Nació en el año 297 en Alejandría, Egipto. Se opuso a Arrio,
un sacerdote de la Iglesia Alejandría, quien sostenía heréticamente que el
Verbo de Dios, o Logos, no era eterno, sino que había sido creado en el tiempo
por el Padre y, por consiguiente, sólo podía llamarse Hijo de Dios en sentido
figurado[1]. En
otras palabras, Arrio negaba la divinidad de Jesucristo, con lo cual se niega
también todo el misterio de la Eucaristía. San Atanasio asistió con su obispo
al Concilio de Nicea, en donde se fijó la doctrina de la Iglesia, se excomulgó
a Arrio y se promulgó el Credo de Nicea. Toda su vida posterior fue un
testimonio de la divinidad de Jesús y una ratificación de la profesión de fe en
el Credo de Nicea. Precisamente, por defender la divinidad de Jesucristo, fue perseguido
por los herejes, fue desterrado cinco veces de Alejandría, vivió diecisiete
años en el exilio, sufrió numerosas calumnias y acusaciones falsas, incluidas
un homicidio inexistente, y sobrevivió a numerosos intentos de asesinato,
aunque los últimos siete años de su vida ejerció su ministerio episcopal sin
ser perturbado por sus enemigos. A la muerte del emperador Joviniano regresó a
Alejandría, en donde murió el 2 de mayo del año 373, rodeado y venerado por su
pueblo[2].
La importancia de San Atanasio en su combate contra la
herejía del arrianismo no se aprecia en su totalidad si antes no se considera
en qué consiste el organismo sobrenatural de los misterios del cristianismo, y
para hacerlo, citamos a un renombrado teólogo, Matthias Scheeben: “El carácter
eminentemente sobrenatural del cristianismo reside en que Dios, que es la Vida
Increada en sí misma –vida que por ser vida de Dios consiste en conocer y amar
en Acto Puro de Ser-, comunica de esta vida divina interiormente, produciendo
las Personas divinas del Hijo y del Espíritu Santo al comunicarles la divina
naturaleza, pero también esa comunicación interior de la divina naturaleza se
prolonga y se copia ad extra, fuera
de la Trinidad[3].
La comunicación interior de la divina naturaleza se prolonga, al asumir el Hijo
de Dios una naturaleza creada y haciendo a ésta –en su Persona, y como
perteneciente a ella- partícipe de la unión substancial y de la unidad que Él
mismo tiene con el Padre. Pero no solamente esta naturaleza humana, sino todo
el linaje humano tiene que unirse del modo más íntimo con Dios. Por esto el
Hijo humanado de Dios se une en su humanidad con nosotros del modo más íntimo y
substancial, formando con nosotros un solo cuerpo, así como Él mismo es un sol
espíritu con el Padre. Y así como Él mediante su espiritual unidad de esencia
con el Padre tiene una misma naturaleza, una misma vida con él, de un modo
análogo quiere que mediante la unidad del cuerpo con nosotros participemos de
su divina naturaleza; y quiere derramar sobre nosotros la gracia y la vida, con
toda plenitud, la misma vida que recibió del Padre y depositó en su humanidad. De
esta manera el Hijo de Dios, saliendo de su Padre, entra del modo más real e
íntimo en el linaje humano, mediante la prolongación de su procesión eterna; y
así nosotros entramos en la unión más perfecta, continuada, con el Padre,
fuente primera de la vida divina; y por consiguiente surge en nosotros una
copia perfecta de la unidad substancial del Hijo con el Padre; y la
participación que así alcanzamos de la divina naturaleza se muestra como copia
de la comunidad de naturaleza y vida –comunidad condicionada por la suprema
unidad substancial- entre el Hijo de Dios y su Padre”[4].
Continúa Scheeben: “De esta manera, por medio de la
Eucaristía, se verifica, se termina y se sella la unidad real del Hijo de Dios
con todos los hombres, y los hombres son incorporados por completo, del modo
más íntimo, real y substancial, para participar como miembros también de su
cuerpo. El concepto de nuestra incorporación real y substancial a Cristo es el
concepto fundamental de todo el misterio eucarístico. Esto es posible por el hecho de que Jesús de
Nazareth es Dios, es el Logos, que es Dios Hijo, que se ha encarnado, ha
asumido una naturaleza humana y le ha comunicado de su divinidad, y como
prolonga y continúa su encarnación en la Eucaristía, al unirnos con Él por la comunión
eucarística, recibimos de Él la naturaleza divina que Él recibió del Padre”.
Si Cristo no es Dios, toda su Pasión y Muerte no pasan de
ser meros ejemplos de gran estoicismo y hasta de santidad, pero estoicismo y
santidad de un hombre bueno y santo, pero de ninguna manera el mismo Dios en
Persona.
Si
Cristo no es Dios, entonces los arrianos tienen razón, al sostener que en el
Huerto de Getsemaní Cristo simplemente sufrió temor, angustia, terror, pena,
pero no modificó en nada nuestro temor, nuestra angustia, nuestro terror y
nuestra pena. Pero como Cristo es Dios, como lo sostiene San Atanasio, Cristo
Jesús, sufriendo humanamente, destruyó con el poder de su divinidad no solo el
temor, la angustia, el terror y la pena, sino hasta la misma muerte, porque es
obra de la divinidad, dice San Atanasio, entregar y la vida y recobrarla a
voluntad, como hizo Cristo: “Porque el hombre no muere voluntariamente, sino
por obra de la naturaleza y contra su voluntad; pero el Señor, que es inmortal
puesto que no tiene carne mortal, podía, a voluntad, como Dios que es,
separarse del cuerpo y volver a tomarlo... Así, pues, dejó sufrir a su cuerpo,
pues para ello había venido, para sufrir corporalmente y conferir con ello la
impasibilidad y la inmortalidad a la carne; para tomar sobre sí ésas y otras
miserias humanas y destruirlas; para que después del Él todos los hombres
fueran incorruptibles como templos del Verbo”[5].
También
en la doctrina eucarística se puede apreciar la importancia de San Atanasio en
su combate contra la herejía arriana: si Cristo no fuera Dios, tal como lo
pretendía Arrio, entonces la Eucaristía sería sólo un pancito bendecido en una
piadosa ceremonia religiosa, y nada más, y no nos comunicaría la vida divina
del Hombre-Dios, y nosotros no nos uniríamos a Él en su Cuerpo, para ser
llenados por su Espíritu y así entrar en comunión de vida y amor con Dios
Padre. Si Cristo no es Dios, como sostenía equivocadamente Arrio, entonces la Eucaristía
no nos da la vida eterna, ni nos comunica el Amor de Dios, el Espíritu Santo,
ni nos haría un solo cuerpo y un solo espíritu con Cristo Jesús. No sería la
carne del Cordero de Dios, ni el Pan Vivo bajado del cielo, ni el Pan de Vida
eterna, y no valdría la pena dar la vida por ella. Sin embargo, como lo afirma
San Atanasio, Jesús es Dios, y porque Él es Dios, está en Persona en la Hostia
Santa, por lo que sí vale la pena dar la vida por la Eucaristía.
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