San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

lunes, 1 de noviembre de 2010

Los santos dieron sus vidas por la gracia divina




La Iglesia celebra, festeja, ensalza, se alegra y exulta por aquellos seres humanos, hombres y mujeres, que están en el cielo, es decir, la Iglesia se alegra por los santos, aquellos que, por la eternidad, viven en íntima comunión de vida y de amor con las Tres Personas de la Santísima Trinidad.

Los santos son aquellos que, en la eternidad, arden en el fuego del Amor divino; los santos son aquellos que se alegran, en un gozo continuo, por toda la eternidad, por la contemplación de Dios Uno y Trino; sus almas y sus cuerpos están invadidos y penetrados por la gloria divina, y sus mentes y sus almas están extasiados por el Amor de Dios, que invade sus corazones con una intensidad tal y con una fuerza tal, que morirían de amor y de alegría, si no estuvieran asistidos por la gracia.

Los santos exultan y se alegran por la eternidad, con una alegría y un gozo inefables, imposibles de expresar, de describir, de imaginar, y esto, para siempre, por toda la eternidad.

¿Cómo fue que los santos llegaron a este estado de felicidad completa y eterna? ¿Qué fue lo que hicieron aquí en la tierra que les valió tal alegría en el cielo?

Los santos alcanzaron la felicidad en el cielo porque apreciaron la gracia aquí en la tierra, y consideraron como vanidad de vanidades a los atractivos y placeres del mundo. Los santos consideraban que todo en el mundo es “vanidad de vanidades” (cfr. Ecl 1, 2), y que los placeres y los atractivos del mundo son sólo espejos de colores, que brillan por un instante antes de mostrar su nada, y por ser nada, cansan y hartan al alma con su vacío sin sentido; los santos sabían que los placeres y atractivos del mundo provocan solamente hartazgo y cansancio, y que sólo la gracia divina hace plenamente feliz al alma porque la plenifica y la llena sobreabundantemente con la luz, la bondad, la alegría, la paz, y la vida de Dios Uno y Trino.

Los santos estimaron por vanidad lo que el mundo tiene por grandeza -los honores mundanos, los bienes terrenos, el dinero, el placer, el poder- y, al mismo tiempo, estimaron por grandeza lo que el mundo desprecia: la gracia divina, que santifica el alma y la llena de la luz, de la gracia, de la vida y de la santidad divina, e hicieron todo lo que pudieron por conservar y aumentar el estado de gracia.

El mundo estima por grandes cosas el poder, la fama, la vanagloria, pero no así los santos, porque ellos conocían bien el valor de la gracia: sabían que la más mínima gracia divina es infinitamente mayor a cualquier bien material y terreno, a cualquier honra y a cualquier placer de la tierra, porque la gracia y sólo la gracia, hace participar al alma de la naturaleza y de la vida divina, y porque apreciaron el valor de la gracia, prefirieron dejar honra, bienes, fama, y hasta la vida temporal, en pos de la gracia[1].

Ya sea para defender y para preservar la gracia, los santos no han tenido en cuenta ni el honor, ni los bienes materiales, ni las propiedades, ni siquiera sus vidas.

Si nosotros queremos, de alguna manera, darnos cuenta del valor de la gracia, entonces tenemos que meditar en el ejemplo de los santos, y apreciar no sólo la gracia, sino ante todo aquello en que se nos dona la Gracia Increada, Jesucristo, la Eucaristía.


[1] Cfr. Scheeben, M. J., The glories of Divine Grace, TAN Books Publisher, 306ss.

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