San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

sábado, 29 de diciembre de 2012

San Juan, Apóstol y Evangelista


27 de diciembre


            Vida y milagros de San Juan, Apóstol y Evangelista[3]
            El apóstol Juan era hermano de Santiago el Mayor, y ambos hijos de Zebedeo y de Salomé, mujer israelita, buena y piadosa, fiel seguidora de Jesús en sus catequesis del Reino. Habían nacido en Betsaida.
            Según refiere el Evangelio, Jesús, “pasando junto al lago de Galilea… vio a Santiago, el hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban remendando las redes, y al punto los llamó. Ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, le siguieron” (Mc 1, 16-20).
            San Juan, llamado “el discípulo amado” (Jn 19, 26) es, de entre todos los discípulos, el que más cercano se encuentra a Jesús, y el que lo acompaña en todo momento, hasta la agonía de la Cruz, si bien huye acobardado cuando apresan a Jesús en el Huerto de los Olivos. En el Monte Tabor, es testigo junto a Pedro y Santiago de la Transfiguración de Jesús, realizada por el Señor para que cuando lo contemplaran cubierto de golpes y de sangre, coronado de espinas y flagelado, y no lo reconocieran a causa de esto, recordando la luz de su divinidad, tuvieran valor para seguirlo por el Camino Real de la Cruz. En la Última Cena, recuesta su cabeza en el pecho del Salvador, y escucha los latidos de su Sagrado Corazón; lo acompaña al Huerto, aunque al igual que Pedro y Santiago, no es capaz de “velar una hora”; huye cuando apresan a Jesús; luego regresa y se queda al pie de la Cruz, junto a la Virgen, y es el destinatario del don de Jesucristo, su Madre, por lo que nace al pie de la Cruz como hijo de María. Luego, en la Resurrección, al correr más rápido que Pedro, llega primero al sepulcro, siendo testigo del sepulcro vacío, confirmación de la resurrección de Jesús.
            Es reconocido también como el autor del Apocalipsis y de tres cartas, en las que manifiesta que Jesús es el Mesías y que creer en Él es “caminar en la luz”. Sin embargo, sólo ama a Dios y es discípulo de Cristo el que ama a su hermano.

            Mensaje de santidad de San Juan, Apóstol y Evangelista
            El mensaje de santidad de San Juan Evangelista se desprende de su cercanía con Jesús, cercanía que lo lleva a recibir mayor luz del Espíritu Santo, con la cual conoce los secretos del Sagrado Corazón. Por eso su mensaje de santidad es el transmitirnos su conocimiento de Jesús, y es al inicio de su Evangelio en donde nos dice quién es Él: no es ni un hombre santo, ni siquiera el más santo de todos los hombres, ni un profeta, ni un rabbí hebreo más: es Dios encarnado, es el Hombre-Dios. Para apreciar mejor su mensaje de santidad, meditamos el primer versículo de su Evangelio: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios” (Jn 1, 1). De entre todos los evangelistas, Juan es el único que aplica el nombre de Verbo a Jesucristo, por eso su evangelio es llamado “el evangelio del Hijo de Dios”, en contraposición a los otros evangelistas, que presentan a Jesús como el “Hijo del hombre”[4].
Para San Juan el Logos o Verbo no es un mero instrumento de la divinidad, sino que es Dios Creador: “...por quien todo fue hecho...” (...); y no es solamente la primera surgente de la vida creada, sino también la surgente de la vida divina, el Verbo es la vida misma de Dios: “el Verbo de Vida” (1Jn 1, 1). El Verbo de Juan es Verbo divino, procede de las profundidades insondables de la mente del Padre, y está envuelto en la luz y en la gloria del Padre, y por eso es luz y luz divina procedente por generación de la luz divina, es la luz en quien se deposita el ser mismo de Dios[5]: “Luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, generado, no creado, de la misma substancia del Padre” (Jn 20, 31). El Verbo es la luz del conocimiento del Padre que se irradia en el esplendor de una imagen infinita, y a este conocimiento divino se lo designa como EsplendorPalabraImagen[6], Verbo. La Sagrada Escritura llama a este acto de conocimiento por el cual el Padre produce su Verbo “emanación de la claridad omnipotente de Dios”, “candor de la luz eterna y espejo sin mancha de la majestad divina e imagen de la divina bondad” (Sab 7, 25-26).
Entonces, para Juan, el Verbo es el mismo Dios viviente en persona, Espíritu Puro, procedente del Padre, poseedor de la misma substancia divina del Padre, idéntica con el ser divino del Padre, al cual posee originariamente[7]; es luz generada eternamente por la luz del Padre. Pero también es Hombre verdadero, ser compuesto de materia, poseedor de una naturaleza humana concreta: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. El Verbo Eterno se encarna y se hace Hombre, se hace Dios-Hombre, y ese Hombre-Dios, imagen de la gloria del Padre, procedente de la eternidad misma del seno del Padre y  a la vez generado en el tiempo en el seno de la Virgen Madre, es Jesucristo. Contemplando a Jesucristo en su carne, en su humanidad, contemplamos al Verbo,  y en el Verbo, al Padre.
El Verbo, que es Espíritu Puro y Luz pura, se hace carne y opaca su luz ocultándola bajo la carne. Y al contemplar a Cristo en su encarnación, surge la pregunta del porqué y de cuál es la relación que conmigo tiene su encarnación.
La Persona divina que habita a la vez con su Ser divino en el seno del Padre, desde la eternidad, y en el seno de María, en el tiempo, es Jesucristo, Hijo de Dios, y se ha encarnado para hacer del hombre hijo de Dios. Dice San Ireneo: “El Verbo se hizo hombre para que el hombre, recibiendo al Verbo y recibiendo la gracia de la filiación, fuese hijo de Dios” (Apud. Theodoret. dial. 1). Los Santos Padres dicen que el Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre, para hacer de los hijos de los hombres hijos de Dios, y por ese motivo la encarnación del Verbo no es ni debe ser indiferente para mí.
La encarnación del Verbo no es mera retórica ni un dogma puramente especulativo, sino el fundamento de nuestra filiación divina y de nuestra divinización: a quienes creen en Él, les ha dado el poder de ser hijos de Dios, de ser parte orgánica, real, de su Cuerpo Místico. El Verbo se encarna para comunicarme su vida divina, su filiación divina, para que yo sea hijo de Dios con la misma filiación divina con la cual Él es Hijo de Dios en la eternidad, y esto es un misterio de la caridad divina que sobrepasa infinitamente nuestra capacidad de comprensión. El Verbo generado en la eternidad se manifiesta generado en el tiempo naciendo como la Cabeza Mística de un Cuerpo Místico, el Cristo Total, que debe continuar naciendo hasta el fin de los tiempos. Nosotros estamos en el término de la generación última y final del Cristo Total, del Cristo integrado por sus miembros adoptivos, como la última fibra de un tejido de carne en la cual una mano omnipotente ha envuelto la substancia inmaterial del Verbo de Dios[8]. Y como miembros del Cristo Total –porque para esto hemos sido hechos hijos de Dios-, ofrendamos con Él y en Él a Dios Trino el sacrificio de adoración más perfecto, que le da gloria infinita, el sacrificio del altar, como anticipo de la adoración que como hijos de Dios le tributaremos en la eternidad.
“Y miré, y vi que en medio del solio y de los cuatro animales, y en medio de los ancianos, estaba un Cordero como inmolado, el cual tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete espíritus de Dios enviados a toda la tierra. (...) Y, cuando hubo abierto el libro, los cuatro animales y los veinticuatro ancianos se postraron ante el Cordero, teniendo todos cítaras y copas de oro, llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos. Y cantaban un cántico nuevo, diciendo: ‘Digno eres, Señor, de recibir el libro y abrir sus sellos: porque tú has sido entregado a la muerte, y con tu sangre nos has rescatado para Dios de todas las tribus, y lenguas, y pueblos, y naciones. Y nos has hecho, para nuestro Dios, reyes y sacerdotes. Y reinarán sobre la tierra’ (Ap 5, 6-10).
En el gran acto de adoración del cielo, también nosotros, aunque pobres y débiles, como miembros del Cuerpo Místico, como hijos de Dios, tenemos nuestro lugar. Como miembros de su Cuerpo suben nuestras oraciones, que se mezclan al incienso y a los perfumes de las copas de oro[9]. Porque estamos en presencia del Verbo Viviente, el Cordero Inmolado, el Cristo Eucarístico, nuestro sacrificio del altar, y nuestras oraciones, realizados en el tiempo, se unen a las oraciones de los santos y de los ángeles en la eternidad.
Ni Cristo es un maestro de moral, ni nosotros hemos sido hechos hijos de Dios para portarnos bien, para ser buenos ciudadanos: el Verbo se ha encarnado y nos ha dado el poder de ser hijos de Dios para adorar a Dios con todo nuestro ser y con toda nuestra vida, mediante el sacrificio del Verbo Encarnado, en el tiempo y en la eternidad.



[1] Cfr. Arranz Enjuto, o. c., 58.
[2] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 464.
[3] Cfr. Arranz Enjuto, o. c., 102.
[4] Cfr. Ivan KologrivofIl Verbo di Vita, Libreria Editrice Fiorentina, Firenze 1956, 17.
[5] Cfr. Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 71.
[6] Cfr. Scheeben, Los misterios, 66.
[7] Cfr. Scheeben, Los misterios, 66.
[8] Cfr. M. de la Taille, S. J., Esquisse du  Mysére de la Foi, Paris 1924, 271 ; cit. en Ivan Kologrivoffop. cit.
[9] Cfr. Merton, Thomas, Il Pane Vivo, Edizioni Garzanti, Firenze 1958, 46-47.

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