Antes
de introducirnos en el Examen de conciencia ignaciano para saber qué es,
podemos hacer un breve excursus, diciendo
qué es lo que no es: no es un método
de auto-conocimiento al estilo gnóstico, porque es un examen realizado a la luz
de la gracia; no es un “encuentro con uno mismo” que queda en el “yo”, sino un
conocerse al modo de San Pablo, que conoce su condición de pecador y conoce el
Amor de Jesucristo que lo llama a la conversión; no es un mero recuento de las faltas
cometidas a lo largo del día, puesto que la espiritualidad del cristiano –y la
ignaciana, por ende-, no es “hamartiocéntrica”, es decir, “pecado-céntrica”,
sino que la vida espiritual del cristiano se centra en Jesucristo, el
Hombre-Dios, Dador de la gracia; no es un recuento de las faltas cometidas por
un esclavo contra su señor, sino el descubrir la falta de amor de un hijo en
relación a su Padre, Dios, infinitamente bueno.
El
examen de conciencia[1].
¿En
qué consiste entonces el examen de conciencia según San Ignacio de Loyola? Nos
lo dice el siervo de Dios Tomás Morales S.I.: “El examen de conciencia es el
instrumento del sistema ignaciano, indispensable para mantener el contacto
fluido y limpio con Dios. Es también el filtro por el cual se eliminan todos
los inconvenientes, que dificultan esa relación. Hacer bien el examen de
conciencia cada día, a lo largo del año, supone estar en continuos ejercicios
espirituales en la vida diaria” [2].
Se
realiza al finalizar el día y tiene dos momentos centrales: reconocer las
gracias recibidas, provenientes del Amor de Dios y luego reflexionar acerca de
las faltas o pecados cometidos, que son faltas a ese Amor.
Antes
de comenzar propiamente el examen de conciencia, es necesario meditar acerca de
la presencia de Dios: si estamos en gracia, Dios está en nuestro cuerpo y alma “como
en su templo” (cfr. 1 Cor 6, 19), con
lo cual ya podemos hacer un paralelismo entre nosotros y el templo (parroquial,
por ejemplo). Una de las reflexiones que podemos hacer es: si yo soy el “templo
del Espíritu Santo”, ¿habría hecho/dicho lo mismo en el templo material? En caso
de ser un pecado, si lo hubiera hecho, habría profanado el templo; por lo tanto,
si eso sucedió en el templo que es mi cuerpo y mi alma –es decir, yo-, profané
a la Persona Tercera de la Trinidad, el Espíritu Santo, que es la Dueña de mi
ser, de cuerpo y alma, porque soy templo de su propiedad. En otras palabras, si
hay palabras/acciones que no las haría en el templo material, porque estaría
profanando la Presencia de Jesús en la Eucaristía, entonces tampoco lo debo
decir/hacer en el templo que es mi cuerpo, porque así estoy profanando la
Presencia del Espíritu Santo en su templo, mi cuerpo.
En
este reconocimiento de la Presencia de Dios y de mi condición de ser “templo
del Espíritu Santo” en virtud de la gracia, debe intervenir la humildad, para
reconocer la distancia infinita entre Dios Tres veces Santo y yo, que soy “nada
más pecado”. Y aunque la vida cristiana, como dijimos, no se centra en el
pecado, es esencial reconocer mi condición de pecador y mis pecados cometidos,
para poder dimensionar el Amor de Dios manifestado en la Redención de Nuestro
Señor Jesucristo, obtenida al precio del sacrificio de su vida en la Cruz. El examen
de conciencia comienza, precisamente, en la reflexión acerca de la redención de
Jesús, que por su Sangre derramada en la Cruz, me ha quitado mis pecados y, por
la gracia, me convierte en justo: “La justificación es la obra más excelente
del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús y concedido por el Espíritu Santo”
(CEC, 1994). No hay modo de ser justos ante Dios, sino es por la recepción de
la Sangre de Cristo, derramada sobre el alma en la Confesión Sacramental. Es necesario
que el examen de conciencia que se enseña en la Catequesis se oriente en este
sentido, para evitar que se limite a la mera enumeración de pecados, dejando de
lado el Amor Misericordioso de Dios que, perdonando mis pecados, me eleva a una
vida nueva, la vida de al gracia, la vida de los hijos de Dios. Si no es orienta
el examen de conciencia en esta dirección, se producirá una detención en el
crecimiento espiritual de quien realiza el examen de conciencia.
Dicho
esto, veamos los cinco puntos del examen de conciencia ignaciano:
1—
Dar gracias a Dios por los beneficios recibidos.
Este
paso es necesario antes de que comencemos a meditar acerca de la malicia de
nuestros pecados y de nuestra propia iniquidad: si nos centramos en esto, es
colocarnos a nosotros mismos –en nuestra iniquidad, precisamente- antes de
Dios, con lo cual puede ocultarse algo de soberbia, porque de esta manera, mi
pecado está antes que el Amor de Dios. En otras palabras, soy pecador, pero
Jesús ha venido, precisamente, a liberarme de mis pecados y a darme una vida
nueva, y esta consideración es la que debe estar antes que cualquier otra.
2—
Pedir luz y gracia al Señor para reconocer los pecados.
Esto
es fundamental, porque el examen, como dijimos, no es un ejercicio de memoria
ni una tarea de autoanálisis psicológico, y tampoco es un auto-conocimiento al
estilo gnóstico, sino que el modelo es San Pablo en su conversión: es la luz de
Cristo –Cristo Luz Eterna- quien permite al alma conocerse tal como la conoce
Dios. Sin esta luz celestial, nuestro conocimiento de nosotros mismos –y de
nuestros pecados- es radicalmente falso.
3—
Revisión práctica de nuestros actos.
Iluminados
por la luz de la gracia, repasamos los actos realizados, contraponiendo estos
actos pecaminosos, al ideal de gracia y perfección hacia el cual debemos
tender, los Sagrados Corazones de Jesús y María. Si un acto pecaminoso se
repite –por ejemplo, enojo, impaciencia-, debo compararlo con el modelo de
mansedumbre y humildad del Sagrado Corazón de Jesús –y también del Inmaculado
Corazón de María- y ver qué es lo que puedo hacer, no solo para no cometer ese
pecado recurrente, sino para alcanzar mi ideal de perfección cristiana que es
Cristo.
4—
Pedir perdón a Dios por los pecados cometidos.
Una
vez reconocida nuestra condición de pecadores, pero sobre todo, luego de haber
reconocido nuestros pecados personales, la gracia de Dios nos moverá –paso a
paso- a la conversión del corazón, que se da cuando pedimos perdón a Dios por
los pecados cometidos, es decir, por nuestras faltas de amor a su Amor Eterno e
infinito manifestado en Cristo Jesús. Así como el mero deseo de hacer un examen
de conciencia es una gracia, así también es una gracia el pedir perdón desde un
corazón contrito y humillado. Aquí se debe diferenciar muy bien del sentimiento
de tristeza, que puede acaecer cuando se constata nuestra condición de
pecadores que cometen pecados, sobre todo cuando se toma conciencia de la
fealdad del pecado, contrapuesta a la santidad de Dios. El pedir perdón y el
arrepentirse, no son, de ninguna manera, pretextos para hundirse en el
desánimo: por el contrario, al dolor de los pecados le debe acompañar la
alegría de sabernos perdonados en la Sangre del Cordero que ha derramado sobre
nuestras almas la Divina Misericordia. La petición de perdón es un “dolor de
amor”, como cuando un hijo se arrepiente de haber ofendido a su padre, pero no
tanto por la ofensa en sí, sino porque se padre es sumamente bondadoso. El dolor
del pecado se acrecienta cuando se considera, más que la malicia del pecado –que
hay que considerarla-, la bondad y el Amor infinitos de Dios, a quien el pecado
ofende.
5—
Propósito de enmienda.
Un
principio en la vida espiritual dice que “quien no avanza, retrocede”. Como ya
lo habíamos considerado en la revisión de los actos, en el propósito de
enmienda nos disponemos a corregir nuestra conducta pecaminosa para que,
guiados por la gracia, alcancemos –o, al menos, nos dirijamos hacia- el modelo
de perfección y santidad cristiana que son los Sagrados Corazones de Jesús y de
María. Aquí, es conveniente recordar la experiencia de san Pablo: “Olvido lo
que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta,
para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto” (Flp 3, 13-14).
Como
dice el autor que hemos citado, realizar el examen de conciencia ignaciano es
como realizar un ejercicio espiritual todos los días, lo cual constituye una
maravillosa oportunidad para crecer en la santidad.
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