Fue
un mulato, nacido en Lima, Perú, en el 9 de diciembre de 1579. En el libro de
bautismo fue inscrito como “hijo de padre desconocido”. Era hijo natural del
caballero español Juan de Porres y de
una india panameña libre, llamada Ana Velásquez. Era sumamente capaz y muy
inteligente y tenía inclinación por la medicina. Había aprendido las primeras
nociones en la droguería-ambulatorio de dos vecinos de casa y puesto que la
profesión de barbero en aquella época estaba ligada con la medicina, ejerció durante
un tiempo esta doble carrera.
Sintiendo
el llamado de la perfección cristiana pidió a los quince años de edad ingresar en
el convento de los dominicos del Rosario en Lima, siendo admitido como hermano
lego y recibiendo como encargo los trabajos más humildes. A pesar de que a los
ojos de los demás parecía el más insignificante de todos, a los ojos de Dios, sin embargo, era uno de los más
valiosos, por sus virtudes heroicas, destacándose principalmente en dos, que lo
asemejaban al Sagrado Corazón de Jesús: la humildad y la caridad. Por su
humildad, era capaz de soportar con una sonrisa las injurias y los malos tratos
recibidos por otros miembros de la caridad, llegando incluso a alegrarse de las
injurias, como cuando un hermano de religión, que estaba enfermo y malhumorado,
lo trató de “perro mulato”. San Martín de Porres ofrecía en silencio estas
humillaciones, uniéndolas a las humillaciones de Jesús en la Pasión, y esto era
lo que le daba paz y alegría a su alma. Con respecto a la virtud de la caridad,
Fray Martín sobresalió en su tarea de enfermero, al atender y al curar a los
más de doscientos hermanos religiosos, además de gente que venía al convento,
sin hacer distinción entre ricos y pobres.
Poseía
el don de curar milagrosamente todo tipo de enfermedades, recibiendo a todos
con tanta solicitud y caridad, que a quien hablaba con él, le parecía estar
hablando con el mismo Cristo en Persona.
Vivía
de forma muy austera; apenas comía lo necesario para mantenerse en pie y dormía
debajo de una escalera sólo unas pocas horas. Todas las noches, pasaba largas
horas rezando delante de un gran crucifijo, al cual le contaba sus penas y
problemas, y también hacía largas horas de adoración frente a Jesús
Sacramentado, o bien hacía oración ante la imagen de la Virgen.
Además
de la mansedumbre, la humildad, la caridad y el don de la curación milagrosa, tenía
también otros dones sobrenaturales, como la profecía –conocía con anticipación
lo que habría de suceder-, el éxtasis -unión sobrenatural con Dios en el que
los sentidos quedan suspendidos, para poder contemplar la divinidad- y la
bilocación: sin haber salido nunca de Lima, fue visto en lugares tan distantes
como África, China y Japón, dando ánimo a los misioneros que se encontraban en
dificultades. Sin tener las llaves de la puerta del convento, solía salir del
convento para atender a un enfermo grave, para luego regresar, y cuando le preguntaban
cómo lo hacía, respondía simplemente: “Yo tengo mis modos de entrar y salir”.
Por
el don de curación, venía a él los enfermos de peste, cuando hubo una epidemia
en una ocasión, y curó milagrosamente a todos los que acudieron a él[2]. Una
vez que unos enemigos suyos entraron a su habitación para hacerle daño, San
Martín le pidió a Dios que lo hiciera invisible y así sucedió, porque estos no
lo vieron, a pesar de estar delante suyo.
Con
la ayuda de varios ricos de la ciudad fundó el Asilo de Santa Cruz para reunir
a todos los vagos, huérfanos y limosneros y ayudarles a salir de su penosa
situación.
En
diversas ocasiones –algunas cuando estaba delante de un gran crucifijo- se lo
vio en éxtasis y es conocido el episodio en el que el virrey fue a verlo y tuvo
que esperar a que saliera del éxtasis. Poseía también el don de la sabiduría
divina, pues a pesar de no ser un gran letrado ni tener estudios superiores
eclesiásticos, sin embargo acudían a él para hacerle consultas números teólogos,
obispos y autoridades civiles.
Por
ser parte de la Creación de Dios y debido a que vivía en un alto estado de
gracia y santidad, a San Martín de Porres le obedecían insectos y animales y
tenía por ellos un gran cuidado. Una vez, sucedió que los mosquitos lo
atormentaban con sus picaduras; al ir a ser curado con un hermano de religión,
éste le decía: “Vámonos a nuestro convento, que allí no hay mosquitos”. Y Fray
Martín respondía: “¿Cómo hemos de merecer, si no damos de comer al hambriento?”
– “¡Pero hermano, estos son mosquitos y no gente!” – “Sin embargo, se les debe
dar de comer, que son criaturas de Dios”, respondió el humilde fraile.
Otras
anécdotas sucedieron con ratones: en una ocasión, estos infestaban la ropería y
dañaban el vestuario. San Martín no le puso trampas, sino que les dijo; “Hermanos,
vayan a la huerta, que allí hallaréis comida” y ante su orden, los ratones
obedecieron en el momento. Además, Fray Martín les daba todos los restos de
comida y si alguno volvía a la ropería, el santo lo tomaba por la cola y lo
echaba a la huerta, diciendo: “Vete adonde no hagas mal”. Loa animales le seguían en fila muy
obedientes. Daba de comer en un mismo recipiente, al mismo tiempo y sin
rencillas, a un gato, un perro y varios ratones. En la actualidad todavía se lo
invoca contra la invasión de los ratones.
A
los sesenta años, después de haber pasado 45 en religión, Fray Martín se sintió
enfermo y anunció proféticamente que habría de morir a causa de esa enfermedad.
Toda la ciudad de Lima se conmovió y el mismo virrey en persona, conde de
Chichón, se acercó a su lecho de moribundo para besar la mano de aquél que se
llamaba a sí mismo “perro mulato”. Mientras se le rezaba el Credo, Fray Martín,
al oír las palabras “Et homo factus est” –Y el Verbo se hizo carne-, besando el
crucifijo expiró plácidamente. Era el 3 de noviembre de 1639; toda la ciudad
acudió a su entierro, multiplicándose desde entonces los milagros por su intercesión.
Mensaje
de santidad.
San
Martín de Porres se caracterizó porque, sin tener grandes dignidades ni civiles
ni eclesiásticas, tuvo sin embargo muchos dones sobrenaturales, como la
profecía, el éxtasis, la bilocación y el don de curar milagrosamente las más
variadas enfermedades, con solo imponer sus manos. Sin embargo, lo que lo hizo
santo no fueron estos dones –que, por otra parte, él no los pedía, sino que
Dios se los concedió en su bondad-, sino la fidelidad a la gracia –como todo santo,
detestaba el pecado- y la posesión de dos virtudes que agradan especialmente a
Dios: la mansedumbre y la caridad. Por la mansedumbre, soportó con paciencia,
alegría y amor, las más duras ofensas, como el ser llamado “perro mulato”, y
esto lo podía hacer porque cada vez que era humillado, de esta o de otra forma,
en vez de rebelarse, enojarse y ofenderse, demostrando así soberbia,
aprovechaba esas ocasiones para unirse a Jesús, humillado por él y por todos
nosotros, en la Pasión, y así nos enseña el santo a cómo no solo soportar, sino
ofrecer las humillaciones y así crecer en santidad. La otra virtud era la
caridad, es decir, un amor sobrenatural, un amor celestial, un amor que es el
Amor de Dios, que no es como el amor humano, que se deja llevar por las
apariencias, sino que ama al prójimo por ser el prójimo una imagen viviente de
Dios y porque en el prójimo, sobre todo en el más necesitado, ve a Jesucristo,
misteriosamente Presente en él. Mansedumbre, humildad y caridad, esas son las
virtudes que le hicieron ganar el cielo a San Martín de Porres, y esas son las
virtudes que debemos buscar imitar, si es que también queremos ganar el cielo.
[1] http://www.corazones.org/santos/martin_porres.htm;
cfr. Butler; Vida de los Santos; Sálesman,
Eliecer, Vidas de Santos 4; Sgarbossa,
Mario, Luigi Giovannini, Un Santo Para
Cada Día.
[2] Sorprendió a muchos con sus
curaciones instantáneas, como la del novicio Fray Luis Gutiérrez que se había
cortado un dedo casi hasta desprendérselo; a los tres días tenía hinchados la
mano y el brazo, por lo que acudió al hermano Martín, quien le puso unas
hierbas machacadas en la herida. Al día siguiente, el dedo estaba unido de
nuevo y el brazo enteramente sano. En cierta ocasión, el arzobispo Feliciano
Vega, que iba a tomar posesión de la sede de México, enfermó de algo que parece
haber sido pulmonía y mandó llamar a Fray Martín. Al llegar éste a la presencia
del prelado enfermo, se arrodilló, mas él le dijo: "levántese y ponga su
mano aquí, donde me duele". ¿Para qué quiere un príncipe la mano de un
pobre mulato?, preguntó el santo. Sin embargo, durante un buen rato puso la
mano donde lo indicó el enfermo y, poco después, el arzobispo estaba curado.
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