En un momento determinado de su vida, San Expedito, que era
pagano –es decir, no conocía a Jesucristo y adoraba los ídolos paganos-,
recibió la gracia de la conversión. Esto quiere decir que el Espíritu Santo
puso en su corazón el deseo de amar y conocer a Jesucristo y seguirlo por el
camino de la Cruz, a la vez que puso también el deseo de dejar de lado su
antigua vida de pecado. El Espíritu Santo le concedía la oportunidad de
comenzar a vivir como hijo de Dios, como hijo de la luz, lo cual significaba
dejar para siempre su propio yo, inclinado al mal y a la concupiscencia, es
decir, a la satisfacción del ego y de los sentidos. Ahora bien, que el Espíritu
Santo conceda la gracia de la conversión, no significa que la persona esté
inmediatamente convertida, porque puesto que el ser humano es libre, debe
libremente aceptar y querer convertir su corazón. En caso contrario, Dios no
puede hacer nada, porque nadie, ni siquiera Dios, pueden reemplazar nuestras
decisiones libres. El Espíritu Santo necesitaba que San Expedito dijera “sí” a
la gracia de la conversión.
Antes de que San Expedito respondiera, inmediatamente después
de haber recibido esta gracia que lo invitaba a convertirse, se le apareció el
Demonio en forma de cuervo, quien comenzó a tentarlo, proponiéndole, no que no
se convirtiera, sino que lo dejara “para más adelante”. Es decir, frente a sí,
San Expedito tenía dos caminos a seguir: o elegía la gracia de Jesucristo, y
así nacía a la vida nueva de los hijos de Dios, o elegía al Demonio,
posponiendo indefinidamente la conversión, Finalmente, San Expedito eligió a
Jesucristo, obteniendo la fuerza celestial para poder elegir a Jesús, de la
Santa Cruz que empuñaba en su mano.
Con toda seguridad, a nosotros no se nos aparecerá el
Demonio bajo forma de cuervo, pero sí puede tentarnos con la misma tentación
con la que trató de tentar a San Expedito: postergar la conversión, es decir,
postergar la decisión de confesarme, postergar la decisión de comenzar a leer
vidas de santos, postergar la decisión de comenzar a asistir a Misa
regularmente los Domingos, postergar la decisión del rezo diario del Santo
Rosario, postergar el alejarme de esa ocasión de pecado, postergar la decisión
de casarme por la Iglesia, etc. El Demonio –y muchas veces, sin necesidad de la
tentación del Demonio, nosotros mismos- no nos dirá que no nos convirtamos: nos
dirá que sí, que nos convirtamos, pero “mañana”, después, total, “siempre habrá
tiempo para convertirnos”; el Demonio –o nosotros mismos- nos tentará con la
acedia, es decir, con la pereza espiritual, que es como un languidecer del
alma, que prueba tedio y fastidio cuando se trata de las cosas de Dios.
¿Qué hacer? Lo mismo que San Expedito: levantar en alto el
Santo Crucifijo y decir: “¡Hoy! ¡Hoy me convierto, y no mañana! ¡Hoy, ya,
renuncio a esta ocasión de pecado, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo, para
comenzar a vivir la vida del hombre nuevo, la vida de la gracia!”. Y, al igual
que San Expedito, obtendremos la fuerza celestial para vencer al Demonio y a
nosotros mismos, de la Santa Cruz de Jesús.
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