En la primera revelación, el 27 de diciembre de 1673, Jesús
le dice a Santa Margarita María de Alacquoque: “Mi Divino Corazón está tan
apasionado de Amor por los hombres (…) que, no pudiendo ya contener en Sí Mismo
las Llamas de Su Ardiente Caridad, le es preciso comunicarlas (…) y
manifestarse a todos para enriquecerlos con los preciosos Tesoros que (…) contienen
las Gracias santificantes y saludables necesarias para separarles del abismo de
perdición. Te he elegido como un abismo de indignidad y de ignorancia, a fin de
que sea todo Obra Mía”.
Le revela que su Corazón está “apasionado de Amor por los
hombres”, y que quiere “comunicar y manifestar” las “Llamas de Ardiente Caridad”
que “contienen gracias santificantes” que “los separarán del abismo de
perdición”.
Podríamos decir que en esta declaración de Amor de Jesús,
hay algo que Jesús no dice, pero que está contenido, y ese algo supera
infinitamente el solo hecho de concedernos gracias santificantes que evitan
nuestra eterna condenación. Es verdad que la gracia santificante actúa en el
alma haciéndole ver la realidad y el horror del pecado y del castigo que éste
atrae, que es la eterna condenación en el infierno. Pero el Amor del Sagrado
Corazón no se limita a simplemente concedernos el rechazo de la malicia del
pecado y la detestación del infierno; eso sería, y es, muy poco. Hay algo que
Jesús no dice, pero que está implícito en el don de su Sagrado Corazón
Eucarístico que arde en las llamas del Amor divino, y ese algo es la transformación
del alma, por la gracia santificante, en una imagen viviente suya.
Una señal de esto que decimos se encuentra en la siguiente
experiencia de Santa Margarita: “Me pidió después el corazón y yo Le supliqué
que lo tomase. Lo tomó y lo introdujo en Su Corazón adorable, en el cual me lo
mostró como un pequeño átomo que se consumía en aquel Horno encendido. Lo sacó
de allí, cual si fuera una llama ardiente en forma de corazón y lo volvió a
colocar en el sitio de donde lo había tomado, diciéndome: “He ahí, mi muy
amada, una preciosa prenda de Mi Amor, el cual encierra en tu pecho una pequeña
centella de Sus Vivas Llamas para que te sirva de corazón y te consuma hasta el
postrer momento, y cuyo ardor no se extinguirá ni enfriará”.
Esto es entonces aquello que Jesús no dice en primera
instancia, pero que está contenido en su revelación: la gracia santificante,
que viene al alma por el Sacramento de la Confesión, no solo destruye el
pecado, sino que convierte al alma en una imagen viviente del Hijo de Dios, de
modo que Dios Padre no puede hacer otra cosa que amar al alma como ama con el
mismo Amor con el cual ama a su Hijo Jesús, el Espíritu Santo. Es esto lo que
está representado en el intercambio que hace Jesús, tomando el corazón de Santa
Margarita y dándole a cambio una llama de su Sagrado Corazón en forma de
corazón: el alma arde en el Amor de Dios porque ha sido transformada en una
imagen de Jesús. Tan pronto como el alma recibe la gracia, se convierte de
enemiga que era por el pecado, en hija de Dios, al ser destruido el pecado por
la gracia, y de esa manera no solo se aplaca la justa ira de Dios, sino que se
cambia en Amor de predilección, porque el alma se vuelve un miembro viviente de
su Hijo y se convierte en una imagen de su Hijo[1]. Contra
el fruto venenoso del pecado, solo cabe un único remedio, la Sangre del
Hombre-Dios, con su poder y fruto, la divina gracia. El hombre debe beber la
Sangre del Hombre-Dios como medicina, para así lavar las manchas de la malicia
del pecado, que son al alma lo que la lepra al cuerpo. Cuando el alma recibe el
torrente inagotable de gracia que fluye del Costado abierto de Cristo, no solo
queda lavada de sus pecados, sino que recibe una nueva vida, la vida de la
gracia, la vida del Hombre-Dios Jesucristo. El poder infinito de la gracia no
solo destruye la obra de malicia del pecado, que era despojar al hombre de su
amor hacia Dios, de modo que se formaba un abismo entre el hombre y Dios, sino
que atrae hacia el hombre el Amor de Dios, reuniendo al hombre con Dios y a
Dios con el hombre.
Ahora
bien, si el Sagrado Corazón se le apareció a Santa Margarita en el año 1647,
¿eso quiere decir que quienes vivimos en el siglo XXI hemos quedado fuera de
sus promesas? De ninguna manera, porque si a Santa Margarita se le apareció,
pero no se le dio en comunión, a nosotros no se nos aparece sensiblemente, de
modo que pueda ser captado por los sentidos, pero sí se nos da todo Él en la
Eucaristía, porque ahí se encuentra el Sagrado Corazón Eucarístico en Persona,
y por este motivo, es en la comunión eucarística en donde el Sagrado Corazón
quiere que lo recibamos: “Tengo sed, pero una sed tan ardiente de ser amado por
los hombres en el Santísimo Sacramento, que esta sed Me consume y no hallo a
nadie que se esfuerce según Mi Deseo en apagármela, correspondiendo de alguna
manera a Mi Amor”.
El
alma que recibe al Sagrado Corazón Eucarístico con fe y con amor, se esfuerza por saciar la sed
de Amor que consume al Sagrado Corazón.
[1]
Cfr. Matthias Joseph Scheeben, The glories of Divine Grace, TAN Books
Publishers, Illinois 2000, 178.
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