Nació en Madrid, España, en el año 1130. Debido a la escasez
de recursos, sus padres no pudieron enviarlo a la escuela, por lo que se
preocuparon ellos mismos de darle educación, al mismo tiempo que le enseñaron
aquello que sería lo más valioso para San Isidro, puesto que le valdría la vida
eterna: le enseñaron el horror al pecado y el amor a la oración[1].
Desde muy joven, comenzó a trabajar como labrador en la casa
de un rico hacendado, Juan de Vargas, en donde se desempeñaría en ese oficio
hasta su muerte. Con su esposa, que luego también sería santa y sería llamada “Santa
María de la Cabeza” -porque se acostumbraba sacar la reliquia de su cabeza en
procesión en tiempos de sequía-, tuvo un solo hijo, el cual murió siendo niño;
desde entonces, hicieron voto de vivir en perfecta continencia para mejor
servir a Dios.
Existe una anécdota, en la vida de San Isidro, proporcionada
por su empleador, Juan de Vargas, la cual contribuyó a la fama de santidad que
ya tenía. San Isidro acostumbraba a levantarse muy temprano para ir a Misa, y
ya en el trabajo, conversaba con Dios, con su ángel de la guarda y con los
santos del cielo. Los días de fiesta los pasaba visitando al Santísimo en las
distintas iglesias de Madrid y sus alrededores, visita que hacía también
cotidianamente. Precisamente, fueron estas visitas al Santísimo, realizada
todos los días antes de ir a trabajar, las que le valieron la acusación de parte
de sus compañeros de trabajo: lo acusaron ante su patrón de que llegaba tarde a
trabajar. Juan de Vargas quiso comprobar personalmente si era verdad aquello de
lo que se lo acusaba, y se puso a espiarlo. Comprobó, efectivamente, que San
Isidro llegaba tarde al trabajo, debido a sus visitas al Santísimo, y se
dispuso por lo tanto a reprocharle su proceder. Sin embargo, con gran
admiración, vio que una yunta de bueyes blancos, conducidos por un desconocido,
araba el campo al lado del arado de San Isidro, realizando en tiempo y forma el
trabajo que San Isidro debía estar haciendo. Minutos después, la yunta de
bueyes y el misterioso personaje desaparecieron, comprendiendo Juan de Vargas
en ese momento que el cielo mismo se encargaba de hacer el trabajo que debía
hacer San Isidro y que no lo hacía en ese momento por estar adorando a su Dios
en el Santísimo Sacramento del altar.
San Isidro amaba mucho también a los pobres, a quienes
invitaba con frecuencia a comer, reservándose para él los restos de comida. Amaba
también a los animales y una anécdota lo demuestra: en un frío día de invierno,
vio una bandada de pájaros acurrucados en la rama de un árbol, y comprendió que
no habían encontrado nada para comer. Ante la burla de sus compañeros, sacó las
semillas que llevaba en su bolsa, y les dio la mitad de lo que llevaba, y
continuó su camino. Al llegar al lugar donde debía sembrar, comprobó que la
bolsa estaba llena; además, la semilla produjo el doble de esperado. Murió el
15 de mayo de 1130.
Mensaje de santidad
San
Isidro Labrador nos muestra que la pobreza material no es incompatible con la
riqueza espiritual, puesto que naciendo, viviendo y muriendo pobre, fue en la
vida más feliz que muchos ricos con posesiones materiales, ya que vivió en
permanente estado de gracia, y fue por lo tanto capaz de alcanzar la riqueza que
no se corrompe, la vida eterna en los cielos. Siendo pobre materialmente, San
Isidro sin embargo no codició nunca los bienes materiales de su amo rico; por
el contrario, los tuvo en nada, en comparación con el bien incomparable de la
gracia santificante. Supo “atesorar tesoros en el cielo”, como nos pide Jesús,
esto es, la oración, la adoración eucarística, el amor a Dios y al prójimo, y
así se convirtió en santo, que vale más que todas las riquezas del mundo
juntas. También nos enseña a cumplir el mandamiento que dice: “Amar a Dios por
sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 34-34), porque San Isidro hacía visitas a las iglesias para
adorar a Jesús Dios, presente en el Santísimo Sacramento del altar para cumplir
con el deber de amar a Dios, lo cual está antes incluso que el deber de
trabajar, y la anécdota con los bueyes nos enseña que cuando se cumple este
deber de amar a Dios por encima de todas las cosas, Dios mismo se ocupa de
hacer nuestro trabajo[2],
y esto constituye un gran ejemplo para los adoradores eucarísticos: la Santa Misa y la adoración eucarística están antes que todo.
Otra enseñanza
que nos deja San Isidro es el amor a los pobres, ya que siendo él mismo pobre,
no se excusó en su pobreza para no atender a los más necesitados, ya que les
daba de su propia comida, reservándose para sí los restos. En recompensa, Jesús
le abrió las puertas al Banquete de bodas del Cordero, en donde la fiesta y la
alegría son continuas por la visión de la Trinidad, y se come el manjar
exquisito de los cielos, el Pan de Vida eterna, el Vino de la Alianza Nueva y
Eterna, y la Carne del Cordero de Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo.
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