San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

lunes, 28 de agosto de 2017

San Agustín y el verdadero camino para encontrar a Dios


         En su libro “Confesiones”[1], San Agustín revela el camino interior que lo llevó a la conversión. A diferencia del gnosticismo, en donde el conocimiento interior de sí mismo lleva al descubrimiento de la propia divinidad, en San Agustín es clara la acción de la gracia santificante que, aunque no la describa con ese nombre, es la responsable de iluminar el interior del alma y es la que descubre la verdad del hombre al hombre mismo: el hombre no es Dios, sino una creatura. Es la gracia también la que da a conocer al hombre cuál es el designio divino sobre él: convertirlo en Dios por participación. Dice así San Agustín: “Habiéndome convencido de que debía volver a mí mismo, penetré en mi interior, siendo Tú mi guía, y ello me fue posible porque tú, Señor, me socorriste”. Desde un inicio, San Agustín admite –a diferencia del gnosticismo- que hay “Alguien” que obra como guía en su auto-recorrido interior, y ese “Alguien” no es otro que Jesús: “(…) siendo Tú mi guía (…) Señor”. Desde el inicio, entonces, el cristiano admite que él no es Dios, sino que es Dios quien lo guía al auto-conocimiento de sí mismo.
Guiado por Dios en el recorrido por sí mismo, San Agustín descubre una luz, que no es ninguna luz creada, sino la Luz Increada, que es Dios, y que es quien ilumina sus tinieblas. En otras palabras, Dios es Luz, mientras que el hombre es oscuridad y mientras no esté iluminado por esta luz divina que proviene del Acto de Ser divino, el hombre es solo tinieblas y oscuridad: “Entré y vi con los ojos de mi alma, de un modo u otro, por encima de la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi mente, una luz inconmutable; no esta luz ordinaria y visible a cualquier hombre, por intensa y clara que fuese y que lo llenara todo con su magnitud. Se trataba de una luz completamente distinta. Ni estaba por encima de mi mente, como el aceite sobre el agua o como el cielo sobre la tierra, sino que estaba en lo más alto, ya que ella fue quien me hizo, y yo estaba en lo más bajo, porque fui hecho por ella”. San Agustín reconoce que esta luz no es creada, sino Increada, porque es Dios, que “es luz”, y es esta luz divina quien lo creó. El cristiano no es luz en sí mismo, sino alguien que ha sido creado por la Luz Increada, Dios Uno y Trino.
Al ser iluminado por esta luz divina, San Agustín adquiere un nuevo conocimiento, que es la Verdad divina, porque Dios es Luz y es Verdad Increada, que ilumina las almas y disipa las tinieblas de la ignorancia, del error, de la herejía, del cisma. Quien es iluminado por esta luz que es Dios, dice San Agustín, conoce la Verdad, que es Dios, y conoce la verdad sobre sí mismo, esto es, sobre el hombre, que es el de ser una creatura, hecha de barro, creada por la Luz Increada, pero también el que es iluminado por esta luz divina ama, y ama con un nuevo Amor, no el amor humano, contaminado por el pecado, sino con el Amor Divino, porque Dios, que es Luz, es también Amor, y esa es la razón por la cual, el que es iluminado por esta Divina Luz, ama y es amado por Dios: “La conoce el que conoce la verdad. ¡Oh eterna verdad, verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día y noche. Y, cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien me elevó hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era aún capaz de verlo. Y fortaleciste la debilidad de mi mirada irradiando con fuerza sobre mí, y me estremecí de amor y de temor; y me di cuenta de la gran distancia que me separaba de ti, por la gran desemejanza que hay entre tú y yo, como si oyera tu voz que me decía desde arriba: “Soy alimento de adultos: crece, y podrás comerme. Y no me transformarás en substancia tuya, como sucede con la comida corporal, sino que tú te transformarás en mí”. El que es iluminado por esta luz, ama, a Dios, al prójimo y a sí mismo –“me estremecí de temor y amor”-, al tiempo que adquiere el conocimiento de sí mismo, como creatura que no es Dios –“me di cuenta de la gran distancia que me separaba de Ti”- y conoce además que sin esta luz, que es el Divino Amor, no puede vivir, porque escucha cómo Dios le dice que le dará de su substancia, y así lo convertirá en Dios por participación (le dice así esta Luz): “Y no me transformarás en substancia tuya, como sucede con la comida corporal, sino que tú te transformarás en mí”. En este momento y sin que San Agustín lo mencione, Dios –esto es, la Luz que lo ilumina y lo ama- le anticipa que su alimento espiritual será nada menos que la substancia divina, la cual le será comunicada en la Eucaristía, y que terminará por divinizarlo.
En esta búsqueda interior de sí mismo, San Agustín encuentra a Aquel que es el Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, el Camino, la Verdad y la Vida, y el Único Camino que conduce al Padre: “Y yo buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar de ti, y no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también él, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos, que me llamaba y me decía: “Yo soy el camino de la verdad y la vida”, y el que mezcla aquel alimento, que yo no podía asimilar, con la carne, ya que la Palabra se hizo carne, para que, en atención a nuestro estado de infancia, se convirtiera en leche tu sabiduría, por la que creaste todas las cosas. Jesús es el Mediador, es Hombre, pero también Dios; es Dios hecho hombre perfecto, sin dejar de ser Dios, para conducirnos al Padre, en el Amor del Espíritu Santo, y por eso Jesús es, en la Eucaristía, el Camino que conduce al seno de Dios, la Verdad Eterna y la Vida divina.
Al descubrir a Dios Uno y Trino y a su Mesías, Cristo Dios, y al contemplarlo en su Hermosura –Dios es la Belleza Increada-, San Agustín prorrumpe en un lamento, que es el dolor de no haber conocido y amado antes a este Dios de tan inmensa majestad y hermosura: “¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!”.
Y no lo conocía ni amaba, porque deseando ser feliz, se desparramaba por el exterior, buscando inútilmente el amor y la belleza en las creaturas, cuando solo Dios es Amor y Hermosura Increados: “Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti”. San Agustín, guiado por la luz de la gracia, conoce a Dios Trino y al Cordero, prueba el sabor exquisito de la substancia divina, contenida en la Eucaristía, y a partir de entonces, su alma reposa en la divina paz.
Es este el recorrido interior que todo cristiano debe hacer, y no el falso camino de las sectas gnósticas esotéricas, incluidos el hinduismo y el islamismo.



[1] Cfr. Libro 7, 10, 18; 10, 27: CSEL 33, 157-163. 255.

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