San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

sábado, 11 de noviembre de 2017

San Martín de Tours


         Vida de santidad[1].

Nació en Hungría, pero sus padres se fueron a vivir a Italia. Era hijo de un veterano del ejército y a los 15 años ya vestía el uniforme militar. Un episodio sucedido al santo, en el que se encontró con Jesucristo en la apariencia de un indigente, cambió su vida para siempre. Siendo muy joven y estando de militar en Amiens, Francia, en un día de invierno de frío muy intenso, San Martín se encontró por el camino con un pobre hombre a medio vestir, que estaba tiritando de frío. Martín, como no llevaba nada más para regalarle, sacó la espada y dividió en dos partes su manto, y le dio la mitad al pobre. Esa noche vio en sueños que Jesucristo se le presentaba vestido con el medio manto que él había regalado al pobre y oyó que le decía: “Martín, hoy me cubriste con tu manto”.
Sulpicio Severo, discípulo y biógrafo del santo, cuenta que tan pronto Martín tuvo esta visión se hizo bautizar (era catecúmeno, o sea estaba preparándose para el bautismo); inmediatamente después de recibir el bautismo, se presentó ante su general que estaba repartiendo regalos a los militares y le dijo: “Hasta ahora te he servido como soldado. Déjame de ahora en adelante servir a Jesucristo propagando su santa religión”. El general quiso darle varios premios pero él le dijo: “Estos regalos repártelos entre los que van a seguir luchando en tu ejército. Yo me voy a luchar en el ejército de Jesucristo, y mis premios serán espirituales”.
Como Martín sentía un gran deseo de dedicarse a la oración y a la meditación, San Hilario le cedió unas tierras en sitio solitario y allá fue con varios amigos, y fundó el primer convento o monasterio que hubo en Francia, en donde por diez años se dedicó a la oración, a hacer sacrificios y a estudiar las Sagradas Escrituras. Los habitantes de los alrededores consiguieron por sus oraciones y bendiciones, muchas curaciones y varios prodigios. Cuando después le preguntaban qué profesiones había ejercido respondía: “Fui soldado por obligación y por deber, y monje por inclinación y para salvar mi alma”.
Un día en el año 371 fue invitado a Tours con el pretexto de que lo necesitaba un enfermo grave, pero era que el pueblo quería elegirlo obispo. Apenas estuvo en la catedral toda la multitud lo aclamó como obispo de Tours, y por más que él se declarara indigno de recibir ese cargo, lo obligaron a aceptar. En Tours fundó otro convento y pronto tenía ya ochenta monjes dedicados a la contemplación, la adoración y la predicación. Al poco tiempo, y como don de Dios, se multiplicaron los milagros y las conversiones, lo cual hizo desaparecer la plaga del paganismo, siendo su madre y sus hermanos los primeros paganos en convertirse al Dios verdadero, Jesucristo.
Un día un antiguo compañero de armas lo criticó diciéndole que era un cobarde por haberse retirado del ejército. Él le contestó: “Con la espada podía vencer a los enemigos materiales. Con la cruz estoy derrotando a los enemigos espirituales”.
Un día en un banquete San Martín tuvo que ofrecer una copa de vino, y la pasó primero a un sacerdote y después sí al emperador, que estaba allí a su lado. Y explicó el por qué: “Es que el emperador tiene potestad sobre lo material, pero al sacerdote Dios le concedió la potestad sobre lo espiritual”, explicación que agradó al emperador.
En los años en que fue obispo se ganó el cariño de todo su pueblo, y su caridad era inagotable con los necesitados. Según San Sulpicio, la gente se admiraba al ver a Martín siempre de buen genio, alegre y amable, siendo bondadoso y caritativo con todos.
Los únicos que no lo querían eran ciertos tipos que querían vivir en paz con sus vicios, pero el santo no los dejaba. De uno de ellos, que inventaba toda clase de cuentos contra San Martín, porque éste le criticaba sus malas costumbres, dijo el santo cuando le aconsejaron que lo debía hacer castigar: “Si Cristo soportó a Judas, ¿por qué no he de soportar yo a este que me traiciona?”.
 San Martín de Tours se enfrentó con funcionarios del imperio, porque en ese tiempo se acostumbraba torturar a los prisioneros para que declararan sus delitos, práctica a la cual nuestro santo se oponía de manera rotunda.
Luego de su muerte, se guardó en una urna el medio manto de San Martín (el que cortó con la espada para dar al pobre, a través del cual se le manifestó Jesucristo) y se le construyó un pequeño santuario para guardar esa reliquia. Como en latín para decir “medio manto” se dice “capilla”, la gente decía: “Vamos a orar donde está la capilla”. Y de ahí viene el nombre de capilla, que se da a los pequeños salones que se hacen para orar.

         Mensaje de santidad.

San Martín de Tours nos enseña cuáles son los verdaderos valores y bienes que debemos esperar, y estos son los espirituales, concedidos por el Gran Capitán Jesucristo, a quienes combaten en su ejército, armados con la fe y la Santa Cruz, contra el Demonio y sus ángeles. También nos enseña acerca de cuál es la verdadera batalla del cristiano: no es “contra la carne y la sangre, sino contra las potestades malignas de los aires”. Otro ejemplo de santidad es la caridad, que es dar al prójimo por amor a Dios, y nos enseña a ver cómo, en el prójimo más necesitado, está Jesucristo, de manera misteriosa, pero real y verdadera.
Como hemos visto, la vida de San Martín de Tours fue ejemplar en santidad, y lo fue todavía más al momento de la muerte, cuyos detalles podemos conocerlos gracias al testimonio de Sulpicio Severo[2].
         Según San Sulpicio, San Martín conoció con mucha antelación su muerte y anunció a sus hermanos la proximidad de la disolución de su cuerpo. Entretanto, por una determinada circunstancia, tuvo que visitar la diócesis de Candes. Existía en aquella Iglesia una desavenencia entre los clérigos, y, deseando él poner paz entre ellos, aunque sabía que se acercaba su fin, no dudó en ponerse en camino, movido por este deseo, pensando que si lograba pacificar la Iglesia sería éste un buen final para su vida terrena. Permaneció por un tiempo en esa población y una vez restablecida la paz entre los clérigos, cuando ya pensaba regresar a su monasterio, empezó a experimentar falta de fuerzas; llamó entonces a los hermanos y les indicó que se acercaba el momento de su muerte. Ellos, entristecidos, le dijeron entre lágrimas: “¿Por qué nos dejas, padre? ¿A quién nos encomiendas en nuestra desolación? Invadirán tu grey lobos rapaces; ¿quién nos defenderá de sus mordeduras, si nos falta el pastor? Sabemos que deseas estar con Cristo, pero una dilación no hará que se pierda ni disminuya tu premio; compadécete más bien de nosotros, a quienes dejas”.
Al escuchar estas palabras, el santo, siempre lleno su corazón de la misericordia de Dios, se conmovió y, llorando él también, dirigió esta oración al Señor: “Señor, si aún soy necesario a tu pueblo, no rehúyo el trabajo; hágase tu voluntad”. Pero Dios había considerado que San Martín había dado ya testimonio de Él, de manera que se lo llevó consigo al cielo, para darle su recompensa.
En esto también es ejemplo de santidad, porque sabiendo que le esperaba el cielo, no dudó en pedir la gracia de continuar en esta tierra, con sus trabajos y afanes, si esa era la voluntad de Dios. Es decir, no pedía ni cielo ni tierra, sino que se cumpla la voluntad de Dios en su vida y es así como debemos hacer nosotros: pedir que se cumpla la voluntad de Dios en nuestras vidas. Finalmente, sabiendo ya que habría de morir en pocos instantes, les dijo así a sus hermanos en religión: “Dejad, hermanos, dejad que mire al cielo y no a la tierra, y que mi espíritu, a punto ya de emprender su camino, se dirija al Señor”. Una vez dicho esto, vio al demonio cerca de él, y le dijo: “¿Por qué estás aquí, bestia feroz? Nada hallarás en mí, malvado; el seno de Abrahán está a punto de recibirme”. El soldado de Cristo, que había dejado las armas terrenas para empuñar las armas de la fe, unido a Cristo, resistió las últimas tentaciones del Demonio, para ingresar, triunfante, en el cielo, y el pobre monje, que había compartido de sus bienes con los más necesitados y había abandonado el mundo y sus riquezas para dedicar su vida al Cordero, ahora recibía el premio merecido, la felicidad eterna en el Reino de los cielos. He aquí el mensaje de santidad que nos deja San Martín de Tours.



[1] http://www.ewtn.com/spanish/saints/San%20Mart%C3%ADn%20de%20Tours.htm
[2] Cfr. Sulpicio Severo, Carta 3, 6. 9-10, 11. 14-17, 21: SC 133, 336-344.

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