Santa Gertrudis, la Grande.
Nacida el 6 de enero de 1256 en Eisleben (Turingia), tuvo el
privilegio de experimentar, místicamente, el amor inefable del Sagrado Corazón
de Jesús, mucho antes de que Nuestro Señor se apareciera a Santa Margarita
María. Se cuenta incluso que, en dos visiones diferentes, tuvo las más hermosas
experiencias que un alma puede tener en esta vida: reclinó la cabeza sobre el
pecho del Señor y oyó los dulces latidos de su Corazón[1],
lo cual hace recordar al episodio de San Juan Evangelista en la Última Cena,
quien precisamente tuvo el mismo privilegio.
Precisamente,
era con San Juan Evangelista con quien la Santa mantenía frecuentes diálogos
místicos; en uno de ellos, Santa Gertrudis le preguntó a San Juan Evangelista
la razón por la cual, habiendo él reposado su cabeza en el pecho de Jesús
durante la Última Cena, no había escrito nada para nuestro conocimiento y
provecho, acerca de las profundidades y movimientos del Sagrado Corazón de
Jesús. San Juan le respondió: “Mi ministerio en ese tiempo en que la Iglesia se
formaba consistía en hablar únicamente sobre la Palabra del Verbo Encarnado… Pero
en los últimos tiempos, les está reservado [a los hombres de los Últimos
Tiempos, N. del R.] la gracia de oír la voz elocuente del Corazón de Jesús. A
esta voz, el mundo, debilitado en el amor a Dios, se renovará, se levantará de
su letargo y una vez más, será inflamado en la llama del amor divino”.
Y
nada más desea Jesús, en este mundo, que lo amemos con todas las fueras de las
que seamos capaces. Una vez le dijo Jesús a Santa Gertrudis: “Nada me da tanta
delicia como el corazón del hombre, del cual muchas veces soy privado. Yo tengo
todas las cosas en abundancia, sin embargo, ¡cuánto se me priva del amor del
corazón del hombre!”[2].
Nosotros
tenemos el privilegio inmerecido e insospechado de, más que reclinar nuestras
cabezas en el pecho del Salvador, tal como lo hicieron San Juan Evangelista y
Santa Gertrudis, de poseer a ese mismo Corazón, tal como está ahora en el cielo,
vivo y glorioso, lleno del Amor de Dios, cada vez que comulgamos la Eucaristía.
Es decir, más que reposar nosotros en el pecho del Salvador, es el Salvador
mismo, Presente en la Eucaristía, Quien quiere reposar en nuestros corazones,
para escuchar los latidos de amor de nuestros corazones. ¿Y vamos a privar al
Sagrado Corazón de su más grande contento?
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