San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 10 de noviembre de 2017

Memoria de San León Magno, papa y doctor de la Iglesia


         Vida de santidad[1].

Nació en la región de Toscana, siendo nombrado Sumo Pontífice en el año 440, ejerciendo su cargo como un verdadero pastor y padre de las almas. Trabajó intensamente por la integridad de la fe, defendió con ardor la unidad de la Iglesia e hizo lo posible por evitar o mitigar las incursiones de los bárbaros, obras todas las cuales que le valieron con toda justicia el apelativo de “Magno”. Murió el año 461.   
   
Mensaje de santidad[2].

En uno de sus sermones, el Papa San León Magno habla del ministerio petrino y de su excelencia, pero se refiere también a cómo esa excelencia se transmite o comunica a todos los integrantes del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia. Comienza afirmando que en la Iglesia de Cristo, en cuanto Cuerpo suyo, hay diversidad de miembros -y por lo tanto, de funciones-, lo cual, sin embargo, no es causa de división, sino de unidad, porque todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo están unidos, por la fe, la gracia y la caridad, a la Cabeza de ese Cuerpo, que es Cristo: “Aunque toda la Iglesia está organizada en distintos grados, de manera que la integridad del sagrado cuerpo consta de una diversidad de miembros, sin embargo, como dice el Apóstol, todos somos uno en Cristo Jesús; y esta diversidad de funciones no es en modo alguno causa de división entre los miembros, ya que todos, por humilde que sea su función, están unidos a la cabeza”.
La unidad, dada por la “fe y el bautismo”, hace que todos los miembros, independientemente de sus funciones y/o posiciones que ocupe en el Cuerpo Místico, “gozan de la misma dignidad”, por el hecho de ser todos “piedras vivas” del “templo del Espíritu”, y esos miembros dignos ofrecen un sacrificio acorde a su dignidad, esto es, “sacrificios espirituales en Jesucristo”: “En efecto, nuestra unidad de fe y de bautismo hace de todos nosotros una sociedad indiscriminada, en la que todos gozan de la misma dignidad, según aquellas palabras de san Pedro, tan dignas de consideración: También Vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo; y más adelante: Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo adquirido por Dios”.
En la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, se adquiere una nueva nobleza, tan alta, que convierte a todos sus miembros en reyes y sacerdotes, y esto sucede en virtud de la Cruz de Cristo y la unción del Espíritu Santo: “La señal de la cruz hace reyes a todos los regenerados en Cristo, y la unción del Espíritu Santo los consagra sacerdotes; y así, además de este especial servicio de nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y perfectos deben saber que son partícipes del linaje regio y del oficio sacerdotal”.
La reyecía consiste en la participación, por la gracia, a la condición de Cristo de ser Rey de cielos y tierra, y esta participación a la reyecía de Cristo, hace que el alma, llena de gracia, sea pura y pueda ofrecer, en el altar de su corazón, la pureza y la santidad que le otorgan la gracia santificante: “¿Qué hay más regio que un espíritu que, sometido a Dios, rige su propio cuerpo? ¿Y qué hay más sacerdotal que ofrecer a Dios una conciencia pura y las inmaculadas víctimas de nuestra piedad en el altar del corazón?”.
Ahora bien, esta reyecía proviene del Papado, sobre el cual Cristo, al elegirlo como Vicario suyo en la tierra, derramó toda clase de dones y bienes, los cuales sin embargo no permanecen en él, sino que se derraman a todos miembros del Cuerpo Místico de Cristo, y esto es causa de alegría y de celebración para los cristianos: “Aunque esto, por gracia de Dios, es común a todos, sin embargo, es también digno y laudable que os alegréis del día de nuestra promoción como de un honor que os atañe también a vosotros; para que sea celebrado así en todo el cuerpo de la Iglesia el único sacramento del pontificado, cuya unción consecratoria se derrama ciertamente con más profusión en la parte superior, pero desciende también con abundancia a las partes inferiores”.
Entonces, al celebrar el Papado, dice San León Magno, el cristiano no debe detenerse ante todo en la consideración de la persona de tal o cual Papa, sino que la razón del gozo es que los dones de Dios, derramándose desde el Papado hacia los demás integrantes del Cuerpo Místico de Cristo, colma a toda la Iglesia de dichos bienes sobrenaturales. En otras palabras, celebrar el Papado no es celebrar a tal o cual Papa, sino al Papado y a Dios, por concedernos, a los miembros que ocupamos los lugares más bajos en la jerarquía, dones sobrenaturales inimaginables que por el Papado nos sobrevienen: “Así pues, amadísimos hermanos, aunque todos tenemos razón para gozarnos de nuestra común participación en este oficio, nuestro motivo de alegría será más auténtico y elevado si no detenéis vuestra atención en nuestra humilde persona, ya que es mucho más provechoso y adecuado elevar nuestra mente a la contemplación de la gloria del bienaventurado Pedro y celebrar este día solemne con la veneración de aquel que fue inundado tan copiosamente por la misma fuente de todos los carismas, de modo que, habiendo sido el único que recibió en su persona tanta abundancia de dones, nada pasa a los demás si no es a través de él. Así, el Verbo hecho carne habitaba ya entre nosotros, y Cristo se había entregado totalmente a la salvación del género humano”.



[2] Cfr. San León Magno, Sermón 4, 1-2: PL 54, 148-149. 

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