San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

martes, 2 de agosto de 2016

San Ignacio de Loyola y el examen de conciencia


Antes de introducirnos en el Examen de conciencia ignaciano para saber qué es, podemos hacer un breve excursus, diciendo qué es lo que no es: no es un método de auto-conocimiento al estilo gnóstico, porque es un examen realizado a la luz de la gracia; no es un “encuentro con uno mismo” que queda en el “yo”, sino un conocerse al modo de San Pablo, que conoce su condición de pecador y conoce el Amor de Jesucristo que lo llama a la conversión; no es un mero recuento de las faltas cometidas a lo largo del día, puesto que la espiritualidad del cristiano –y la ignaciana, por ende-, no es “hamartiocéntrica”, es decir, “pecado-céntrica”, sino que la vida espiritual del cristiano se centra en Jesucristo, el Hombre-Dios, Dador de la gracia; no es un recuento de las faltas cometidas por un esclavo contra su señor, sino el descubrir la falta de amor de un hijo en relación a su Padre, Dios, infinitamente bueno.
El examen de conciencia[1].
¿En qué consiste entonces el examen de conciencia según San Ignacio de Loyola? Nos lo dice el siervo de Dios Tomás Morales S.I.: “El examen de conciencia es el instrumento del sistema ignaciano, indispensable para mantener el contacto fluido y limpio con Dios. Es también el filtro por el cual se eliminan todos los inconvenientes, que dificultan esa relación. Hacer bien el examen de conciencia cada día, a lo largo del año, supone estar en continuos ejercicios espirituales en la vida diaria” [2].
Se realiza al finalizar el día y tiene dos momentos centrales: reconocer las gracias recibidas, provenientes del Amor de Dios y luego reflexionar acerca de las faltas o pecados cometidos, que son faltas a ese Amor.
Antes de comenzar propiamente el examen de conciencia, es necesario meditar acerca de la presencia de Dios: si estamos en gracia, Dios está en nuestro cuerpo y alma “como en su templo” (cfr. 1 Cor 6, 19), con lo cual ya podemos hacer un paralelismo entre nosotros y el templo (parroquial, por ejemplo). Una de las reflexiones que podemos hacer es: si yo soy el “templo del Espíritu Santo”, ¿habría hecho/dicho lo mismo en el templo material? En caso de ser un pecado, si lo hubiera hecho, habría profanado el templo; por lo tanto, si eso sucedió en el templo que es mi cuerpo y mi alma –es decir, yo-, profané a la Persona Tercera de la Trinidad, el Espíritu Santo, que es la Dueña de mi ser, de cuerpo y alma, porque soy templo de su propiedad. En otras palabras, si hay palabras/acciones que no las haría en el templo material, porque estaría profanando la Presencia de Jesús en la Eucaristía, entonces tampoco lo debo decir/hacer en el templo que es mi cuerpo, porque así estoy profanando la Presencia del Espíritu Santo en su templo, mi cuerpo.
En este reconocimiento de la Presencia de Dios y de mi condición de ser “templo del Espíritu Santo” en virtud de la gracia, debe intervenir la humildad, para reconocer la distancia infinita entre Dios Tres veces Santo y yo, que soy “nada más pecado”. Y aunque la vida cristiana, como dijimos, no se centra en el pecado, es esencial reconocer mi condición de pecador y mis pecados cometidos, para poder dimensionar el Amor de Dios manifestado en la Redención de Nuestro Señor Jesucristo, obtenida al precio del sacrificio de su vida en la Cruz. El examen de conciencia comienza, precisamente, en la reflexión acerca de la redención de Jesús, que por su Sangre derramada en la Cruz, me ha quitado mis pecados y, por la gracia, me convierte en justo: “La justificación es la obra más excelente del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús y concedido por el Espíritu Santo” (CEC, 1994). No hay modo de ser justos ante Dios, sino es por la recepción de la Sangre de Cristo, derramada sobre el alma en la Confesión Sacramental. Es necesario que el examen de conciencia que se enseña en la Catequesis se oriente en este sentido, para evitar que se limite a la mera enumeración de pecados, dejando de lado el Amor Misericordioso de Dios que, perdonando mis pecados, me eleva a una vida nueva, la vida de al gracia, la vida de los hijos de Dios. Si no es orienta el examen de conciencia en esta dirección, se producirá una detención en el crecimiento espiritual de quien realiza el examen de conciencia.
Dicho esto, veamos los cinco puntos del examen de conciencia ignaciano:
1— Dar gracias a Dios por los beneficios recibidos.
Este paso es necesario antes de que comencemos a meditar acerca de la malicia de nuestros pecados y de nuestra propia iniquidad: si nos centramos en esto, es colocarnos a nosotros mismos –en nuestra iniquidad, precisamente- antes de Dios, con lo cual puede ocultarse algo de soberbia, porque de esta manera, mi pecado está antes que el Amor de Dios. En otras palabras, soy pecador, pero Jesús ha venido, precisamente, a liberarme de mis pecados y a darme una vida nueva, y esta consideración es la que debe estar antes que cualquier otra.
2— Pedir luz y gracia al Señor para reconocer los pecados.
Esto es fundamental, porque el examen, como dijimos, no es un ejercicio de memoria ni una tarea de autoanálisis psicológico, y tampoco es un auto-conocimiento al estilo gnóstico, sino que el modelo es San Pablo en su conversión: es la luz de Cristo –Cristo Luz Eterna- quien permite al alma conocerse tal como la conoce Dios. Sin esta luz celestial, nuestro conocimiento de nosotros mismos –y de nuestros pecados- es radicalmente falso.
3— Revisión práctica de nuestros actos.
Iluminados por la luz de la gracia, repasamos los actos realizados, contraponiendo estos actos pecaminosos, al ideal de gracia y perfección hacia el cual debemos tender, los Sagrados Corazones de Jesús y María. Si un acto pecaminoso se repite –por ejemplo, enojo, impaciencia-, debo compararlo con el modelo de mansedumbre y humildad del Sagrado Corazón de Jesús –y también del Inmaculado Corazón de María- y ver qué es lo que puedo hacer, no solo para no cometer ese pecado recurrente, sino para alcanzar mi ideal de perfección cristiana que es Cristo.
4— Pedir perdón a Dios por los pecados cometidos.
Una vez reconocida nuestra condición de pecadores, pero sobre todo, luego de haber reconocido nuestros pecados personales, la gracia de Dios nos moverá –paso a paso- a la conversión del corazón, que se da cuando pedimos perdón a Dios por los pecados cometidos, es decir, por nuestras faltas de amor a su Amor Eterno e infinito manifestado en Cristo Jesús. Así como el mero deseo de hacer un examen de conciencia es una gracia, así también es una gracia el pedir perdón desde un corazón contrito y humillado. Aquí se debe diferenciar muy bien del sentimiento de tristeza, que puede acaecer cuando se constata nuestra condición de pecadores que cometen pecados, sobre todo cuando se toma conciencia de la fealdad del pecado, contrapuesta a la santidad de Dios. El pedir perdón y el arrepentirse, no son, de ninguna manera, pretextos para hundirse en el desánimo: por el contrario, al dolor de los pecados le debe acompañar la alegría de sabernos perdonados en la Sangre del Cordero que ha derramado sobre nuestras almas la Divina Misericordia. La petición de perdón es un “dolor de amor”, como cuando un hijo se arrepiente de haber ofendido a su padre, pero no tanto por la ofensa en sí, sino porque se padre es sumamente bondadoso. El dolor del pecado se acrecienta cuando se considera, más que la malicia del pecado –que hay que considerarla-, la bondad y el Amor infinitos de Dios, a quien el pecado ofende.
5— Propósito de enmienda.
Un principio en la vida espiritual dice que “quien no avanza, retrocede”. Como ya lo habíamos considerado en la revisión de los actos, en el propósito de enmienda nos disponemos a corregir nuestra conducta pecaminosa para que, guiados por la gracia, alcancemos –o, al menos, nos dirijamos hacia- el modelo de perfección y santidad cristiana que son los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Aquí, es conveniente recordar la experiencia de san Pablo: “Olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto” (Flp 3, 13-14).
Como dice el autor que hemos citado, realizar el examen de conciencia ignaciano es como realizar un ejercicio espiritual todos los días, lo cual constituye una maravillosa oportunidad para crecer en la santidad.



[1] http://ameiric.blogspot.com.ar/2012/01/examen-de-conciencia-ignaciano.html
[2] Siervo de Dios Tomás Morales (1908-1994), fundador de los Cruzados de Santa María y posteriormente de la rama femenina, Cruzadas de Santa María, ambos reconocidos como institutos seculares.

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