En
el año 257, mientras Lorenzo era uno de los siete diáconos al servicio del Papa
San Sixto, el emperador Valeriano publicó un decreto de persecución en el cual
ordenaba que todo el que se declarara cristiano sería condenado a muerte[1].
El 6 de agosto el Papa San Sixto estaba celebrando la santa Misa en un
cementerio de Roma cuando fue asesinado junto con cuatro de sus diáconos por los
soldados del emperador[2]. Según
cuenta una antigua tradición, al ver Lorenzo que el Sumo Pontífice era
arrestado y condenado a muerte, le dijo: “Padre mío, ¿te vas sin llevarte a tu
diácono?”, a lo que San Sixto le respondió: “Hijo mío, dentro de pocos días me
seguirás”. Lorenzo, escuchando la respuesta con gran alegría, pues eso
significaba que pronto habría de ir a gozar de la gloria de Dios, vio cumplida
esta profecía del Santo Padre cuatro días después, cuando también él, junto con
otros diáconos, fueron arrestados y condenados a muerte.
Antes
de ser martirizado, se produjo el siguiente diálogo entre San Lorenzo y el
gobernador de Roma, quien le dijo así a San Lorenzo: “Me han dicho que los
cristianos emplean cálices y patenas de oro en sus sacrificios, y que en sus
celebraciones tienen candelabros muy valiosos. Vaya, recoja todos los tesoros
de la Iglesia y me los trae, porque el emperador necesita dinero para costear
una guerra que va a empezar”.
Lorenzo
le pidió que le diera tres días de plazo para reunir todos los tesoros de la
Iglesia, a lo que el gobernador accedió, pues pensaba llenar sus arcas con los
cálices de oro, los candelabros de plata y todas las demás riquezas que él
suponía que tenía la Iglesia. Sin embargo, San Lorenzo tení aun concepto de “tesoros
de la Iglesia” muy distinto al del gobernador, y fue así que en los días
sucesivos, invitó a todos los desamparados a los que él, como encargado del
Papa, ayudaba con limosnas: pobres, lisiados, mendigos, huérfanos, viudas,
ancianos, mutilados, ciegos, leprosos. Al tercer día los llevó ante la
presencia del gobernador y le dijo: “Ya tengo reunidos todos los tesoros de la
iglesia. Le aseguro que son más valiosos que los que posee el emperador”. El gobernador,
que esperaba algo muy distinto –oro y plata-, se disgustó enormemente, pero
Lorenzo le dijo: “¿Por qué se disgusta?
¡Estos son los tesoros más apreciados de la iglesia de Cristo!”. Y es verdad en
cuanto a nosotros, puesto que los pobres son la puerta abierta al cielo, si es
que los auxiliamos, pues en ellos está Presente Jesucristo de un modo
misterioso, tal como Él lo dice en el Evangelio: “Lo que habéis hecho a uno de
estos pequeños, a Mí me lo habéis hecho” y es la razón por la cual, todo lo que
hacemos a nuestro prójimo, sea en el bien como en el mal, se lo hacemos a
Jesucristo.
Al
comprobar que delante suyo en vez de oro y plata sólo había hombres necesitados
de todo tipo de ayuda, el alcalde se enfureció y le dio a San Lorenzo: “Pues
ahora lo mando matar, pero no crea que va a morir instantáneamente. Lo haré
morir poco a poco para que padezca todo lo que nunca se había imaginado. Ya que
tiene tantos deseos de ser mártir, lo martirizaré horriblemente”. Dicho esto,
mandó encender un gran fuego y colocar encima una parrilla de hierro, sobre la
que acostaron al diácono Lorenzo. Afirma San Agustín que el gran deseo que el
mártir tenía de ir junto a Cristo le hacía no darle importancia a los dolores
de esa tortura, aunque podemos agregar que la ausencia de dolor se debe, más
que al deseo del mártir de ir al cielo, a la Presencia del Espíritu Santo en el
mártir, que es quien lo libra de todos los dolores. Precisamente, como signo de
esta Presencia del Espíritu Santo en el alma y el cuerpo de San Lorenzo, los
cristianos presentes, testigos de la muerte del mártir, vieron su rostro “rodeado
de un esplendor hermosísismo y sintieron un aroma muy agradable” mientras lo
quemaban, mientras que los paganos ni veían ni sentían nada de eso[3]. Sólo
el Espíritu de Dios, que es Hermosísimo y cuya naturaleza divina es fragancia
exquisita y estaba inhabitando el cuerpo y el alma del santo, podía explicar
que los testigos percibieran esta luz sobrenatural y el aroma exquisito, en vez
de lo que debería suceder normalmente, esto es, escuchar gritos de dolor y
sentir olor a carne chamuscada y quemada. La Presencia del Espíritu Santo en
San Lorenzo hacía que su cuerpo fuera como una brasa ardiente sobre la cual se
echa incienso que despide perfume agradabilísimo, y este perfume era su
oración, que subía al cielo en honor a la majestad del Cordero, por quien
estaba dando su vida. Ya una vez en el fuego y luego de un prolongado rato de
estarse quemando en la parrilla que estaba al rojo vivo, dijo San Lorenzo a sus
verdugos: “Ya estoy asado por un lado. Ahora que me vuelvan hacia el otro lado
para quedar asado por completo”. Eso fue lo que hicieron los verdugos, darlo
vuelta –así como se da vuelta un trozo de carne en el asador-, de manera que el
santo mártir terminó quemándose por completo, de lado a lado. Cuando sintió que
ya estaba completamente asado exclamó: “La carne ya está lista, pueden comer”. Luego
de decir esto, con una paz sobrenatural que no podía en ninguna manera
explicarse humanamente, sino con la asistencia personal del Espíritu Santo, San
Lorenzo elevó una oración por la conversión de Roma y la difusión de la
religión de Cristo en todo el mundo, y exhaló su último suspiro. Era el 10 de
agosto del año 258.
Ahora
bien, una vez conocida su vida, podríamos preguntarnos lo siguiente: ¿es verdad
que los pobres son los “tesoros de la Iglesia”, como dijo el diácono San
Lorenzo? Podemos decir que sí, tomando en cuenta el contexto en el que San
Lorenzo hizo esta afirmación, y era que el gobernador de Roma quería los
cálices, las vinajeras, los candelabros de la Iglesia, pensando que estos eran
de oro y plata. Pero estas cosas materiales, en comparación con los pobres, en
los que inhabita Cristo, son igual a nada, siendo en cambio los pobres los “tesoros
de la Iglesia”. En este contexto, sí podemos decir que los pobres son el “tesoro
de la Iglesia”. Sin embargo, en un sentido absoluto, no, porque es otro el
Tesoro de la Iglesia: podemos decir que el verdadero y único tesoro de la
Iglesia es la Eucaristía, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de
Nuestro Señor Jesucristo, puesto que la Eucaristía es el mismo Dios Hijo encarnado,
que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, que renueva su sacrificio en la
cruz en la Santa Misa y que se nos dona como Pan de Vida eterna en la Hostia
consagrada, y no hay mayor tesoro que esto, que es invaluable, y es tan alto
don y misterio, que no alcanzarán las eternidades de eternidad, ni para
comprenderlo en su totalidad, ni para agradecerlo adecuadamente. Y a San
Lorenzo, al recordarlo en su día, le podemos pedir que interceda para que, -puesto
que difícilmente suframos su misma muerte, la de ser quemados en el cuerpo por
el fuego material-, nuestros corazones sean incendiados en el Fuego del Divino
Amor, un Fuego que quema pero que no arde, sino que produce gozo y dulzura en
el Señor, al transmitirnos el Amor de Dios.
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