“Yo
soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá” (Jn 11, 19-27). Jesús llega a casa de sus
amigos Lázaro, Marta y María, para dar el pésame a Marta y María por la muerte
de su hermano Lázaro. Mientras María permanece en el interior de la casa –siempre
María en actitud contemplativa-, Marta en cambio, sale al encuentro de Jesús –recordemos
que representa a la vida activa o apostólica de la Iglesia-. El diálogo que se
desarrolla entre Marta y Jesús será el marco para una de las más grandes
revelaciones del Hombre-Dios: Él es “la Resurrección y la Vida” y el que “crea en Él, no morirá jamás”.
En efecto, el marco de fondo para la escena evangélica es la muerte de Lázaro,
cuyo cuerpo, depositado en el sepulcro, ha comenzado el proceso de
descomposición orgánica que hará decir a los que Jesús les pida que quiten la
piedra del sepulcro: “Señor, hace tres días que ha muerto; ya hiede”. La muerte
es el signo más claro y evidente de la caída de la humanidad a causa del pecado
original: los hombres fuimos creados por el Dios Viviente, que es la Vida
Increada en sí misma y Causa Primera de toda vida participada y creatural y es
por eso que no estamos preparados para la muerte, la cual no formaba parte de
los planes originales de Dios. Como dice la Escritura, “por la envidia del
diablo entró la muerte en el mundo” (Sab
1, 24). En el diálogo con Marta, Jesús se revela como el Dios Viviente, el Dios
que da la Vida, una vida que no es mera vida natural, sino la Vida eterna en sí
misma, la misma Vida divina. Es esa Vida, que irrumpirá en el Cuerpo muerto de
Jesús en el sepulcro y le insuflará la vida gloriosa de la Trinidad, la que
Jesús nos comunica por su Resurrección: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El
que cree en mí, aunque muera, vivirá”. La vida que nos comunica Jesús es la
Vida misma de Dios Trino, una vida inimaginablemente superior a la vida natural
que poseemos, y aunque debamos morir a la vida terrena, quien crea en Jesús,
obtendrá la Vida eterna: “Todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás”. Jesús
se revela entonces no solo como Aquel que destruye la muerte al precio de su
Sangre derramada en la cruz, sino que su Amor por nosotros va mucho más allá
que simplemente darnos la inmortalidad, al derrotar a la muerte: su Amor
Misericordioso por nosotros lo lleva a comunicarnos de su Vida divina, para que
no sólo vivamos para siempre, sino que vivamos con la vida misma de Dios Trino,
y esto es un misterio absoluto, que revela las profundidades insondables del
Amor de Dios por los hombres.
Y
ese Dios Viviente, que es la Vida Increada en sí misma, está en la Eucaristía,
listo para donarnos su Vida divina, una vida desconocida para el hombre, porque
se trata de la vida misma de Dios, que brota del Ser divino trinitario. A ese
Dios Viviente, el Dios de la Eucaristía, el Dios del sagrario, Cristo Jesús,
que nos espera para hacernos partícipes de su vida divina por la comunión
eucarística, le decimos junto con Santa Marta: “Jesús Eucaristía, creo que tú
eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo”.
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