En
Santa Mónica se cumplen a la perfección las palabras de la Escritura: “Sé
modelo para los fieles en las palabras y en el trato, en la caridad, en la fe y
en la pureza de vida” (1 Tim 4, 1-5,
2). Santa Mónica fue ejemplo en todo, y principalmente, en la fe y en la
caridad, porque anheló para su hijo San Agustín la vida eterna y no dejó por
esto mismo de orar al Señor durante treinta años, derramando lágrimas de dolor
hasta no ver a su hijo convertido. Es el mismo San Agustín quien nos traza el
semblante de esta gran santa, y cuáles eran sus preocupaciones. En su libro “Confesiones”,
San Agustín relata uno de los últimos diálogos tenidos con su madre, en el cual
se pone de manifiesto que Santa Mónica “vivía en el mundo”, pero ya no era del
mundo, sino que esperaba en la vida eterna, y que su alma estaba en paz porque
luego de haber rezado por más de treinta años, veía a su hijo encaminado en la
vida, pero no por haber alcanzado una posición social, o una sólida fortuna, o
por ser reconocido por el mundo, sino porque lo veía ya convertido a Nuestro
Señor Jesucristo. Dice así San Agustín[1]: “Cuando
ya se acercaba el día de su muerte -día por ti conocido, y que nosotros
ignorábamos-, sucedió, por tus ocultos designios (…), que nos encontramos ella
y yo solos, apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la casa
donde nos hospedábamos, allí en Ostia Tiberina (…). Hablábamos, pues, los dos
solos, muy dulcemente y, olvidando lo que queda atrás y lanzándonos hacia lo
que veíamos por delante, nos preguntábamos ante la verdad presente, que eres
tú, cómo sería la vida eterna de los santos, aquella que ni el ojo vio, ni el
oído oyó, ni vino a la mente del hombre. Y abríamos la boca de nuestro corazón,
ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en ti. Tales
cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas mismas palabras; sin
embargo, tú sabes, Señor, que, cuando hablábamos aquel día de estas cosas, y
mientras hablábamos íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus
placeres, ella dijo: “Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en
esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no
espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se
prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir.
Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus
siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este
mundo?”. No recuerdo muy bien lo que le respondí, pero al cabo de cinco días o
poco más cayó en cama con fiebre (Antes de morir, dijo): “Sepultad este cuerpo
en cualquier lugar: esto no os ha de preocupar en absoluto; lo único que os
pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde
estéis”. Habiendo manifestado, con las palabras que pudo, este pensamiento
suyo, guardó silencio, e iba luchando con la enfermedad que se agravaba”.
Analicemos
brevemente sus últimas palabras, para darnos una idea de la gran santidad de
Santa Mónica:
“Ya
nada me deleita en esta vida”: pero no porque estuviera depresiva, sino porque
esperaba tan grande felicidad en la vida eterna, que consideraba las
felicidades de la tierra igual a nada.
“Ya
nada espero de este mundo”: Lo mismo que recién: nada esperaba de este mundo
terreno, porque todo lo esperaba del mundo futuro, de la vida eterna feliz, en
la contemplación del Cordero.
“Una
sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de
verte cristiano católico, antes de morir”: no deseaba para su hijo ni una
esposa hermosa, ni una posición social predominante, ni un puesto de trabajo
bien remunerado, ni una fortuna: deseaba que fuera “cristiano católico”, es
decir, no solo practicante de su fe, sino amante de ese Dios Encarnado en
quien, por su fe, creía.
“Dios
me lo ha concedido con creces”: luego de rezar y de llorar por más de treinta
años por la conversión de su hijo, Dios había escuchado su petición y le había
concedido incluso más de lo que pedía, porque San Agustín es uno de los más
grandes santos de la Iglesia Católica.
Santa
Mónica es así ejemplo de fe y de perseverancia en la oración, pero sobre todo,
del verdadero amor paterno, y en esto es ejemplo para padres y madres, quienes
deben pedir a Dios, mañana, tarde y noche, lo mismo que Santa Mónica pidió para
su hijo: la contrición perfecta y la conversión del corazón, porque así se ganaba
la vida eterna.
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