Vida de santidad de San Roque
Nació
en Montpellier, de una familia sumamente rica. Al fallecer sus padres y luego
de heredar toda su fortuna, San Roque, movido por la gracia de Dios, que le
hacía despreciar los bienes terrenales y anhelar los bienes celestiales, y para
seguir a Cristo en la pobreza de la cruz, decidió vender todos sus bienes y
repartir toda su fortuna entre los más pobres, para luego peregrinar a Roma
para visitar santuarios y rezar en el Vaticano ante la tumba de San Pedro, el
primer Papa. Al llegar a Roma, se desencadenó en esos días la peste bubónica[1] la
cual -como es de suponer, debido al escaso desarrollo de la ciencia médica en
esa época- provocó la muerte de miles de enfermos. San Roque, olvidándose de sí
mismo –imitando a Cristo que, siendo Inocente murió por nosotros, pecadores-,
se dedicó a atender a aquellos afectados por la peste que se encontraban más
desamparados. Según testigos presenciales, logró la curación instantánea y
milagrosa de muchos enfermos con sólo hacerles la señal de la Santa Cruz sobre
su frente. A muchísimos otros ayudó a bien morir, confortándolos con la
esperanza de la vida eterna, animándolos a que se arrepintieran de sus pecados
y aceptaran a Jesús como Salvador, y hasta incluso él mismo los sepultaba,
puesto que nadie se atrevía a acercárseles por temor al contagio. Para con
todos, creyentes o no creyentes, les brindaba siempre la bondad y la
misericordia del Sagrado Corazón. Era tal su fama de santidad, que cuando
pasaba, la gente decía, con respeto y amor: “Ahí va el santo”.
Sucedió
un día que San Roque comenzó a experimentar los signos de la peste, lo cual es
lógico, debido a que es una enfermedad altamente contagiosa. Sintiéndose enfermo,
en su cuerpo comenzaron a producirse los característicos “bubones” o
tumoraciones de color negruzco, que se acompañaban también de úlceras. Debido a
que no quería molestar a nadie, y también para no ser causa de contagio a
otros, se retiró a un bosque, en donde esperaba morir. Sucedió entonces que un
perro, perteneciente a una familia importante de la ciudad –guiado por el ángel
custodio de San Roque- comenzó a tomar, todos los días, un trozo de pan de la
mesa de sus amos para llevárselo a San Roque. Como esta situación se repetía
día a día, llamó la atención del dueño, que decidió seguir al perro,
encontrando así a San Roque en el bosque, enfermo y lleno de llagas. Lo llevó a
su casa y allí San Roque pudo reponerse completamente. Agradeciendo a sus
benefactores, decidió regresar a Montpellier, su pueblo natal, pero al llegar a
la ciudad, fue confundido con un espía –la ciudad estaba en guerra en ese
momento-, por lo que encarcelaron a San Roque, pasando en prisión cinco largos
años. A pesar de ser el hijo de un antiguo gobernador, no lo reconocieron,
debido a su estado y a que parecía un mendigo.
Al
igual que en los momentos de la peste, también en prisión, olvidándose de sí
mismo, San Roque se dedicaba a catequizar a los preso y a consolar a los más
necesitados, dando así ejemplo de obras de misericordia espirituales –dar consejo
al que lo necesita, consolar al afligido-; además, ofrecía, en el silencio y
desde lo más profundo de su corazón sus penas y humillaciones, por la salvación
de las almas –imitaba así a Cristo, que también estuvo preso, siendo inocente,
y que por sus sufrimientos salvó nuestras almas-. Antes de morir, Nuestro Señor
Jesucristo se le apareció y le dijo que lo venía a buscar para llevarlo al
cielo, y que le pidiera una gracia antes de morir. San Roque le pidió que todo
aquel que lo invocara, se viera libre de la peste. Finalmente, el 15 de agosto
del año 1378, fiesta de la Asunción de la Virgen Santísima, murió como un
santo. Al prepararlo para colocarlo en el ataúd descubrieron en su pecho una señal
de la cruz que su padre le había trazado de pequeñito y se dieron cuenta de que
era hijo del que había sido gobernador de la ciudad[2]. Su
fama de santidad era tal, que toda la población de Montpellier acudió a sus
funerales, y desde entonces empezó a conseguir de Dios admirables milagros y no
ha dejado de conseguirlos a lo largo de los siglos.
Mensaje de santidad de San Roque.
San Roque nos enseña muchas cosas, necesarias para el cielo:
nos enseña el amor a la pobreza, pero no cualquier pobreza, sino la pobreza de
la cruz, que es la pobreza de Jesucristo, porque siendo rico de bienes
materiales –era el hijo del gobernador y su familia tenía mucho dinero, pero lo
vendió todo para darlo a los pobres-, prefirió los bienes del cielo, es decir,
en vez de atesorar dinero en la tierra –oro, plata, dólares, euros-, prefirió
hacer caso a lo que nos dice Jesús, que sí quiere que atesoremos tesoros, pero
espirituales y en el cielo (cfr. Mt
6, 20), y esos tesoros espirituales son las obras de misericordia y la gracia.
San
Roque nos enseña a obrar la misericordia, tanto corporal, como espiritual: al desatarse
la peste bubónica –una infección provocada por una bacteria, transmitida por la
mordedura de ratas infectadas y que en el hombre produce inflamación de los
ganglios linfáticos, de ahí el nombre-, San Roque se dedicó a cuidar a los
enfermos más afectados por la peste, logrando la curación milagrosa de muchos
de estos enfermos, con el solo hecho de trazar la señal de la cruz en sus
frentes[3]:
se trata de dos obras de misericordia, la corporal, asistiendo con cuidados al
enfermo, y la espiritual, trazando la señal del Redentor, la Santa Cruz de
Jesús. Además, esto nos hace ver el poder sanador de Cristo Jesús, porque no
era San Roque quien, por sí mismo, hacía el milagro, sino que el que hace los
milagros, a través de sus santos, es el Hombre-Dios, Nuestro Señor Jesucristo. Ahora
bien, no se necesita estar en medio de una peste, para trazar la señal de la
cruz en la frente, por ejemplo, a nuestros seres queridos. Es algo que los
padres deberían hacer todos los días a sus hijos y sus hijos, a su vez, a sus
padres, y mucho mejor si se lo hace con agua bendita. De esta manera, la señal
de la cruz y el agua bendita, como sacramental, libran al alma de una peste
mucho peor que la peste bubónica, y es la peste del pecado.
Nos
enseña el amor a la creación de Dios, y cómo Dios dispone de sus creaturas –en este
caso, un perro-, para ayudarnos en nuestras vidas.
Pero
el mensaje de santidad más importante que nos transmite San Roque es la imitación
de Cristo, porque lo imitó en su humildad, en su caridad, en su mansedumbre y
en su humillación, al ser humillado, como Jesús, y encarcelado injustamente por
cinco años.
¡Oh glorioso San Roque, enséñanos a
ser misericordiosos con los más necesitados y líbranos de toda peste, pero sobre todo de la peste del alma, el
pecado!
[1] La “peste bubónica” o “muerte
negra” es una enfermedad infecto-contagiosa producida por una bacteria llamada Pasteurella pestis o Yersinia pestis. Esta se multiplica
rápidamente en la corriente sanguínea, produciendo altas temperaturas y muerte
por septicemia. La palabra “bubónica” se refiere al característico bubón o
agrandamiento de los ganglios linfáticos, cuya piel que los cubre se vuelve de
color azulado oscuro o negro, debido a los infartos capilares y al proceso de
supuración de los ganglios linfáticos. Se trata de una plaga propia de los
roedores, que se transmite entre roedores a través de las pulgas: estas
succionan la sangre de una rata infectada, ingiriendo la bacteria junto con la
sangre, permaneciendo en el aparato digestivo de la pulga durante tres semanas promedio;
la bacteria se transmite cuando la pulga pasa del roedor al humano y, al succionar
la sangre de este, lo infecta cuando regurgita en el lugar de la picadura. El
transmisor más común de esta infección es la rata negra (Raltus rattus). Este
animal es amigable con el hombre, tiene aspecto agradable y está cubierto de
una piel negra y brillante. A diferencia de la rata marrón que habita en las
cloacas o establos, ésta tiende a vivir en casas o barcos. La cercanía con el
hombre favoreció la traslación de las pulgas entre ratas y humanos, y así se
propagó la peste. La enfermedad, ya fuera en el caso de las ratas o de los
humanos, tenía una altísima tasa de mortandad, y en algunas epidemias alcanzó
el 90 por ciento de los casos, siendo considerado “normal” un índice de
fallecimiento promedio del 60 por ciento. Cfr. http://historiaybiografias.com/malas01/
[2] http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=saintfeast&localdate=20160816&id=12174&fd=0
[3] Cfr. http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=saintfeast&localdate=20160816&id=12174&fd=0;
A. Butler, Herbert Thurston, SI, Vidas de los santos.
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