En sus catequesis[1],
el Santo Cura de Ars se refiere a la obligación del hombre para con Dios: “orar
y amar”: “El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar y amar. Si oráis
y amáis, habréis hallado la felicidad en este mundo". Esta obligación del hombre
se deriva del Primer Mandamiento, “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”, y
esto, dice el Cura de Ars, da la auténtica felicidad al alma, porque, por un
lado, la oración es el diálogo con Dios, que “es Amor” (cfr. 1 Jn 4, 8), y por otro lado, el “combustible”
de la oración –para que esta sea verdadera- es el amor, y es así como se
explica la felicidad que se origina en el alma con la oración: se ora a Dios,
que es Amor, movidos por el Amor, que es Dios. Es esto –el Amor de Dios que
mueve al alma a elevarse a Dios, que es Amor-, lo que hace que el alma se una a
Dios, puesto que se configura a Él en el Amor, y es en esto en lo que consiste
la oración, según el Cura de Ars: “La oración no es otra cosa que la unión con
Dios. Todo aquel que tiene el corazón puro y unido a Dios experimenta en sí
mismo como una suavidad y dulzura que lo embriaga, se siente como rodeado de
una luz admirable. En esta íntima unión, Dios y el alma son como dos trozos de
cera fundidos en uno solo, que ya nadie puede separar. Es algo muy hermoso esta
unión de Dios con su pobre creatura; es una felicidad que supera nuestra
comprensión”. La oración asimila al alma a Dios, lo “transforma”, por así
decirlo, en Él, que es Puro y que es Amor: por la oración, el alma se convierte
en imagen y semejanza de Dios porque Dios le comunica de su pureza y de su Amor
y cuanto más puro y más amor tiene el corazón del hombre, más dulzura y amor
experimenta en la unión con Dios.
Por
la oración, el hombre “degusta anticipadamente el cielo”, en donde “no habrá
más pena y dolor”, sino alegría y felicidad sin fin: “La oración es una
degustación anticipada del cielo, hace que una parte del paraíso baje hasta
nosotros. Nunca nos deja sin dulzura; es como una miel que se derrama sobre el
alma y lo endulza todo. En la oración hecha debidamente, se funden las penas
como la nieve ante el sol”.
Por
nosotros mismos, somos indignos de orar, dice el Cura de Ars, pero Dios nos
comunica su Amor, que nos permite elevarnos a Él porque “lo dilata”, lo
engrandece y le concede la capacidad de amarlo: “Nosotros nos habíamos hecho
indignos de orar, pero Dios, por su bondad, nos ha permitido hablar con él (…) Hijos
míos, vuestro corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de
amar a Dios”. Esto es así porque la oración convierte al corazón del hombre en
una copia viviente del Corazón de Dios, el Corazón de Jesús. Cuanta más oración
hecha con amor, mayor configuración y conversión del corazón del hombre en el
Corazón de Jesús, hasta no ser más que una sola cosa.
Continúa
luego el Santo Cura: “Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón”, dice el
Santo Cura de Ars que nuestro tesoro no está en la tierra, sino en el cielo: “Consideradlo,
hijos míos: el tesoro del hombre cristiano no está en la tierra, sino en el
cielo. Por esto nuestro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí
donde está nuestro tesoro”. Ahora bien, nosotros podemos agregar que si nuestro
tesoro está en el cielo, entonces nuestro corazón tiene que estar a los pies
del sagrario, puesto que en el sagrario está el Sagrado Corazón Eucarístico de
Jesús, un tesoro que vale más que todos los cielos eternos juntos.
Puesto que Dios es eterno, y puesto que el alma, por la
oración, se configura con Él, el hombre por la oración se vuelve semejanza de
Dios y experimenta en sí aquello que no le pertenece sino solo a Dios, y es la
ausencia de tiempo, la eternidad. Por la oración, el alma se sustrae del tiempo
y comienza a participar del Ser de Dios, que es su misma eternidad, y así el
tiempo, o desaparece, o se vuelve cada vez más rápido: “Otro beneficio de la
oración es que hace que el tiempo transcurra tan aprisa y con tanto deleite,
que ni se percibe su duración. Mirad: cuando era párroco en Bresse, en cierta
ocasión, en que casi todos mis colegas habían caído enfermos, tuve que hacer
largas caminatas, durante las cuales oraba al buen Dios, y, creedme, que el tiempo
se me hacía corto”.
Cuanto
más ama el alma a Dios, más se sumerge en la oración, porque el motor de la
oración es el Amor a Dios y cuanto más Amor a Dios hay en un corazón, más ama
esa alma a Dios y solo a Dios. Es decir, el alma que ora, ama a Dios y lo que
no es Dios, lo ama en Dios y por Dios, y nada ama que no sea del agrado de
Dios. Estas almas no aman al mundo, sino a Dios, y por eso no tienen el corazón
dividido, y experimentan en la oración una familiaridad con Dios, similar a la
familiaridad que se experimenta en el hablar entre las personas: “Hay personas
que se sumergen totalmente en la oración, como los peces en el agua, porque
están totalmente entregadas al buen Dios. Su corazón no está dividido. ¡Cuánto
amo a estas almas generosas! San Francisco de Asís y santa Coleta veían a
nuestro Señor y hablaban con él, del mismo modo que hablamos entre nosotros”.
La
mayoría de las veces, no tenemos en cuenta estas consideraciones acerca de la
oración –su motor es el Amor de Dios, que nos eleva a Dios, que es Amor- y es
así que asistimos a la Iglesia, pero “sin saber qué hacer ni qué pedir”, dice
el Cura de Ars: “Nosotros, por el contrario, ¡cuántas veces venimos a la
iglesia sin saber lo que hemos de hacer o pedir! Y, sin embargo, cuando vamos a
casa de cualquier persona, sabemos muy bien para qué vamos. Hay algunos que
incluso parece como si le dijeran al buen Dios: “Sólo dos palabras, para
deshacerme de ti”. Muchas veces pienso que, cuando venimos a adorar al Señor,
obtendríamos todo lo que le pedimos si se lo pidiéramos con una fe muy viva y
un corazón muy puro”. Nuestra oración con Dios, según el Cura de Ars, muchas
veces, en vez de ser un diálogo de amor, de parte nuestra se convierte en un
mero compromiso, del cual tengo que deshacerme lo antes posible. Si obráramos
con amor, con el corazón purificado por la fe, la gracia y el amor,
obtendríamos todo lo que pedimos, y si no lo obtenemos, es porque no oramos con
el amor ni con la fe suficientes.
Estas
consideraciones del Santo Cura de Ars acerca de la oración debemos tenerlas en
cuenta al hacer oración, y sobre todo, debemos aplicarlas en la oración más
grandiosa de todas, la Santa Misa. Si la oración, como dice el Cura de Ars,
produce dulzura en el alma, podemos decir también que no hay dulzura más grande
que orar a Dios por la oración más maravillosa de todas, la Santa Misa. ¿Por
qué esta dulzura en la Santa Misa? Porque en la Santa Misa, renovación
incruenta del Santo Sacrificio del Altar, el alma se une, por la gracia, al
Sagrado Corazón de Jesús, en Quien inhabita el Amor de Dios, el Espíritu Santo.
Jesús nos dona su Corazón, lleno del Amor de Dios, en la Cruz, y renueva este
don, de manera incruenta y sacramental, en la Misa, y nos dona su Sagrado
Corazón Eucarístico en la comunión, para derramar su Amor, el Espíritu Santo,
el Amor con el que se dirige al Padre, en nuestros corazones. Y es así como el
alma, unida a Cristo por el Divino Amor recibido en la comunión eucarística,
ama al Padre con el Amor con el que lo ama Jesús, y ese Amor dirigido al Padre
en Jesús, es la esencia de la oración cristiana. No hay oración más plena y
hermosa que la oración dirigida al Padre en la Santa Misa.
[1] Cfr. San Juan María Vianney, Catéchisme sur la priére: A. Monnin, Esprit du Curé d'Ars, París 1899, pp.
87-89.
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