San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 19 de noviembre de 2014

San Expedito y la fuerza de la cruz


         San Expedito fue un soldado romano que se convirtió del paganismo al cristianismo y en su proceso de conversión, experimentó un amor tan ardiente por Jesucristo y su gracia, que no dudó ni un instante entre el permanecer en su antiguo estado de vida pagana y el adherirse a la nueva vida cristiana, y por ese motivo es que la Iglesia lo propone como modelo de vida y de imitación para sus hijos.
         Antes de su conversión, San Expedito era pagano, lo cual quiere decir que no conocía a Jesucristo y por lo tanto, no solo no era hijo adoptivo de Dios, sino que se encontraba bajo los efectos del pecado original, es decir, se encontraba bajo el dominio de las pasiones –la concupiscencia de la carne- y además, se encontraba bajo el poder y el dominio del Príncipe de las tinieblas, el Ángel caído. Recordemos que Jesús, en el Evangelio, dice: “Vi caer a Satanás como un rayo” (Lc 10, 18): Jesús ve caer a Satanás desde el cielo hacia la tierra cuando San Miguel Arcángel, a la cabeza del Ejército celestial y luchando a las órdenes de Dios, expulsa al Ángel caído y a los ángeles apóstatas del cielo, los cuales son precipitados a la tierra, en donde, desde entonces, “rondan como leones rugientes buscando a quien devorar”, como dice la Escritura (cfr. 1 Pe 5, 8), y andan “dispersos por el mundo” buscando “la perdición (eterna) de las almas”, como reza la oración exorcista del Papa León XIII (la misma que el Papa Francisco ha pedido que se vuelva a rezar).
         Precisamente, es el demonio quien, bajo la forma de cuervo, es quien se le aparece a San Expedito, en el momento en el que el santo recibe la gracia de la conversión, para impedirle la conversión. Es decir, el demonio, viendo que el santo recibe la gracia por medio de la cual iba a dejar de estar bajo sus garras y bajo su dominio, para pasar a pertenecer a Jesucristo, se disfraza de cuervo negro y comienza a volar en torno al santo, gritando: “Cras, cras!”, que significa: “¡Mañana, mañana!”, es decir: “¡Deja la conversión para mañana; continúa con tu vida de pagano; continúa con los placeres que yo te ofrezco; sigue con la concupiscencia de la carne; sigue postrándote ante mí y ante los placeres del mundo; no renuncies ni al dinero ni a las pasiones; continúa bajo el dominio de tus pasiones; continúa hablando mal de tu prójimo; continúa yendo al circo, para divertirte con tus amigos, sin preocuparte por la religión ni por tus deberes de estado; continúa con el alcohol y con toda clase de excesos; no te preocupes por convertirte; deja que tus pasiones te dominen; no perdones ni ames a tus enemigos; déjate llevar por la venganza y por la maldad, yo me ocuparé de tranquilizar tu conciencia; conviértete mañana, que ya tendrás tiempo de sobra para convertirte”. Así le decía el Demonio, mientras, dejando de revolotear a su alrededor, se le acercaba delante de San Expedito, a poca distancia de sus pies.
         San Expedito, iluminado por la luz de la gracia, y sosteniendo en alto la cruz de Cristo, dijo con voz fuerte y clara: "¡Hodie!", que significa: “¡Hoy!". Luego agregó: ¡Hoy me convertiré en cristiano! ¡Hoy me convertiré en hijo de Dios! ¡Hoy dejaré atrás mi vida de pagano! ¡Hoy dejaré atrás el pecado! ¡Hoy viviré en gracia hasta el día de mi muerte! ¡Hoy perdonaré y amaré a mis enemigos! ¡Hoy me abrazaré a la cruz para seguir al Cordero de Dios hasta el Calvario, para morir al hombre viejo y resucitar a la vida de la gracia!”. Y diciendo esto, como el Demonio, sin darse cuenta, había dejado de revolotear a su alrededor y se había colocado cerca de sus pies, quedando a corta distancia, San Expedito, animado con una fuerza y una velocidad sobrenaturales, con su pie derecho le aplastó la cabeza al cuervo, quien así quedó vencido con la fuerza de la cruz de Jesucristo.

         Éste es el ejemplo que nos brinda San Expedito y es la explicación de porqué la Iglesia nos lo presenta para que meditemos y reflexionemos en su vida e imitemos sus virtudes, principalmente en su velocidad para convertirse y en su amor por la gracia y por Jesucristo. San Expedito es el “santo de las causas urgentes”, y la primera “causa urgente” es la conversión, la propia y la de los seres queridos, y eso es lo que debemos pedirle al santo en el día en el que lo conmemoramos.

martes, 18 de noviembre de 2014

Santa Isabel de Hungría, la Presencia real de Jesucristo en los pobres y su recompensa en la vida eterna


Santa Isabel de Hungría curando tiñosos
(Murillo, 1670)

         Santa Isabel de Hungría pertenecía a la nobleza y tuvo la gracia de descubrir la Presencia real de Jesucristo en los más necesitados. Así lo decía en una carta al Papa su director espiritual, Conrado de Marburgo: “Isabel reconoció y amó a Cristo en la persona de los pobres”[1]. Siendo hija de Andrés II, rey de Hungría, y esposada con Luis de Turingia, también perteneciente a la nobleza, poseía abundantes bienes, pero no solo nunca los usaba para su propio provecho, sino que los distribuía tanto entre los pobres, que con toda razón se puede decir que sus bienes eran patrimonio de los pobres[2]. Distribuía tanto sus bienes entre los pobres, que incluso hasta sus mismos criados se quejaban ante su esposo por la liberalidad de Santa Isabel. Un ejemplo de esto fue lo sucedido en el año 1225, en el que las malas cosechas provocaron una hambruna generalizada en esa región de Alemania; para socorrer a los más afectados, Santa Isabel utilizó todo su dinero y todo el grano que tenía almacenado en sus graneros. Su esposo estaba ausente y cuando regresó, algunos de sus empleados se quejaron de esta actitud de Santa Isabel. Luis preguntó si su esposa había vendido alguno de sus dominios y ellos le respondieron que no. Entonces el rey dijo: “Sus liberalidades atraerán sobre nosotros la misericordia divina. Nada nos faltará mientras le permitamos socorrer así a los pobres”.
Santa Isabel, además de ser una esposa y madre ejemplar, destinó todos sus bienes materiales en beneficio de los pobres, construyendo hospitales y asistiéndolos en sus necesidades, y dándoles ella misma de comer: tiempo más tarde, la santa ordenó construir un hospital al pie del monte del castillo de Wartuburg, donde ella vivía, y solía ir allá a dar de comer a los inválidos con sus propias manos, a hacerles la cama y a asistirlos en medio de los calores más abrumadores del verano. Además acostumbraba pagar la educación de los niños pobres, especialmente de los huérfanos. Fundó también otro hospital en el que se atendía a veintiocho personas y, diariamente alimentaba a novecientos pobres en su castillo, sin contar a los que ayudaba en otras partes de sus dominios[3]. Sin embargo, la caridad de la santa no era asistencialismo, y no por asistir a los más pobres, los menospreciaba; por el contrario, para no favorecer la ociosidad entre los que podían trabajar, les procuraba tareas adaptadas a sus fuerzas y habilidades[4].
Otro aspecto que se debe tener en cuenta es que el amor de Santa Isabel de Hungría por los pobres no era un amor filantrópico; era el verdadero amor cristiano, porque Santa Isabel reconocía en ellos la misteriosa Presencia real de Jesucristo. Cuando Santa Isabel daba de comer a los pobres, y los alimentaba, los vestía, los cuidaba, con todo cariño, amor y respeto, lo hacía porque veía, con la luz del Espíritu Santo, misteriosamente oculta, en ellos, a la Persona de Jesucristo, la Persona Segunda de la Santísima Trinidad, y mientras los asistía, resonaban en su mente y en su corazón las palabras de Jesús en el Evangelio: “Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; estuve enfermo y me socorristeis (…); cuantas veces hicisteis eso con estos pequeños, Conmigo lo hicisteis” (cfr. Mt 25, 35-45). Iluminada por el Espíritu Santo, Santa Isabel sabía que, al socorrer al prójimo más necesitado, misteriosamente, estaba socorriendo a Jesucristo, que se encontraba sufriendo en ese prójimo sufriente, y esa era la razón que la llevaba a dar todo lo que tenía, sin reservarse nada para ella.
Ahora bien, ella misma vestía pobremente, pero así mismo, fue recompensada grandemente, como el mismo Jesús promete en el Evangelio a quienes le son fieles: “Bien, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor…” (Mt 25, 21). Se narra que en el mismo día de la muerte de la santa, un hermano lego había sufrido un grave accidente en un brazo y se encontraba tendido en su cama soportando terribles dolores. De pronto vio aparecer a Isabel en su habitación, vestida con trajes hermosísimos. Él dijo: “Señora, Ud. que siempre ha vestido trajes tan pobres, ¿por qué está ahora tan hermosamente vestida?”. Y ella sonriente le dijo: “Es que voy para la gloria. Acabo de morir para la tierra. Estire su brazo que ya ha quedado curado”. El paciente estiró el brazo que tenía gravemente herido, y la curación fue completa e instantánea[5].
Una reina colmada de bienes materiales, que en su vida terrena donó su reino a Dios y vivió pobremente para dedicarse a la atención de los pobres, porque en ellos veía al mismo Cristo sufriente; en recompensa, Cristo la colma de bienes celestiales en la vida eterna, haciéndola heredera del Reino de los cielos, y la corona de gloria celestial, aunque la recompensa mayor para toda la vida de servicio a los pobres, para Santa Isabel de Hungría, es Él mismo, la contemplación de su Rostro para toda la eternidad. La vida de Santa Isabel de Hungría nos enseña que Jesús, que es Dios, está verdadera y realmente Presente en el cielo y en la Eucaristía y, además, en los pobres, y que el desprendimiento de los bienes terrenos y el servicio de los pobres por amor a Cristo, nos granjea una eternidad de felicidad.




[1] http://www.corazones.org/santos/isabel_hungria.htm
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

San Josafat, obispo y mártir


         San Josafat de Polotsk, llamado “mártir de la restauración de la  unión”, luchó y murió en su afán de conseguir la reconciliación de los que estaban separados de Roma[1]; fue, además de patriota, un católico oriental de espíritu romano y selló con su sangre su testimonio sobre una de las más notorias características de la Iglesia fundada por Jesucristo: la Iglesia es una y es católica, es decir, es universal y está fundada sobre la Piedra que es Pedro, por lo que su gobierno es jerárquico y vertical y Pedro, el Papa, en cuanto es el obispo de Roma, posee la autoridad suprema sobre toda la Iglesia, sobre su rama Occidental y sobre su rama Oriental. San Josafat derramó su sangre dando así testimonio sobre la catolicidad vertical de la Iglesia dentro de la unidad.
El martirio de San Josafat se comprende a la luz del gran cisma de Oriente de julio de 1054, cisma por el que se desprendió de la catolicidad la Iglesia Oriental luego de la controversia del Filioque: mientras la Iglesia Occidental sostiene que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (Filioque), la Iglesia de Oriente sostiene que el Espíritu Santo procede del Padre (y no del Hijo).
San Josafat era abad del monasterio de Vilna, Lituania. En esa ciudad convivían católicos latinos fieles a Roma, ortodoxos rusos y católicos orientales de rito griego. Cuando fue nombrado obispo de Polotsk en 1617, trabajó intensamente por la unidad de los cristianos, de rito oriental como latino. Su vida de santidad, sus extremas penitencias, su vida de oración continua, su humildad, su caridad, le hacían conquistar tantas almas para Cristo, que le valieron el mote de “ladrón de almas”. Sin embargo, esto le supuso también el granjearse un buen número de enemigos, los cuales tramaron su muerte, que se llevó a cabo al salir de la catedral. Al enfrentarse con sus asesinos, San Josafat les dijo así: “Me buscáis para matarme; en los ríos, en los puentes, en los caminos, en las ciudades, me ponéis asechanzas. He venido espontáneamente a vosotros para que sepáis que soy vuestro pastor, y ojalá el Señor me conceda el poder entregar mi alma por la santa unión, por la Sede de Pedro y sus sucesores los pontífices de Roma”. Con estas palabras, San Josafat estaba diciendo que ofrecía su vida por la unidad de la Iglesia y por unidad de los cristianos. De esta manera, imitaba a Cristo, que reconcilió a judíos y gentiles, con su sacrificio en la cruz, según la Escritura: “Derribó con su Cuerpo en la cruz el muro de odio que separaba a judíos y gentiles” (cfr. Ef 2, 14).
Las palabras de San Josafat impresionaron por unos instantes a sus asesinos, pero pasados unos minutos, dos de ellos, gritando “¡Muera el papista, muera el latino!”, se abalanzaron sobre él, lo hirieron con un látigo debajo del ojo hasta dejarlo sin sentido, y luego lo derribaron en tierra con un hachazo; ya en el suelo, lo destrozaron de tal forma con palos y puñales, que apenas se podía reconocer su figura humana, y para ensañarse aún más, descuartizaron el perro de la casa y mezclaron sus pedazos con la carne maltrecha del cuerpo del santo. Todavía agonizante, levantó su mano para bendecir a sus asesinos, pronunciando al mismo tiempo la jaculatoria: “¡Oh Dios mío!”, luego de lo cual, murió.
Luego de su muerte, ocurrieron numerosos milagros morales[2]  –entre ellos, la conversión de sus asesinos- y físicos –curaciones de todo tipo[3]-; el Papa Pío XI declaró a San Josafat Patrón de la Reunión entre Ortodoxos y Católicos el 12 de noviembre de 1923, III centenario de su martirio[4].
San Josafat es el mártir del papado: dio su vida, testimoniando con el derramamiento de su sangre, las palabras de Jesús: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18). San Josafat testimonió con su sangre que la Iglesia está fundada sobre Pedro, así como Pedro está fundado sobre Cristo y sobre el Espíritu Santo. Por lo tanto, el verdadero ecumenismo, es precisamente éste: dar testimonio de que la Única Iglesia de Jesucristo es la Iglesia Católica y que como tal, posee la totalidad de la Verdad Revelada y que Pedro, el Vicario de Cristo, posee la suprema autoridad sobre toda la Iglesia, sobre la Iglesia de Occidente y sobre la Iglesia de Oriente.







[1] Los rutenos. La Iglesia greco-católica rutena o Iglesia católica bizantina rutena es una de las Iglesias orientales católicas sui iuris en plena comunión con la Santa Sede de la Iglesia católica. Actualmente se encuentra dividida en tres jurisdicciones independientes entre sí aunque se considera al eparca de Mukachevo como el primado de honor de la iglesia rutena, pero sin ninguna autoridad sobre las otras. Cfr. http://es.wikipedia.org/wiki/Iglesia_cat%C3%B3lica_bizantina_rutena
[2] http://www.mercaba.org/SANTORAL/Vida/11/11-12_S_josafat.htm
[3] http://www.mercaba.org/SANTORAL/Vida/11/11-12_S_josafat.htm
[4] http://www.corazones.org/santos/josafat.htm

lunes, 10 de noviembre de 2014

San Martín de Tours y la verdadera caridad cristiana


         Un hecho sucedido en la vida de San Martín de Tours nos da la medida de cómo debe ser la verdadera caridad cristiana, además de hacernos reflexionar acerca de la Presencia invisible y misteriosa, pero no menos real y cierta, de Nuestro Señor Jesucristo en el prójimo más necesitado.
         En efecto, siendo joven y estando de militar en Amiens, Francia, un día de invierno muy frío se encontró por el camino con un pobre hombre que estaba tiritando de frío y a medio vestir. Martín, como no llevaba nada más para regalarle, sacó la espada y dividió en dos partes su manto, y le dio la mitad al pobre. Esa noche vio en sueños que Jesucristo se le presentaba vestido con el medio manto que él había regalado al pobre y oyó que le decía: “Martín, hoy me cubriste con tu manto”[1].
Sulpicio Severo, discípulo y biógrafo del santo, cuenta que tan pronto Martín tuvo esta visión se hizo bautizar (era catecúmeno, o sea estaba preparándose para el bautismo). Luego se presentó a su general que estaba repartiendo regalos a los militares y le dijo: “Hasta ahora te he servido como soldado. Déjame de ahora en adelante servir a Jesucristo propagando su santa religión”. El general quiso darle varios premios pero él le dijo: “Estos regalos repártelos entre los que van a seguir luchando en tu ejército. Yo me voy a luchar en el ejército de Jesucristo, y mis premios serán espirituales”[2].
Con relación al episodio sucedido con el mendigo, al cual San Martín le había dado la mitad de su manto, es en este episodio en donde podemos encontrar una de las principales enseñanzas de nuestro santo: por un lado, nos enseña que la verdadera caridad cristiana, no consiste en dar aquello que sobra, o lo que no se usa, o lo que se está a punto de tirar, sino lo que realmente nos sirve y nos es útil. Dar lo que no sirve, lo que es inútil, lo que se está a punto de arrojar al cesto de residuos, no es ni siquiera justicia. Muchas dependencias de Cáritas parroquiales parecen, en la actualidad, depósitos de residuos o de trastos viejos, porque los católicos se piensan que “hacer caridad con los pobres” es, precisamente, deshacerse de lo que ya no les sirve o de lo que están a punto de tirar, y para ahorrarse la molestia de arrojarlos ellos al cesto de los residuos, lo llevan a Cáritas parroquial. Sin embargo, San Martín de Tours nos da el ejemplo de cómo debe ser la verdadera caridad cristiana: dar de lo propio, de lo que estamos usando, de lo nos sirve; dar lo que está en buen estado; dar un objeto nuevo, y no uno en mal estado, o viejo, o roto, o que está a punto de estropearse.
La otra enseñanza que nos deja San Martín de Tours, en el episodio en el que comparte la mitad de su capa con el mendigo que se le aparece en el camino, y que finalmente resulta ser el mismo Jesucristo en Persona, es precisamente esto: que en el prójimo más desvalido y más necesitado, se encuentra presente, real y misteriosamente, Nuestro Señor Jesucristo. Esto se corresponde exactamente con las enseñanzas del Evangelio: al hablar del Día del Juicio Final, y de la recompensa que dará a los Bienaventurados y del castigo que merecerán los réprobos, Jesús tomará en cuenta las obras de misericordia realizadas y las que no se realizaron en los más necesitados. A los que se salven, les dirá: “Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre, y me disteis de comer, tuve sed, y me disteis de beber, estuve desnude, y me vestisteis…”; y a los que se condenen, les dirá: “Apartaos de Mí, malditos, porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; estuve desnudo, y no me vestisteis…” (Mt 25, 31-46).
La conmemoración de la santidad de vida de San Martín de Tours debe conducirnos a meditar acerca de la imperiosa necesidad de obrar la misericordia como requisito ineludible, si es que queremos salvar nuestras almas, puesto que no obtendremos misericordia si no somos capaces de dar misericordia (cfr. Lc 6, 36), como sí lo hizo San Martín de Tours.



[1] http://www.ewtn.com/spanish/saints/San%20Mart%C3%ADn%20de%20Tours.htm
[2] Cfr. http://www.ewtn.com/spanish/saints/San%20Mart%C3%ADn%20de%20Tours.htm

domingo, 2 de noviembre de 2014

San Carlos Borromeo


San Carlos Borromeo se caracterizó por ser uno de los principales promotores del Concilio de Trento y por intentar llevar a la práctica las importantes reformas allí surgidas[1]. Se le confió la supervisión de la publicación del Catecismo del Concilio de Trento y la reforma de los libros litúrgicos y de la música sagrada; él fue quien encomendó a Palestrina la composición de la Missa Papae Maecelli[2]. Convocó a un sínodo, cuyas decisiones sobre la observancia de los decretos del Concilio de Trento, sobre la disciplina y la formación del Clero, sobre la celebración de los divinos oficios, sobre la administración de los sacramentos, sobre la enseñanza dominical del catecismo y sobre muchos otros puntos, que fueron tan acertado que el Papa escribió a San Carlos para felicitarlo[3].
En la diócesis de Milán, de la cual era su Arzobispo, se conocía mal la religión y se la comprendía aún menos; las prácticas religiosas estaban contaminadas por la superstición y profanadas por los abusos. La gran mayoría de los bautizados habían abandonado los sacramentos, ya sea porque muchos sacerdotes apenas sabían cómo administrarlos y poco les importaba su correcta administración, o porque eran ignorantes o porque llevaban una vida no acorde a su dignidad sacerdotal. Además, los monasterios eran un completo desorden. En esa caótica situación, San Carlos Borromeo convocó concilios provinciales y sínodos diocesanos y aplicó progresivamente las medidas necesarias para la reforma del clero y del pueblo, las cuales fueron tan sabias y acertadas, que todavía hoy se las consideran como un modelo y se las estudian para aplicarlas. San Carlos fue uno de los hombres más eminentes en teología pastoral que Dios enviara a su Iglesia para remediar los desórdenes producidos por la decadencia espiritual y por los excesos de los reformadores protestantes[4]. Empleando por una parte la ternura paternal y las ardientes exhortaciones y, poniendo rigurosamente en práctica, por la otra, los decretos de los sínodos, sin distinción de personas, ni clases, ni privilegios, doblegó poco a poco a los obstinados y llegó a vencer dificultades que habrían desalentado aun a los más valientes[5].
Además, se caracterizó por su gran humildad, por su caridad, por su atención hacia los más necesitados y por vivir pobremente, a pesar de contar con grandes recursos económicos, debido a su alta condición jerárquica –era Arzobispo-; el motivo de su pobreza era que no utilizaba el dinero para sí mismo, sino para obras de caridad para los indigentes.
De toda la inmensa obra de San Carlos Borromeo, destacamos dos obras: la publicación del Catecismo y la Reforma de los libros litúrgicos, porque ambos constituyen el núcleo o el corazón, por así decirlo, de la vida espiritual del cristiano (en nuestros días, obviamente, se trata del Catecismo de la Iglesia Católica, aprobado por el Santo Padre Juan Pablo II, y el Misal de Pablo VI). Por el Catecismo, el cristiano conoce las Verdades de la Fe, reveladas por Jesucristo, y sin estas verdades, es imposible acceder a la salvación;  por la reforma de los libros litúrgicos, principalmente, los de la Santa Misa, el cristiano tiene acceso a la Santa Misa, que es la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, porque la Santa Misa es la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, y por eso uno de sus nombres es el de “Santo Sacrificio del Altar”, y al tener acceso al Santo Sacrificio de la Cruz, tiene acceso a la Fuente misma de la salvación, el Sagrado Corazón de Jesús.
Hoy, como en tiempos de San Carlos Borromeo, se presentan tiempos similares, y si no más oscuros todavía, porque la religión católica, o se la conoce poco, o se la conoce mal, o si se la conoce, se la abandona masivamente, ya sea en la apostasía masiva, silenciosa, que se da de facto, en las grandes masas que domingo a domingo desertan de la Santa Misa por espectáculos deportivos o de cualquier clase, o por masas un poco más restringidas, más ideologizadas, pero que igualmente la abandonan, como las que conforman los movimientos de apostasía organizados, para los que cuentan con páginas web[6], personería legal y jurídica, etc.; además, muchos en el clero, al igual que en tiempos de San Carlos Borromeo, no conocen o conocen mal los sacramentos, y los administran peor aún. Es por estos motivos que la Santa Iglesia necesita de otros tantos San Carlos Borromeos –ya sean arzobispos, obispos, sacerdotes, religiosas, laicos- que, iluminados por el Espíritu Santo, emprendan una silenciosa y fructífera tarea de catequizar y de salvar almas para el Reino de los cielos.





[1] http://www.santopedia.com/santos/san-carlos-borromeo
[2] http://www.corazones.org/santos/carlos_borromeo.htm
[3] http://www.corazones.org/santos/carlos_borromeo.htm
[4] http://www.corazones.org/santos/carlos_borromeo.htm
[5] http://www.corazones.org/santos/carlos_borromeo.htm
[6] Por ejemplo, el triste caso del sitio: http://www.apostasia.com.ar/