Vida de santidad.
Los primeros misioneros
llegaron a Vietnam durante el siglo XVI, siendo recibida la fe en Jesucristo
con gran alegría por el pueblo vietnamita. Sin embargo, muy pronto llegó la
persecución cruenta, orquestada desde el gobierno y los grupos de poder. Fue así
que durante los siglos XVII, XVIII y XIX muchos vietnamitas fueron
martirizados, entre ellos obispos, presbíteros, religiosos, y seglares[1]. En
gran parte (setenta y cinco) fueron decapitados; los restantes murieron
estrangulados, quemados vivos, descuartizados, o fallecieron en prisión a causa
de las torturas, negándose a pisotear la cruz de Cristo o a admitir la falsedad
de su fe[2]. Las
víctimas totales de la Iglesia vietnamita alcanzan a unos 130.000 bautizados,
perseguidos y ejecutados por medio de 53 edictos firmados por los gobernantes
Trinh y Nguyen, además de los reyes, que decretaban la pena de muerte para
quien profesara la fe católica en sus territorios. De todos estos mártires, un grupo
de 117 fueron elegidos para ser elevados al honor de los altares por la Santa
Sede en 4 Beatificaciones distintas.
Mensaje
de santidad.
Para
poder aprehender el mensaje de santidad de estos mártires vietnamitas, podemos
meditar acerca de la carta de san Pablo Le-Bao-Tinh a los alumnos del seminario
de Ke-Vinh, enviada el año mil ochocientos cuarenta y tres[3]. En
dicha carta, se puede constatar cómo el mártir participa del martirio y de la
victoria de Cristo, Rey de los mártires.
Dice
así: “Yo, Pablo, encarcelado por el nombre de Cristo, os quiero explicar las
tribulaciones en que me veo sumergido cada día, para que, enfervorizados en el
amor a Dios, alabéis conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia. Esta
cárcel es un verdadero infierno: a los crueles suplicios de toda clase, como
son grillos, cadenas de hierro y ataduras, hay que añadir el odio, las
venganzas, las calumnias, palabras indecentes, peleas, actos perversos,
juramentos injustos, maldiciones y, finalmente, angustias y tristeza. Pero
Dios, que en otro tiempo libró a los tres jóvenes del horno de fuego, está
siempre conmigo y me libra de estas tribulaciones y las convierte en dulzura,
porque es eterna su misericordia”. En este fragmento se puede comprobar cómo el
mártir es asistido sobrenaturalmente por el Espíritu Santo, porque el mártir, a
pesar de atravesar por situaciones extremas de dolor y de angustia, no solo no
pierde la calma, ni desfallece, ni reniega de Dios, sino que todo lo contrario,
cuanto más duro es el calvario, más alegre está su corazón y más fuerte su
cuerpo, debido, precisamente, a la asistencia celestial.
Continúa
luego: “En medio de estos tormentos, que aterrorizarían a cualquiera, por la
gracia de Dios estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy solo, sino que
Cristo está conmigo”. Este párrafo confirma lo que decimos, que es la gracia de
Dios y la asistencia del Espíritu Santo, lo que conforta el alma del mártir en
medio de sus tormentos.
Más
adelante: “Él, nuestro maestro, aguanta todo el peso de la cruz, dejándome a mí
solamente la parte más pequeña e insignificante. Él, no sólo es espectador de
mi combate, sino que toma parte en él, vence y lleva a feliz término toda la
lucha. Por esto en su cabeza lleva la corona de la victoria, de cuya gloria
participan también sus miembros”. Cuando el mártir ofrece su vida y sus
sufrimientos por el testimonio de Cristo ante los hombres, es Cristo en Persona
quien toma sobre sí sus sufrimientos, dejándole al mártir una pequeña parte de
estos, de manera que el mártir es fortalecido en tal grado por Jesucristo, que
su sufrimiento se convierte en alegría, por el Reino de los cielos que ya se le
está abriendo para Él. De esta manera, se cumplen las palabras de Jesús en el
mártir: “Al que me reconozca delante de los hombres, Yo lo reconoceré delante
de mi Padre”.
El
mártir sufre moralmente al ver el Santísimo Nombre de Jesús, ultrajado por los
paganos, que prefieren postrarse ante sus ídolos y no ante el Único y Verdadero
Dios, Jesús, y así el mártir, con tal de ver restaurado el honor de Jesús, arde
en deseos de dar su vida, con tal de que los corazones de los paganos sean
iluminados con la luz de la gracia: “¿Cómo resistir este espectáculo, viendo
cada día cómo los emperadores, los mandarines y sus cortesanos blasfeman tu
santo nombre, Señor, que te sientas sobre querubines y serafines? ¡Mira, tu
cruz es pisoteada por los paganos! ¿Dónde está tu gloria? Al ver todo esto,
prefiero, encendido en tu amor, morir descuartizado, en testimonio de tu amor”.
Pero
la fuerza, el amor y el poder necesarios para dar testimonio de Jesucristo, no
depende de las fuerzas humanas del mártir, sino de la gracia santificante de
Jesucristo: “Muestra, Señor, tu poder, sálvame y dame tu apoyo, para que la
fuerza se manifieste en mi debilidad y sea glorificada ante los gentiles, ya
que, si llegara a vacilar en el camino, tus enemigos podrían levantar la cabeza
con soberbia”.
El
mártir, experimentando en sí mismo el poder celestial de Jesucristo y del
Espíritu Santo, anima a sus hermanos en la fe a que perseveren en esta fe,
porque Dios se manifiesta, con todo su poder, en los más pequeños e
insignificantes ante el mundo: “Queridos hermanos, al escuchar todo esto,
llenos de alegría, tenéis que dar gracias incesantes a Dios, de quien procede
todo bien; bendecid conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia.
Proclame mi alma la grandeza del Señor, se alegre mi espíritu en Dios, mi
salvador; porque ha mirado la humillación de su siervo y desde ahora me
felicitarán todas las generaciones futuras, porque es eterna su misericordia. Alabad
al Señor, todas las naciones, aclamadlo, todos los pueblos, porque lo débil del
mundo lo ha escogido Dios para humillar el poder, y lo despreciable, lo que no
cuenta, lo ha escogido Dios para humillar lo elevado. Por mi boca y mi
inteligencia humilla a los filósofos, discípulos de los sabios de este mundo,
porque es eterna su misericordia”.
El
martirio es como una tempestad que se abate sin piedad sobre la frágil nave que
es el alma del mártir, pero el mártir “echa su ancla en Dios” y así mantiene su
fe, su esperanza y su alegría: “Os escribo todo esto para que se unan vuestra
fe y la mía. En medio de esta tempestad echo el ancla hasta el trono de Dios,
esperanza viva de mi corazón”.
Por
último, anima a la comunidad fiel a que persevere en la fe y en la oración, que
obran como un doble auxilio, tanto para él, que sufre el martirio, como para la
comunidad, que permanece aún en esta vida, aunque no por mucho tiempo, porque
todos estamos llamados a cantar, ante el trono del Cordero de Dios, Cristo
Jesús, el canto de victoria de quienes han vencido a la Bestia y han lavado sus
almas en la Sangre del Cordero: “En cuanto a vosotros, queridos hermanos,
corred de manera que ganéis el premio, haced que la fe sea vuestra coraza y
empuñad las armas de Cristo con la derecha y con la izquierda, como enseña san
Pablo, mi patrono. Más os vale entrar tuertos o mancos en la vida que ser
arrojados fuera con todos los miembros. Ayudadme con vuestras oraciones para
que pueda combatir como es de ley, que pueda combatir bien mi combate y
combatirlo hasta el final, corriendo así hasta alcanzar felizmente la meta; en
esta vida ya no nos veremos, pero hallaremos la felicidad en el mundo futuro,
cuando, ante el trono del Cordero inmaculado, cantaremos juntos sus alabanzas,
rebosantes de alegría por el gozo de la victoria para siempre. Amén”.
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