San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

martes, 8 de agosto de 2017

San Cayetano


         Vida de santidad[1].

         Nació en 1480 en Vicenza, cerca de Venecia, Italia. Quedó huérfano desde muy pequeño, al morir su padre, que era militar, durante la defensa de la ciudad, contra un ejército enemigo. Estudió en la Universidad de Padua donde obtuvo dos doctorados, trasladándose luego a Roma, en donde llegó a ser secretario privado del Papa Julio II y notario de la Santa Sede. Se ordenó sacerdote a los 33 años, demorando tres meses en celebrar su primera misa, debido al respeto y devoción que tenía a la Santa Misa. En Roma se inscribió en una asociación llamada “Del Amor Divino”, cuyos socios se esmeraban por llevar una vida lo más fervorosa posible y por dedicarse a ayudar a los pobres y a los enfermos.
Al constatar el grave estado de relajación en lo moral y espiritual por parte de los católicos, San Cayetano se propuso fundar una comunidad de sacerdotes que se dedicaran a llevar una vida lo más santa posible y a conducir a su vez a los fieles por el camino de la santidad. De esta manera, fundó los denominados Padres Teatinos (nombre que les viene de Teati, la ciudad de la cual era obispo el superior de la comunidad, monseñor Caraffa, que después llegó a ser el Papa Pablo IV).
En una carta, San Cayetano le escribía así a un amigo: “Me siento sano del cuerpo pero enfermo del alma, al ver cómo Cristo espera la conversión de todos, y son tan poquitos los que se mueven a convertirse”. Y este era el más grande anhelo de su vida: que las gentes empezaran a llevar una vida más de acuerdo con el santo Evangelio, es decir, que buscaran los bienes del cielo, y no los de la tierra.
Fue en ese tiempo estalló la revolución de Martín Lutero, dirigida a socavar los cimientos mismos de la Iglesia: el heresiarca fundó a los evangélicos y se declaró en guerra contra la Iglesia de Roma y el Papado, dirigiendo durísimas invectivas contra el Vicario de Cristo. A quienes se veían tentados a seguir su ejemplo, atacando y criticando a los jefes de la santa Iglesia Católica, San Cayetano les decía: “Lo primero que hay que hacer para reformar a la Iglesia es reformarse uno a sí mismo”.
San Cayetano era de familia muy rica y se desprendió de todos sus bienes y los repartió entre los pobres, escribiendo en una carta escribió la razón que tuvo para ello: “Veo a mi Cristo pobre, ¿y yo me atreveré a seguir viviendo como rico? Veo a mi Cristo humillado y despreciado, ¿y seguiré deseando que me rindan honores? Oh, qué ganas siento de llorar al ver que las gentes no sienten deseos de imitar al Redentor Crucificado”.
Sentía un inmenso amor por Nuestro Señor, y lo adoraba especialmente en la Sagrada Hostia en la Eucaristía y recordando la santa infancia de Jesús. Su imagen preferida era la del Divino Niño Jesús.
Dedicaba los ratos libres, donde quiera que estuviera, a atender a los enfermos en los hospitales, especialmente a los más abandonados y repugnantes.
Un día en su casa de religioso no había nada para comer porque todos habían repartido sus bienes entre los pobres. San Cayetano se fue al altar y dando unos golpecitos en la puerta del Sagrario donde estaban las Santas Hostias, le dijo con toda confianza: “Jesús amado, te recuerdo que no tenemos hoy nada para comer”. Al poco rato llegaron unas mulas trayendo muy buena cantidad de provisiones, y los arrieros no quisieron decir de dónde las enviaban.
En su última enfermedad el médico aconsejó que lo acostaran sobre un colchón de lana y el santo exclamó: “Mi Salvador murió sobre una tosca cruz. Por favor permítame a mí que soy un pobre pecador, morir sobre unas tablas”. Y así murió el 7 de agosto del año 1547, en Nápoles, a la edad de 67 años, desgastado de tanto trabajar por conseguir la santificación de las almas.

Mensaje de santidad.

Dentro de su mensaje de santidad, San Cayetano nos deja un legado de amor a Dios y al prójimo, principalmente el prójimo más necesitado. Si bien es cierto que se dedicó a atender a quienes padecían necesidades materiales, no menos cierto es que la carencia que más le preocupaba en el prójimo no era en el aspecto material, sino en el espiritual: experimentaba un verdadero dolor espiritual cuando comprobaba que sus contemporáneos padecían la mayor y más terrible de las pobrezas, y es el no alimentarse del Pan bajado del cielo, la Eucaristía. Lo que movía a San Cayetano era su gran amor a Jesús Eucaristía y su deseo de que los católicos abandonaran la vida mundana y se decidieran por la vida nueva de la gracia, es decir, por la conversión del corazón, y es esto lo que expresa con estas palabras: “Me siento sano del cuerpo pero enfermo del alma, al ver cómo Cristo espera la conversión de todos, y son tan poquitos los que se mueven a convertirse”. Como dijimos, experimentaba un verdadero dolor espiritual –“me siento enfermo del alma”- al comprobar que los católicos abandonaban su religión, o la vivían de un modo superficial y ligero, dejando de lado sus misterios más profundos, por la superficialidad del mundo. Pero San Cayetano no se contentaba con que los católicos vivieran superficialmente la religión; lo que deseaba era que imitaran a Nuestro Señor en la cruz: “Oh, qué ganas siento de llorar al ver que las gentes no sienten deseos de imitar al Redentor Crucificado”.
Por último, San Cayetano es considerado patrono del pan, de la paz y del trabajo, y si bien es cierto que es lícito pedir por el pan material –el alimento de todos los días-, por la paz y por el trabajo, no es menos cierto que, como católicos, no podemos contentarnos con pedir estas cosas a San Cayetano por lo que, al recordarlo en su día, le pediremos que interceda por nosotros para que nunca nos falte el Pan bajado del cielo, la Eucaristía, que sacia el hambre que de Dios tiene toda alma; que vivamos en la paz, pero no en la paz del mundo, sino en la paz de Jesucristo, que es la paz de Dios, la verdadera paz espiritual, que desciende sobre el alma cuando el alma es reconciliada por Dios al perdonarle sus pecados y concederle su gracia; le pidamos tener trabajo, pero ante todo el trabajo por el Pan de Vida eterna, la Eucaristía, en su Iglesia, la Santa Iglesia Católica.


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