¿Puede
un hombre, del siglo I de nuestra era, ser ejemplo para el hombre del siglo
XXI? Sí, sí lo puede ser, y ese hombre es San José, esposo de María Virgen,
quien por la magnitud de sus virtudes, emerge como modelo incomparable de esposo
y padre, para el hombre de todo tiempo y
lugar.
San
José es modelo incomparable de esposo,
porque si bien su matrimonio con María Santísima fue meramente legal –su trato
afectivo con la Virgen fue como el de dos hermanos-, acompañó a María, tanto en
los momentos de serenidad, paz y alegría familiar, como en las situaciones de
zozobra y tribulación. Desde el inicio de su matrimonio legal[1],
San José dio muestras de su amor casto y puro por la Virgen: cuando tuvo
noticias del embarazo de María Santísima[2],
aun cuando no sabía él acerca del origen divino y milagroso de la concepción de
María –Jesús fue concebido por obra y
gracia del Espíritu Santo, y no por intervención humana-, San José, dando
muestras de su nobleza de alma, decidió no denunciarla puesto que de hacerlo,
implicaría el repudio público de la Virgen, según las costumbres de la época. Para
evitar esto, San José tomó la decisión de abandonarla en silencio[3],
cambiando esta decisión luego de que un ángel le revelara en sueños que Jesús
era el Hijo de Dios, encarnado por el Amor de Dios, el Espíritu Santo: “José,
hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque su concepción es del
Espíritu Santo” (Mt 1, 20). En una
sola frase, el ángel le reveló cuatro secretos divinos a San José, que le
devolvieron la paz a su alma: el origen divino de Jesús; su concepción por obra
del Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Trinidad; la condición de María,
de ser Virgen y, al mismo tiempo, Madre de Dios; por último, su misma
condición, la de ser Padre adoptivo y Esposo meramente legal de María
Santísima. Todo esto serenó su noble alma y es por eso que revocó su decisión de
abandonar a María y, obedeciendo al ángel, se decidió a “recibir a María, su
esposa”.
San
José acompañó también, como esposo diligente, a María, en su peregrinación a
Belén, donde debían empadronarse para cumplir con las disposiciones del censo
imperial (cfr. Lc 2, 1-4). Estuvo al
lado de María cuando tanto Ella como su Hijo, aun no concebido, fueron rechazados
por las posadas ricas de Belén (cfr. Lc
2, 7), símbolos del corazón humano que, pleno de orgullo y amor egoísta a sí
mismo, rechaza a Dios y su Mesías. Al no encontrar sitio en las posadas San José
se encargó, como esposo providente, de buscar un lugar para el nacimiento de su
hijo, encontrando el pobre y oscuro Portal de Belén, que a pesar de su pobreza
y oscuridad, y a pesar de ser refugio de animales, sin embargo albergó a la
Virgen y sirvió de lugar de nacimiento para el Hijo de Dios, convirtiéndose así
en símbolo del corazón del hombre que, pobre y oscuro debido a que no posee la
gracia, y atribulado por sus pasiones, aun así ama a Dios y abre su corazón
para que nazca en él, por la gracia, el Hijo de Dios, Jesucristo.
San
José se comportó así, con su amor casto y puro, como un esposo fiel, que dio todo
de sí para que a su esposa -que era la Virgen y la Madre de Dios al mismo
tiempo-, tuviera siempre el refugio moral, espiritual y también material, que
supone un esposo para su esposa.
San
José es modelo incomparable de padre,
porque si bien no fue el padre biológico de Jesús de Nazareth, ejerció sin
embargo la paternidad de Dios Hijo encarnado un modo admirable. Luego del
Nacimiento –milagroso y virginal- de Jesús (cfr. Lc 2, 1-20), San José fue en todo momento, para su Hijo, que era el
Hijo de Dios, un dignísimo sustituto de Dios Padre Eterno, quien le había delegado a San José, movido por la
confianza que le tenía, la maravillosa tarea de educar humanamente a Aquel que
era la Sabiduría divina en sí misma. Es decir, San José debía “educar a Dios”[4].
¿Educar a Dios? Sí, y por increíble que parezca, esa fue la tarea encomendada
por Dios Padre a San José: educar a Jesús de Nazareth, Dios Hijo encarnado; una
tarea noble, elevada y sublime, acorde a su alma justa.
Como
padre adoptivo de Jesús, San José estuvo siempre y en todo momento a su lado:
en la Presentación del templo (cfr. Lc
2, 21); en la Huida a Egipto (cfr. Mt
2, 13-15), cuando el rey Herodes “buscaba al niño para matarlo” (cfr. Mt 2, 16); en los momentos serenos y
calmos en Nazareth (cfr. Lc 2, 51);
en la búsqueda de tres días, luego de perderlo de vista en Jerusalén,
encontrándolo, junto a María, en el templo (cfr. Lc 2, 45ss) -dándonos así ejemplo de cómo tenemos que buscar a su hijo
Jesús que está en el templo, en la Eucaristía, en el sagrario-. Finalmente, acompañó
a su Hijo, Dios, enseñándole el oficio de carpintero, transmitiéndole lo que él
sabía acerca de cómo trabajar la madera, esa misma madera que luego sería
utilizada para que su Hijo, que era Dios encarnado, fuera crucificado, para la
salvación de los hombres.
San
José, modelo de amor a Jesús y María.
Hemos
visto cómo San José es modelo de esposo y padre, pues fue pródigo en amor
esponsal, casto y puro hacia su esposa, María Santísima, y también en amor
paternal, hacia su hijo adoptivo, Jesús. Pero San José es también modelo y ejemplo
para todos los hombres -para todos nosotros,
cuando nos llegue la hora de pasar de esta vida a la eterna-, porque nos enseña
a amar a Jesús y María no solo durante la vida, sino hasta el momento mismo de atravesar
el umbral de la muerte, puesto que, según la Tradición, murió en los brazos de su
Hijo y de su esposa. San José es llamado el “Patrono de la buena muerte” porque
en la hora de la muerte, en la hora en que debía pasar “de este mundo al Padre”
(cfr. Jn 13, 1), murió rodeado y envuelto
en el amor de los Sagrados Corazones de Jesús y María, siendo esta la muerte
más dulce y amable de todas, porque es muerte que da paso a la vida eterna.
Así
como San José fue esposo y padre ejemplar hasta el último instante de su vida
terrena, acompañando siempre y en todo momento a María y a Jesús, así también, en
el momento de su propia muerte, fueron María y Jesús quienes estuvieron a su
lado, rodeándolo de amor, y esta muerte de San José es modelo para todo hombre.
¿Cómo fue la muerte de San José? De acuerdo con algunos autores[5], su
muerte fue así: cuando Jesús tenía veinte años, Él y San José recibieron, como
carpinteros que eran, un pedido de un vecino, que consistía en que debían
trasladarse con sus herramientas a la montaña, para arreglar el refugio de su
rebaño de cabras, en peligro debido a que las lluvias lo habían dañado, además
de que el lobo andaba merodeando por esos lugares. San José y Jesús partieron
para cumplir con el trabajo, pero los sorprendió una fuerte tormenta de lluvia
y nieve a mitad de camino, que provocó que San José desarrollara una grave
neumonía, con tos, fiebre y mucho decaimiento. Cuando Jesús lo trajo de regreso
–intentaba en vano darle calor con su cuerpo-, San José estaba ya en agonía,
con la respiración entrecortada y el cuerpo helado, por lo que no tardó en
morir. Su muerte fue la más hermosa y santa de todas porque murió proclamando
del amor de Dios y, como hemos dicho, murió en brazos de Jesús y María, con la
serena alegría de saber que la muerte temporal en Dios era sólo una separación
pasajera y que luego, en el cielo, habría de reencontrarse con su Esposa y con
su Hijo, para ya nunca más separarse de ellos.
Así
vemos cómo San José, con su amor casto y puro, es modelo de fidelidad a la
gracia, no solo para todo esposo y todo padre que desee alcanzar la santidad,
sino que es modelo y ejemplo inimitable de vida santa para todo aquel que,
amando a Jesús y a María en esta vida, desee continuar amándolos por toda la
eternidad, en el Reino de los cielos.
A
nuestro amado Santo Patrono -a quien, como hemos visto, le podemos decir que es "Patrono de la vida santa y de la buena muerte"- le decimos: “¡San
José, Esposo casto de la Virgen y Padre adoptivo del Hijo de Dios encarnado,
intercede desde el cielo, para que amando a Jesús y María en esta vida,
continuemos amándolos para siempre en el Reino de Dios! Amén”.
[1] Era costumbre que el matrimonio
tuviera dos etapas: la primera, desposorios, pero sin cohabitar; al cabo de un
año, la segunda, con la cohabitación.
[2] La concepción virginal de Jesús
se produjo entre la primera y la segunda etapa del matrimonio.
[3] Cfr. Mt 1, 19.
[4] Santiago
Martín, El Evangelio secreto de
María, Editorial Planeta, Barcelona 1996, 124.
[5] Cfr. Martín, o. c., 150.
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