San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 3 de noviembre de 2017

San Martín de Porres


         Vida de santidad[1].

Nació en Lima, Perú, de padre español y madre mulata, el año 1579. A temprana edad aprendió el oficio de barbero-cirujano, oficio que luego, al ingresar en la Orden de Predicadores, ejerció ampliamente en favor de los pobres. Llevó una vida de mortificación, de humildad y de gran devoción a la eucaristía. Murió el año 1639.

Mensaje de santidad[2].

En la homilía pronunciada en ocasión de su beatificación, el Papa Juan XXIII trazaba una semblanza de la vida de santidad de San Martín de Porres, caracterizada ante todo, por la caridad, es decir, por el amor sobrenatural a Dios y al prójimo. Decía así el Papa: “Martín nos demuestra con el ejemplo de su vida que podemos llegar a la salvación y a la santidad por el camino que nos enseñó Cristo Jesús: a saber, si, en primer lugar, amamos a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra mente; y si, en segundo lugar, amamos al prójimo como a nosotros mismos”. El camino que nos muestra San Martín de Porres es el del cumplimiento del Primer Mandamiento, el más importante de todos, y en el que se concentran todos los Mandamientos de la Ley de Dios, el amor a Dios y al prójimo.
Este amor de caridad, en San Martín de Porres, se fundamenta en la Pasión de Jesús, ya que Jesús es la Fuente de la caridad y es a la vez el destinatario, en su Persona y en la persona de los más necesitados, del amor de caridad del cristiano: “Él sabía que Cristo Jesús padeció por nosotros y, cargado con nuestros pecados, subió al leño, y por esto tuvo un amor especial a Jesús crucificado, de tal modo que, al contemplar sus atroces sufrimientos, no podía evitar el derramar abundantes lágrimas”.
San Martín contemplaba a Cristo crucificado, y es de allí de donde obtenía el amor de caridad que lo santificó, pero no solo, sino también era en la adoración eucarística y en la comunión sacramental, de donde el santo se nutría con el Amor de Dios, que luego comunicaba a los demás: “Tuvo también una singular devoción al santísimo sacramento de la eucaristía, al que dedicaba con frecuencia largas horas de oculta adoración ante el sagrario, deseando nutrirse de él con la máxima frecuencia que le era posible”.
Afirma el Papa Juan XXIII que San Martín de Porres, además de la caridad, se destacaba en la virtud de la humildad, obedeciendo al Señor en sus mandamientos, particularmente estos dos: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”, y “Aprendan de Mí, que soy manso y humilde de corazón”: “Además, san Martín, obedeciendo el mandato del divino Maestro, se ejercitaba intensamente en la caridad para con sus hermanos, caridad que era fruto de su fe íntegra y de su humildad. Amaba a sus prójimos, porque los consideraba verdaderos hijos de Dios y hermanos suyos; y los amaba aún más que a sí mismo, ya que, por su humildad, los tenía a todos por más justos y perfectos que él”. San Martín de Porres, dice el Papa, era humilde porque era caritativo, y era caritativo porque era humilde, ya que consideraba a los demás “más justos y perfectos que él”, obedeciendo en esto también a la Escritura: “Consideren a los demás como superiores a ustedes mismos” (cfr. Fil 2, 13). Siempre cumpliendo con el mandato del Señor –“No he venido a ser servido, sino a servir”-, San Martín de Porres ponía siempre a los demás y sus necesidades, por encima de las suyas: “Coloca siempre las necesidades de los demás primero que las tuyas. De este modo Dios saciará tus necesidades a Su modo y a Su tiempo. Dios conoce tus necesidades mejor que tú”.
Era este amor de caridad el que lo llevaba a justificar a su prójimo, disculpando sus errores y perdonando sus ofensas, considerando estas ofensas como merecidas por su condición de pecador: “Disculpaba los errores de los demás; perdonaba las más graves injurias, pues estaba convencido que era mucho más lo que merecía por sus pecados; ponía todo su empeño en retornar al buen camino a los pecadores; socorría con amor a los enfermos; procuraba comida, vestido y medicinas a los pobres; en la medida que le era posible, ayudaba a los agricultores y a los negros y mulatos, que, por aquel tiempo, eran tratados como esclavos de la más baja condición, lo que le valió, por parte del pueblo, el apelativo de “Martín de la caridad”. San Martín de Porres ejercía la caridad en sus más variadas formas, no solo materialmente, sino también espiritualmente, buscando que todos retornaran al camino de la salvación.
Con su vida, dice el Papa Juan XXIII, San Martín de Porres es un luminoso ejemplo de cómo el cumplimiento de los mandatos del Señor es lo que hace verdaderamente feliz al alma, y este ejemplo de vida de santidad continúa vigente en nuestros días, aun cuando hayan muchos que no sean capaces de apreciarlo: “Este santo varón, que con sus palabras, ejemplos y virtudes impulsó a sus prójimos a una vida de piedad, también ahora goza de un poder admirable para elevar nuestras mentes a las cosas celestiales. No todos, por desgracia, son capaces de comprender estos bienes sobrenaturales, no todos los aprecian como es debido, al contrario, son muchos los que, enredados en sus vicios, los menosprecian, los desdeñan o los olvidan completamente. Ojalá que el ejemplo de Martín enseñe a muchos la dulzura y felicidad que se encuentra en el seguimiento de Jesucristo y en la sumisión a sus divinos mandatos”.
Por último, hay un episodio en la vida de San Martín de Porres, que refleja su santidad, y es la batalla final que entabla contra el Demonio, venciendo con la ayuda de la cruz. En efecto, el Demonio, a los que son de él, no los molesta, ya que los tiene seguros bajo sus garras; en cambio, con santos como San Martín de Porres, se esfuerza por hacerlos caer en el pecado, por medio de la tentación. Es esto lo que sucedió con San Martín, a lo largo de su vida terrena, y de modo particular en el momento de su muerte. Una estudiosa especialista de la vida del santo, Celia Cussen, profesora de ciencias históricas de la Universidad de Chile, declaró en una conferencia que San Martín fue atacado por el demonio en su lecho de muerte. Estas son sus palabras: “En su agonía, ya sin poder hablar y con varios frailes cerca, San Martín enfrentó su mayor lucha con Satanás. La rigidez de su cuerpo, la firmeza de sus dientes y toda la fisonomía de su rostro demostraban su gran sufrimiento y lucha. Los religiosos que presenciaron la escena de su muerte afirmaron que sin duda ésta fue la mayor tentación que le tocó vencer a fray Martín, en momentos en que se encontraba con los sentidos muy débiles. Su hagiógrafo dijo que fray Martín vio a la Virgen, a Santa Catalina y a Santo Domingo acompañándolo en su momento de lucha final”. La especialista también afirmó que “En medio de su agonía le pasaron una cruz, a los minutos falleció y por la paz de su rostro supieron que pudo vencer al demonio”. Esto fue lo que sucedió con el santo en su lecho de muerte, y así como fue que venció al demonio, con el santo crucifijo entre sus manos y el amor de Jesús en su corazón. Sin embargo, según esta misma estudiosa, el santo tuvo también, a lo largo de su vida, otros enfrentamientos con el demonio, como el que se relata a continuación, sucedido en una escalera del convento: “Un día, subiendo a los enfermos con un brasero en las manos tropezó -porque faltaba una luz que normalmente estaba en un peldaño – y dijo ‘quién apagó la luz’ y vio aparecer al diablo diciéndole ‘yo, aquí estoy cosechando almas’”. Cussen explicó que la gente solía tropezarse y maldecir y con eso el diablo se llevaba su alma según el santo: “Martín se enfurecía con esa trampa que el diablo hacía a la gente, y cuando él tropezó sacó su cinturón y de un latigazo lo mandó lejos diciéndole “Váyase a su lugar”, y así terminó venciéndolo en esa famosa tentación”.
Amor de caridad –esto es, amor sobrenatural, el verdadero amor- a Dios y al prójimo –tenía además un gran amor a los animales[3], los cuales, según muchos relatos de testigos, le obedecían-, obras de misericordia corporales y espirituales, lucha contra el pecado y el Demonio, vivir en el cumplimiento de los Mandamientos de la Ley de Dios, he aquí el legado de santidad de San Martín de Porres, un feliz hermano religioso que, desde el cielo, nos indica el camino para llegar al encuentro en la eternidad con el Rey de los cielos, Nuestro Señor Jesucristo.



[1] http://www.liturgiadelashoras.com.ar/
[2] De la homilía pronunciada por el papa Juan XXIII en la canonización de san Martín de Porres
(Día 6 de mayo de 1962: AAS 54 [1962], 306-309).
[3] En los documentos del proceso de beatificación se cuenta también que Fray Martín “se ocupaba en cuidar y alimentar no sólo a los pobres sino también a los perros, a los gatos, a los ratones y demás animalejos, y que se esforzaba para poner paz no sólo entre las personas sino también entre perros y gatos, y entre gatos y ratones, instaurando pactos de no agresión y promesas de recíproco respeto”. No es extraño que en el convento, los perros, gatos y ratones comieran del mismo plato cuando Fray Martín les ponía el alimento. Se cuenta que iba un día camino del convento y que en la calle vio a un perro sangrando por el cuello y a punto de caer. Se dirigió a él, le reprendió dulcemente y le dijo estas palabras: “Pobre viejo; quisiste ser demasiado listo y provocaste la pelea. Te salió mal el caso. Mira ahora el espectáculo que ofreces. Ven conmigo al convento a ver si puedo remediarte”. Fue con él al convento, acostó al perro en una alfombra de paja, le registró la herida y le aplicó sus medicinas, sus ungüentos. Después de permanecer una semana en la casa, le despidió con unas palmaditas en el lomo, que él agradeció meneando la cola, y unos buenos consejos para el futuro: “No vuelvas a las andadas -le dijo-, que ya estás viejo para la lucha”. Otra anécdota que explica su amor a los animales es la siguiente: resulta que el convento estaba entonces infestado de ratones y de ratas, los cuales roían la ropa y los hábitos, tanto en la sacristía como en las celdas y en el guardarropa. Después que los frailes resolvieran tomar medidas drásticas para exterminarlos, Martín de Porres se sintió afligido por ello y sufrió al pensar que aquellos inocentes animalitos tuvieran que ser condenados de aquella manera. Así que, habiendo encontrado a una de aquellas bestias le dijo: “Pequeño hermano rata, óyeme bien: ustedes ya no están seguros aquí. Ve a decirles a tus compañeros que vayan al albergue situado en el fondo del jardín. Me comprometo a llevarles allí comida, a condición de que me prometan no venir ya a causar estragos en el convento”. Después de estas palabras, según se cuenta, el “jefe” de la tribu ratonil rápidamente llevó el aviso a todo el ejército de ratas y ratones, y pudo verse una larga procesión de estos animales desfilando a lo largo de los pasillos y de los claustros para llegar al jardín indicado. En su biografía se cuentan otros muchos recuerdos y anécdotas al respecto: como por ejemplo, su costumbre de acariciar a las gallinas del convento que muy contentas siempre se le acercaban;  de cuando calmó a un becerro bravo o amansó a un perro salvaje  e incluso como curaba a gatos, mulas y pájaros. Su tacto sobre los animales era realmente maravilloso. Cfr. https://fraymartindeporres.wordpress.com/2013/01/26/san-martin-de-porres-y-su-amor-por-los-animales/

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