Santa Edith Stein[1]
En
un momento de la historia dominado por el relativismo, el agnosticismo, el
materialismo y el ateísmo, y cuando oscuras fuerzas preternaturales intentan
quitar de la mente y el corazón de los hombres a Jesucristo y su Cruz -lo cual
se puede constatar en la persecución cruenta de cristianos y en el ataque incruento
pero no menos virulento de los medios de comunicación a la Iglesia-, Santa
Teresa Benedicta de la Cruz nos invita a contemplar a Nuestro Señor Jesucristo
y a abrazarnos con fuerza a la Santa Cruz, no para recibir consuelo de ninguna
clase, sino ante todo, para participar de su martirio. Tiempo antes de su
muerte había escrito así: “Yo sólo deseo que la muerte me encuentre en un lugar
apartado, lejos de todo trato con los hombres, sin hermanos de hábito a quienes
dirigir; sin alegrías que me consuelen, y atormentada de toda clase de penas y
dolores. He querido que Dios me pruebe como a sierva, después de que Él ha
probado en el trabajo la tenacidad de mi carácter; he querido que me visite en
la enfermedad, como me ha tentado en la salud y la fuerza; he querido que me
tentase en el oprobio, como lo ha hecho con el buen nombre que he tenido ante
mis enemigos. Dígnate, Señor, coronar con el martirio la cabeza de tu indigna
sierva”[2]. Antes
de ser apresada por miembros de la SS, quienes se presentaron en su convento
para llevarla detenida al campo de concentración de Auschwitz el 2 de agosto
del año 1942, cuando salía del convento, la Hermana Teresa llamó con toda tranquilidad
a su hermana tomándola de la mano y le dijo: “¡Ven, hagámoslo por nuestro
pueblo!”. Se refería a eso que había pedido: morir “probada por Dios en su
condición de sierva”, “sola”, “sin alegrías que la consuelen” y “atormentada
por toda clase de dolores”, y esto no es otra cosa que la muerte en cruz, la
muerte martirial en cruz. Lo que deseaba Santa Edith Stein no era otra cosa que
ser partícipe de la muerte del Rey de los mártires, Jesucristo, porque su
muerte es una muerte sin ningún tipo de consuelo –el único es la presencia de
María al pie de la Cruz-, solo y atormentado por toda clase de dolores. En
tiempos dominados por el agnosticismo, el materialismo y el rechazo de la Cruz,
Santa Edith Stein nos llama a elevar la vista hacia Jesús crucificado para
participar de su sacrificio en cruz, inmolándonos en el sacrificio de Cristo
como víctimas unida a la Víctima, Jesús, por la salvación de las almas.
¿Dónde
podemos llevar a cabo esta contemplación y unión con Cristo crucificado? Por supuesto
que frente al crucifijo, porque la fe y el amor nos unen, en el espíritu, a
Jesús en la cruz. Pero también, y ante todo, en la Santa Misa, porque la Misa
es renovación incruenta del Santo Sacrificio del Calvario, Sacrificio del Altar
por el cual Cristo se hace presente en el altar eucarístico con su Cuerpo
crucificado y derrama su Sangre en el Cáliz, para donarse a nuestras almas como
Pan de Vida eterna. Si delante del crucifijo nos unimos en el espíritu, por la
Santa Misa, por la Comunión Eucarística, nos unimos a su Cuerpo, recibimos su
Espíritu y somos convertidos en Él. Como cristianos, así es como debemos
participar en la Santa Misa, con el espíritu del Calvario, como lo pedía Santa
Edith Stein.
También
en otro escrito, Santa Teresa Benedicta de la Cruz nos invita a poner nuestra
esperanza no en las seguridades humanas –en los afectos humanos, en los
trabajos humanos, en los consuelos humanos-, sino solamente en la Santa Cruz, “única
esperanza nuestra”, como ella la llama: “Te saludamos, Cruz santa, única
esperanza nuestra”.
En
los tiempos de Santa Benedicta, el mundo estaba en Guerra, y mientras otros
confiaban en la fuerza de los ejércitos y en el poder de las armas, Santa Edith
Stein ponía toda su confianza solo en la Santa Cruz: “El mundo está en llamas:
la lucha entre Cristo y el Anticristo ha comenzado abiertamente, por eso si te
decides en favor de Cristo, ello puede acarrearte incluso el sacrificio de la
vida. Contempla al Señor que ante ti cuelga del madero, porque ha sido
obediente hasta la muerte de Cruz. Él vino al mundo no para hacer su voluntad,
sino la del Padre. Si quieres ser la esposa del Crucificado debes renunciar
totalmente a tu voluntad y no tener más aspiración que la de cumplir la
voluntad de Dios. Frente a ti el Redentor pende de la Cruz despojado y desnudo,
porque ha escogido la pobreza. Quien quiera seguirlo debe renunciar a toda
posesión terrena”.
Para
el alma que ama a Jesucristo, nada debe anteponerse a Él y Él en la cruz debe
ser el objeto de todo su amor: “Ponte delante del Señor que cuelga de la Cruz,
con corazón quebrantado; Él ha vertido la sangre de su corazón con el fin de
ganar el tuyo. Para poder imitarle en la santa castidad, tu corazón ha de vivir
libre de toda aspiración terrena; Jesús crucificado debe ser el objeto de toda
tu tendencia, de todo tu deseo, de todo tu pensamiento”.
Si
el mundo arde en la violencia de las llamas y el fuego, Jesús crucificado es el
refugio y camino seguro que conduce al cielo: “El mundo está en llamas: el
incendio podría también propagarse a nuestra casa, pero por encima de todas las
llamas se alza la cruz, incombustible. La cruz es el camino que conduce de la
tierra al cielo”.
El
que se abraza a la Cruz de Cristo, es transportado, por el Espíritu Santo, en
el Hijo, al Padre: “Quien se abraza a ella con fe, amor y esperanza se siente
transportado a lo alto, hasta el seno de la Trinidad”.
El
cristiano debe contemplar a Jesús crucificado y dejar que la Sangre de su
Sagrado Corazón se derrame en su alma, para que así broten de él “torrentes de
agua viva” que lo hagan llevar al Amor de Dios hasta los confines del mundo: “El
mundo está en llamas: ¿Deseas apagarlas? Contempla la cruz: del Corazón abierto
brota la sangre del Redentor, sangre capaz de extinguir las mismas llamas del
infierno. Mediante la fiel observancia de los votos, mantén tu corazón libre y
abierto; entonces rebosarán sobre él los torrentes del amor divino, haciéndolo
desbordar fecundamente hasta los confines de la tierra”.
El
que se abraza a la Cruz se hace partícipe del Amor Misericordioso de Jesucristo
y se vuelve con caridad, compasión y misericordia a su prójimo: “Gracias al
poder de la cruz puedes estar presente en todos los lugares del dolor a donde
te lleve tu caridad compasiva, una caridad que dimana del Corazón Divino, y que
te hace capaz de derramar en todas partes su preciosísima sangre para mitigar,
salvar y redimir”.
Jesús
nos mira desde la cruz y nos pide que renovemos, en el Amor de Dios, la Alianza
Nueva y Eterna, sellada con su Sangre: “El Crucificado clava en ti los ojos
interrogándote. ¿Quieres volver a pactar en serio con Él la alianza? Tú sólo
tienes palabras de vida eterna. ¡Salve, Cruz, única esperanza!”.
Ahora
bien, como afirmamos anteriormente, lo mismo que nos dice Santa Edith Stein
acerca de la cruz, lo decimos nosotros de la Santa Misa, renovación incruenta
del Santo Sacrificio del Calvario. Parafraseando a Santa Edith Stein, podemos
decir: “La Santa Misa, única esperanza nuestra”.
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