San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 22 de julio de 2016

San José, modelo de padre y esposo


¿Puede un hombre, del siglo I de nuestra era, ser ejemplo para el hombre del siglo XXI? Sí, sí lo puede ser, y ese hombre es San José, esposo de María Virgen, quien por la magnitud de sus virtudes, emerge como modelo incomparable de esposo y padre, para el hombre de todo tiempo y  lugar.
San José es modelo incomparable de esposo, porque si bien su matrimonio con María Santísima fue meramente legal –su trato afectivo con la Virgen fue como el de dos hermanos-, acompañó a María, tanto en los momentos de serenidad, paz y alegría familiar, como en las situaciones de zozobra y tribulación. Desde el inicio de su matrimonio legal[1], San José dio muestras de su amor casto y puro por la Virgen: cuando tuvo noticias del embarazo de María Santísima[2], aun cuando no sabía él acerca del origen divino y milagroso de la concepción de María  –Jesús fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, y no por intervención humana-, San José, dando muestras de su nobleza de alma, decidió no denunciarla puesto que de hacerlo, implicaría el repudio público de la Virgen, según las costumbres de la época. Para evitar esto, San José tomó la decisión de abandonarla en silencio[3], cambiando esta decisión luego de que un ángel le revelara en sueños que Jesús era el Hijo de Dios, encarnado por el Amor de Dios, el Espíritu Santo: “José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque su concepción es del Espíritu Santo” (Mt 1, 20). En una sola frase, el ángel le reveló cuatro secretos divinos a San José, que le devolvieron la paz a su alma: el origen divino de Jesús; su concepción por obra del Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad; la condición de María, de ser Virgen y, al mismo tiempo, Madre de Dios; por último, su misma condición, la de ser Padre adoptivo y Esposo meramente legal de María Santísima. Todo esto serenó su noble alma y es por eso que revocó su decisión de abandonar a María y, obedeciendo al ángel, se decidió a “recibir a María, su esposa”.
San José acompañó también, como esposo diligente, a María, en su peregrinación a Belén, donde debían empadronarse para cumplir con las disposiciones del censo imperial (cfr. Lc 2, 1-4). Estuvo al lado de María cuando tanto Ella como su Hijo, aun no concebido, fueron rechazados por las posadas ricas de Belén (cfr. Lc 2, 7), símbolos del corazón humano que, pleno de orgullo y amor egoísta a sí mismo, rechaza a Dios y su Mesías. Al no encontrar sitio en las posadas San José se encargó, como esposo providente, de buscar un lugar para el nacimiento de su hijo, encontrando el pobre y oscuro Portal de Belén, que a pesar de su pobreza y oscuridad, y a pesar de ser refugio de animales, sin embargo albergó a la Virgen y sirvió de lugar de nacimiento para el Hijo de Dios, convirtiéndose así en símbolo del corazón del hombre que, pobre y oscuro debido a que no posee la gracia, y atribulado por sus pasiones, aun así ama a Dios y abre su corazón para que nazca en él, por la gracia, el Hijo de Dios, Jesucristo.
San José se comportó así, con su amor casto y puro, como un esposo fiel, que dio todo de sí para que a su esposa -que era la Virgen y la Madre de Dios al mismo tiempo-, tuviera siempre el refugio moral, espiritual y también material, que supone un esposo para su esposa.
San José es modelo incomparable de padre, porque si bien no fue el padre biológico de Jesús de Nazareth, ejerció sin embargo la paternidad de Dios Hijo encarnado un modo admirable. Luego del Nacimiento –milagroso y virginal- de Jesús (cfr. Lc 2, 1-20), San José fue en todo momento, para su Hijo, que era el Hijo de Dios, un dignísimo sustituto de Dios Padre Eterno, quien le  había delegado a San José, movido por la confianza que le tenía, la maravillosa tarea de educar humanamente a Aquel que era la Sabiduría divina en sí misma. Es decir, San José debía “educar a Dios”[4]. ¿Educar a Dios? Sí, y por increíble que parezca, esa fue la tarea encomendada por Dios Padre a San José: educar a Jesús de Nazareth, Dios Hijo encarnado; una tarea noble, elevada y sublime, acorde a su alma justa.
Como padre adoptivo de Jesús, San José estuvo siempre y en todo momento a su lado: en la Presentación del templo (cfr. Lc 2, 21); en la Huida a Egipto (cfr. Mt 2, 13-15), cuando el rey Herodes “buscaba al niño para matarlo” (cfr. Mt 2, 16); en los momentos serenos y calmos en Nazareth (cfr. Lc 2, 51); en la búsqueda de tres días, luego de perderlo de vista en Jerusalén, encontrándolo, junto a María, en el templo (cfr. Lc 2, 45ss) -dándonos así ejemplo de cómo tenemos que buscar a su hijo Jesús que está en el templo, en la Eucaristía, en el sagrario-. Finalmente, acompañó a su Hijo, Dios, enseñándole el oficio de carpintero, transmitiéndole lo que él sabía acerca de cómo trabajar la madera, esa misma madera que luego sería utilizada para que su Hijo, que era Dios encarnado, fuera crucificado, para la salvación de los hombres.
San José, modelo de amor a Jesús y María.
Hemos visto cómo San José es modelo de esposo y padre, pues fue pródigo en amor esponsal, casto y puro hacia su esposa, María Santísima, y también en amor paternal, hacia su hijo adoptivo, Jesús. Pero San José es también modelo y ejemplo para todos los hombres -para todos nosotros, cuando nos llegue la hora de pasar de esta vida a la eterna-, porque nos enseña a amar a Jesús y María no solo durante la vida, sino hasta el momento mismo de atravesar el umbral de la muerte, puesto que, según la Tradición, murió en los brazos de su Hijo y de su esposa. San José es llamado el “Patrono de la buena muerte” porque en la hora de la muerte, en la hora en que debía pasar “de este mundo al Padre” (cfr. Jn 13, 1), murió rodeado y envuelto en el amor de los Sagrados Corazones de Jesús y María, siendo esta la muerte más dulce y amable de todas, porque es muerte que da paso a la vida eterna.  
Así como San José fue esposo y padre ejemplar hasta el último instante de su vida terrena, acompañando siempre y en todo momento a María y a Jesús, así también, en el momento de su propia muerte, fueron María y Jesús quienes estuvieron a su lado, rodeándolo de amor, y esta muerte de San José es modelo para todo hombre. ¿Cómo fue la muerte de San José? De acuerdo con algunos autores[5], su muerte fue así: cuando Jesús tenía veinte años, Él y San José recibieron, como carpinteros que eran, un pedido de un vecino, que consistía en que debían trasladarse con sus herramientas a la montaña, para arreglar el refugio de su rebaño de cabras, en peligro debido a que las lluvias lo habían dañado, además de que el lobo andaba merodeando por esos lugares. San José y Jesús partieron para cumplir con el trabajo, pero los sorprendió una fuerte tormenta de lluvia y nieve a mitad de camino, que provocó que San José desarrollara una grave neumonía, con tos, fiebre y mucho decaimiento. Cuando Jesús lo trajo de regreso –intentaba en vano darle calor con su cuerpo-, San José estaba ya en agonía, con la respiración entrecortada y el cuerpo helado, por lo que no tardó en morir. Su muerte fue la más hermosa y santa de todas porque murió proclamando del amor de Dios y, como hemos dicho, murió en brazos de Jesús y María, con la serena alegría de saber que la muerte temporal en Dios era sólo una separación pasajera y que luego, en el cielo, habría de reencontrarse con su Esposa y con su Hijo, para ya nunca más separarse de ellos.
Así vemos cómo San José, con su amor casto y puro, es modelo de fidelidad a la gracia, no solo para todo esposo y todo padre que desee alcanzar la santidad, sino que es modelo y ejemplo inimitable de vida santa para todo aquel que, amando a Jesús y a María en esta vida, desee continuar amándolos por toda la eternidad, en el Reino de los cielos.
A nuestro amado Santo Patrono -a quien, como hemos visto, le podemos decir que es "Patrono de la vida santa y de la buena muerte"- le decimos: “¡San José, Esposo casto de la Virgen y Padre adoptivo del Hijo de Dios encarnado, intercede desde el cielo, para que amando a Jesús y María en esta vida, continuemos amándolos para siempre en el Reino de Dios! Amén”.  




[1] Era costumbre que el matrimonio tuviera dos etapas: la primera, desposorios, pero sin cohabitar; al cabo de un año, la segunda, con la cohabitación.
[2] La concepción virginal de Jesús se produjo entre la primera y la segunda etapa del matrimonio.
[3] Cfr. Mt 1, 19.
[4] Santiago Martín, El Evangelio secreto de María, Editorial Planeta, Barcelona 1996, 124.
[5] Cfr. Martín, o. c., 150.

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