, desde entonces, ser llamados siervos de María”[3].
Otro milagro vino a confirmar que la gracia fundacional provenía de Dios: alrededor de la fiesta de Epifanía del siguiente año, 1234, iban de dos en dos recorriendo las calles de Florencia y solicitando casa por casa la caridad por amor de Dios, cuando se oyó exclamar a los niños, incluso los que aún no hablaban, señalándoles con el dedo: “He ahí los servidores de la Virgen: dadles una limosna”. Entre aquellos inocentes niños que sirvieron para proclamar el agrado de Dios sobre la nueva Orden estaba uno que todavía no había cumplido los cinco meses, y que con el tiempo habría de ser una de sus más grandes santos: San Felipe Benicio.
Con la puesta en marcha de la Congregación de los Siervos de María, los Siete Santos Fundadores se propusieron consagrarse a su Inmaculado Corazón, propagar la devoción a la Madre de Dios y confiarle a Ella –como hace un niño con su madre, a la cual ama mucho- todos sus planes, sus angustias, sus esperanzas, en fin, todas sus vidas, terrenas y en la eternidad.
Luego de años de penitencia y estudio en el monte Senario, se ordenaron todos sacerdotes, menos Alejo, el menor de ellos, que por humildad quiso permanecer siempre como simple hermano, y fue el último de todos en morir.
Un Viernes Santo recibieron de la Santísima Virgen María la inspiración de adoptar como Reglamento de su Asociación la Regla escrita por San Agustín; lo hicieron así  y pronto esta asociación religiosa se extendió de tal manera que llegó a tener cien conventos, y sus religiosos iban por ciudades y pueblos y campos evangelizando y enseñando a muchos con su palabra y su buen ejemplo, el camino de la santidad y de la salvación eterna para miles de almas. El carisma principal de la Orden, como su nombre lo indica –Siervos de María-, era una gran devoción a la Santísima Virgen y la consagración total de sus vidas a la Madre de Dios, y era a Ella a quien le atribuían las conversiones y los maravillosos favores que la Orden recibía de Dios.
Todos ellos vivieron y murieron en la más perfecta santidad: el más anciano de ellos fue nombrado superior, y gobernó la comunidad por 16 años[4]. Después renunció por su ancianidad y pasó sus últimos años dedicado a la oración y a la penitencia. Una mañana, mientras rezaba los salmos, acompañado de su secretario que era San Felipe Benicio, el santo anciano recostó su cabeza sobre el corazón del discípulo y quedó muerto plácidamente. Lo reemplazó como superior otro de los Fundadores, Juan, el cual murió pocos años después, un viernes, mientras predicaba a sus discípulos acerca de la Pasión del Señor. Estaba leyendo aquellas palabras de San Lucas: “Y Jesús, lanzando un fuerte grito, dijo: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!” (Lc 23, 46). El Padre Juan al decir estas palabras cerró el evangelio, inclinó su cabeza y quedó muerto muy santamente. Lo reemplazó el tercero en edad, el cual, después de gobernar con mucho entusiasmo a la comunidad y de hacerla extender por diversas regiones, murió con fama de santo. El cuarto, que era Bartolomé, llevó una vida de tan angelical pureza que al morir se sintió todo el convento lleno de un agradabilísimo perfume, y varios religiosos vieron que de la habitación del difunto salía una luz brillante y subía al cielo. De los fundadores, Hugo y Gerardino, mantuvieron toda la vida entre sí una grande y santísima amistad. Juntos se prepararon para el sacerdocio y mutuamente se animaban y corregían. Después tuvieron que separarse para irse cada uno a lejanas regiones a predicar. Cuando ya eran muy ancianos fueron llamados al Monte Senario para una reunión general de todos los superiores. Llegaron muy fatigados por su vejez y por el largo viaje. Aquella tarde charlaron emocionados recordando sus antiguos y bellos tiempos de juventud, y agradeciendo a Dios los inmensos beneficios que les había concedido durante toda su vida. Rendidos de cansancio se fueron a acostar cada uno a su celda, y en esa noche el superior, San Felipe Benicio, vio en sueños que la Virgen María venía a la tierra a llevarse dos blanquísimas azucenas para el cielo. Al levantarse por la mañana supo la noticia de que los dos inseparables amigos habían amanecido muertos, y se dio cuenta de que Nuestra Señora había venido a llevarse a estar juntos en el Paraíso Eterno a aquellos dos que tanto la habían amado a Ella en la tierra y que en tan santa amistad habían permanecido por años y años, amándose como dos buenísimos hermanos.
El último en morir fue el hermano Alejo, que llegó hasta la edad de 110 años. De él dijo uno que lo conoció: “Cuando yo llegué a la Comunidad, solamente vivía uno de los Siete Santos Fundadores, el hermano Alejo, y de sus labios oímos la historia de todos ellos. La vida del hermano Alejo era tan santa que servía a todos de buen ejemplo y demostraba como debieron ser de santos los otros seis compañeros”[5]. El hermano Alejo murió el 17 de febrero del año 1310.

Mensaje de santidad.

Además de ser modelos de santidad en su vida y en su amor a la Virgen, los Siete Santos Fundadores nos dejan otro mensaje de santidad, y es el de poner en evidencia a aquellos que San Luis María Grignon de Montfort llama “falsos devotos de la Virgen”, es decir, los cristianos que disminuyen el culto debido a la Virgen –por encima de ángeles y santos y por debajo de Dios Trino-, porque temen que una excesiva devoción a María los haga perder de vista y apartar de Jesús, y es por eso que tratan de disminuirla en todo, dejándola de lado. Sin embargo, dice San Luis María, eso es falso, porque la consagración al Inmaculado Corazón de María –que forma el carisma esencial de la Orden de los Siervos de María-, es profundamente cristológica, puesto que todo aquel que se consagra a la Virgen, es llevado por Ella a Jesús. Si Jesús es nuestro intercesor ante el Padre, la Virgen lo es ante Jesús. Al recordarlos en su día, les pidamos a estos Santos Fundadores el aumentar, al igual que ellos, cada vez más el amor a la Virgen en nuestros corazones, para aumentar así, cada vez más, nuestro amor a su Hijo Jesús.



[1] https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Siete_Santos_Fundadores.htm
[2] Cfr. ibidem.
[3] http://www.almudi.org/calendario-liturgico/meditacion/214-Los-siete-santos-Fundadores-de-la-Orden-de-los-Siervos-de-la-Virgen-Maria
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.

martes, 14 de febrero de 2017

Santos Cirilo y Metodio


         Vida de santidad[1].

         Los santos Cirilo y Metodio eran dos hermanos que recibieron esos nombres al entrar a la vida religiosa. Por su gran acción evangelizadora, se los considera como los dos grandes apóstoles de los países eslavos (en la actualidad, República Checa, Bulgaria, Serbia, Croacia, etc.). Fueron llamados por el príncipe Rotislav, quien deseaba el establecimiento de sacerdotes cultos que lograran afianzar el cristianismo en la Gran Moravia y estableciesen una organización eclesiástica independiente de Baviera, siendo encargados para esa tarea Cirilo y Metodio que, oriundos de Salónica, dominaban la lengua eslava. Llegaron al imperio de la Gran Moravia en el año 863 y desarrollaron allí una extraordinaria labor religiosa y cultural que se caracterizó, entre otras cosas, por aportar un alfabeto compuesto de 38 letras en el que se reflejaba la gran riqueza sonora del eslavo antiguo. La escritura eslava de Cirilo recibió el nombre de glagólica. Cirilo es también el fundador de la literatura eslava, constituyendo el cimiento de esta literatura la traducción de libros religiosos al eslavo antiguo. El primer libro traducido por Cirilo fue el evangeliario, elemento indispensable para celebrar las misas y para la catequesis, aunque también, con la ayuda de sus discípulos, vertió al eslavo antiguo el misal, el apostolario y otros libros litúrgicos. Al concluir en Moravia la traducción de los cuatro evangelios, Cirilo escribió el prólogo de esta obra, llamado Proglas. Se trata de una composición poética, escrita en versos, según los cánones griegos, considerada una obra fundamental de la literatura eslava. Al finalizar sus cuatro años como misioneros en la Gran Moravia, Cirilo viajó a Roma e ingresó en un convento de monjes griegos. Falleció a los 50 días de su estancia en la Ciudad Eterna, el 14 de febrero del 869. Al morir, el primer educador y maestro de los eslavos tenía tan sólo 42 años.
Metodio, hermano de Cirilo y colaborador en la misión en la Gran Moravia, nació alrededor del año 815, también en Salónica. Ingresó en un convento ubicado al pie del Olimpo, desempeñándose cómo archidiácono del templo de Hagia Sofia (Santa Sabiduría), de Constantinopla y como profesor de filosofía. Bajo su dirección se desarrolló la escuela literaria morava de la cual salieron las traducciones al eslavo antiguo de todos los libros del Viejo y del Nuevo Testamento. La traducción de las Sagradas Escrituras fue realizada en la Gran Moravia en ocho meses. San Metodio murió el 6 de abril del año 885 y fue enterrado en su templo metropolitano en Moravia.

Mensaje de santidad.

Los santos Cirilo y Metodio dedicaron sus vidas a evangelizar, es decir, a hacer conocer a Jesucristo, el Hombre-Dios, entre aquellos pueblos que no lo conocían; para lograrlo, inventaron un nuevo alfabeto y tradujeron al nuevo idioma los libros litúrgicos, necesarios para la celebración de la Santa Misa, y las Sagradas Escrituras. Todo lo hicieron por amor a Jesucristo, puesto que no tenían ningún otro interés que el de hacer conocer y amar a Jesucristo. Con su tarea misionera, evangelizaron a pueblos que hablaban otros idiomas y lograron, con la ayuda del Espíritu Santo, hacer que los pueblos eslavos hablaran un solo idioma, el idioma de la Fe en Jesús, el Cordero de Dios. Fueron los artífices, no solo de una nueva nación y de una nueva literatura y cultura, sino ante todo, del nacimiento de hombres nuevos por la gracia; de hombres que, ingresando a la Iglesia por el bautismo y perseverando en la fe por ellos transmitida, habrían de alcanzar la vida eterna. Dos hermanos, en la Baja Edad Media, con escasísimos medios técnicos, con ausencia absoluta de la moderna tecnología, logaron la conversión de cientos de millones a la fe de Jesucristo. Puesto que son un ejemplo para nosotros, que también estamos llamados a evangelizar, a transmitir la Buena Noticia a nuestros hermanos, y que para ello contamos con el auxilio de tecnología avanzada y con la ventaja de hablar el mismo idioma que nuestros prójimos, debemos preguntarnos: ¿qué hacemos, para hacer conocer y amar a Jesucristo, en el medio en el que nos desenvolvemos?



[1] https://www.ewtn.com/spanish/Saints/Cirilo_Metodio.htm

lunes, 13 de febrero de 2017

San Valentín


Vida de santidad.

San Valentín, sacerdote ministerial, ejercía su sacerdocio en Roma, en el siglo III. En ese entonces –y tal como sucede hoy-, el matrimonio sacramental se encontraba duramente desacreditado, hasta el punto en que el emperador Claudio II decidió prohibir la celebración de matrimonios para jóvenes, argumentando que los solteros sin familia eran mejores soldados, ya que tenían menos ataduras[1] terrenas y estaban, por lo tanto, más disponibles para luchar por los fines del imperio. Según dice una tradición, San Valentín arriesgaba su vida para casar cristianamente a las parejas durante el tiempo de persecución[2]. San Valentín, que era un sacerdote celoso de su ministerio y comprendía tanto el error del emperador, como el valor sobrenatural del matrimonio sacramental, desafiando al decreto del emperador, comenzó a celebrar matrimonios en secreto. Puesto que se trataba de tiempos de persecución, el emperador Claudio se enteró y dio la orden de que el sacerdote fuera arrestado y encarcelado. Estando en la cárcel, San Valentín continuaba predicando el Evangelio, además de realizar un prodigioso milagro en favor de la hija no vidente de su carcelero, el oficial Asterius, quien luego de este prodigio se convirtió al cristianismo, junto con toda su familia. A pesar de esto, el emperador Claudio finalmente ordenó que lo martirizaran y ejecutaran el 14 de Febrero del año 270.

Mensaje de santidad.

Reducir la figura de San Valentín a “Patrono de los enamorados” significa reducir, casi a la nada, su mensaje de santidad. Para poder apreciar su mensaje de santidad tenemos que tener presente, por un lado, el ambiente pagano que era propio del Imperio Romano del siglo III, ambiente que abarcaba e inficionaba de paganismo todos los aspectos de la vida, incluido el matrimonio. No solo no se tenía en cuenta su santidad, sino que se lo prohibía por los supuestos “intereses supremos” del imperio, como hemos visto. Por otro lado, San Valentín no arriesgaba su vida para casar sacramentalmente a los novios, por el hecho de que fuera un contestatario o un revolucionario: era un fiel sacerdote de Jesucristo, que amaba a Cristo, al sacerdocio ministerial y a la Iglesia y sus sacramentos. San Valentín comprendía el enorme valor sobrenatural del matrimonio sacramental católico, que consistía en ser una prolongación y actuación, en el mundo y en el tiempo, del matrimonio celestial y místico entre Jesús Esposos y la Iglesia Esposa. San Valentín comprendía que, en virtud del sacramento, los esposos católicos eran “injertados” en la unión nupcial y sobrenatural, celestial y divina, anterior a todo matrimonio humano, el desposorio místico entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, viniendo así a representar, los esposos católicos, a este matrimonio místico, en el mundo: el esposo varón, representa a Jesucristo Esposo, mientras que la esposa mujer representa a la Iglesia Esposa. Además, San Valentín era consciente de que los esposos católicos recibían, a través del sacramento del matrimonio, absolutamente todas las gracias que habrían de necesitar para constituir un matrimonio primero y una familia después, en la santidad de Jesucristo. En estos tiempos nuestros en los que vivimos, a inicios del siglo XXI, el matrimonio sacramental está todavía peor considerado que en los tiempos de San Valentín, al punto que los matrimonios civiles o, peor aún, las convivencias concubinarias, han superado, en la gran mayoría de los países católicos, al matrimonio sacramental. Esta es la razón por la cual la vida y el mensaje de santidad de San Valentín constituyen, para estos oscuros tiempos sin Dios en los que vivimos, un luminoso faro que señala, sobre todo a los jóvenes que se aman al punto de querer formar una familia, en donde se encuentra la raíz y la fuente de la santidad para sus vidas: el matrimonio sacramental católico.




[1] http://webcatolicodejavier.org/sanvalentin.html
[2] https://www.aciprensa.com/recursos/san-valentin-4164/