San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

martes, 18 de noviembre de 2014

Santa Isabel de Hungría, la Presencia real de Jesucristo en los pobres y su recompensa en la vida eterna


Santa Isabel de Hungría curando tiñosos
(Murillo, 1670)

         Santa Isabel de Hungría pertenecía a la nobleza y tuvo la gracia de descubrir la Presencia real de Jesucristo en los más necesitados. Así lo decía en una carta al Papa su director espiritual, Conrado de Marburgo: “Isabel reconoció y amó a Cristo en la persona de los pobres”[1]. Siendo hija de Andrés II, rey de Hungría, y esposada con Luis de Turingia, también perteneciente a la nobleza, poseía abundantes bienes, pero no solo nunca los usaba para su propio provecho, sino que los distribuía tanto entre los pobres, que con toda razón se puede decir que sus bienes eran patrimonio de los pobres[2]. Distribuía tanto sus bienes entre los pobres, que incluso hasta sus mismos criados se quejaban ante su esposo por la liberalidad de Santa Isabel. Un ejemplo de esto fue lo sucedido en el año 1225, en el que las malas cosechas provocaron una hambruna generalizada en esa región de Alemania; para socorrer a los más afectados, Santa Isabel utilizó todo su dinero y todo el grano que tenía almacenado en sus graneros. Su esposo estaba ausente y cuando regresó, algunos de sus empleados se quejaron de esta actitud de Santa Isabel. Luis preguntó si su esposa había vendido alguno de sus dominios y ellos le respondieron que no. Entonces el rey dijo: “Sus liberalidades atraerán sobre nosotros la misericordia divina. Nada nos faltará mientras le permitamos socorrer así a los pobres”.
Santa Isabel, además de ser una esposa y madre ejemplar, destinó todos sus bienes materiales en beneficio de los pobres, construyendo hospitales y asistiéndolos en sus necesidades, y dándoles ella misma de comer: tiempo más tarde, la santa ordenó construir un hospital al pie del monte del castillo de Wartuburg, donde ella vivía, y solía ir allá a dar de comer a los inválidos con sus propias manos, a hacerles la cama y a asistirlos en medio de los calores más abrumadores del verano. Además acostumbraba pagar la educación de los niños pobres, especialmente de los huérfanos. Fundó también otro hospital en el que se atendía a veintiocho personas y, diariamente alimentaba a novecientos pobres en su castillo, sin contar a los que ayudaba en otras partes de sus dominios[3]. Sin embargo, la caridad de la santa no era asistencialismo, y no por asistir a los más pobres, los menospreciaba; por el contrario, para no favorecer la ociosidad entre los que podían trabajar, les procuraba tareas adaptadas a sus fuerzas y habilidades[4].
Otro aspecto que se debe tener en cuenta es que el amor de Santa Isabel de Hungría por los pobres no era un amor filantrópico; era el verdadero amor cristiano, porque Santa Isabel reconocía en ellos la misteriosa Presencia real de Jesucristo. Cuando Santa Isabel daba de comer a los pobres, y los alimentaba, los vestía, los cuidaba, con todo cariño, amor y respeto, lo hacía porque veía, con la luz del Espíritu Santo, misteriosamente oculta, en ellos, a la Persona de Jesucristo, la Persona Segunda de la Santísima Trinidad, y mientras los asistía, resonaban en su mente y en su corazón las palabras de Jesús en el Evangelio: “Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; estuve enfermo y me socorristeis (…); cuantas veces hicisteis eso con estos pequeños, Conmigo lo hicisteis” (cfr. Mt 25, 35-45). Iluminada por el Espíritu Santo, Santa Isabel sabía que, al socorrer al prójimo más necesitado, misteriosamente, estaba socorriendo a Jesucristo, que se encontraba sufriendo en ese prójimo sufriente, y esa era la razón que la llevaba a dar todo lo que tenía, sin reservarse nada para ella.
Ahora bien, ella misma vestía pobremente, pero así mismo, fue recompensada grandemente, como el mismo Jesús promete en el Evangelio a quienes le son fieles: “Bien, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor…” (Mt 25, 21). Se narra que en el mismo día de la muerte de la santa, un hermano lego había sufrido un grave accidente en un brazo y se encontraba tendido en su cama soportando terribles dolores. De pronto vio aparecer a Isabel en su habitación, vestida con trajes hermosísimos. Él dijo: “Señora, Ud. que siempre ha vestido trajes tan pobres, ¿por qué está ahora tan hermosamente vestida?”. Y ella sonriente le dijo: “Es que voy para la gloria. Acabo de morir para la tierra. Estire su brazo que ya ha quedado curado”. El paciente estiró el brazo que tenía gravemente herido, y la curación fue completa e instantánea[5].
Una reina colmada de bienes materiales, que en su vida terrena donó su reino a Dios y vivió pobremente para dedicarse a la atención de los pobres, porque en ellos veía al mismo Cristo sufriente; en recompensa, Cristo la colma de bienes celestiales en la vida eterna, haciéndola heredera del Reino de los cielos, y la corona de gloria celestial, aunque la recompensa mayor para toda la vida de servicio a los pobres, para Santa Isabel de Hungría, es Él mismo, la contemplación de su Rostro para toda la eternidad. La vida de Santa Isabel de Hungría nos enseña que Jesús, que es Dios, está verdadera y realmente Presente en el cielo y en la Eucaristía y, además, en los pobres, y que el desprendimiento de los bienes terrenos y el servicio de los pobres por amor a Cristo, nos granjea una eternidad de felicidad.




[1] http://www.corazones.org/santos/isabel_hungria.htm
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.

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