Santa Brígida de Suecia es una de las más grandes santas de
la Iglesia Católica. Nació en 1303 en Upsala, Suecia, en una familia con una
larga tradición católica[1].
Sus abuelos y bisabuelos fueron en peregrinación hasta Jerusalén y sus padres
se confesaban y comulgaban todos los viernes, y como pertenecían a la familia
de los gobernantes de Suecia y tenían muchas posesiones, empleaban sus riquezas
en construir iglesias y conventos y en ayudar a cuanto pobre encontraban[2]. De
niña su mayor gusto era oír a su madre leer las vidas de los Santos. Cuando
apenas tenía seis años ya tuvo su primera revelación. Se le apareció la Santísima
Virgen para invitarla a llevar una vida santa, totalmente del agrado de Dios.
En adelante las apariciones celestiales serán frecuentísimas en su vida, hasta
tal punto que Santa Brígida llegó a creer que se trataba de alucinaciones o imaginaciones.
Esto la llevó a consultar con el sacerdote más sabio y famoso de Suecia, y él,
después de estudiar detenidamente su caso, le dijo que podía seguir creyendo en
esto, pues eran mensajes celestiales[3]. Es
decir, no se trataba de invenciones de su mente, sino que eran reales y
verdaderas apariciones y manifestaciones celestiales, por parte de Nuestro
Señor Jesucristo, la Virgen, y santos y almas del Purgatorio.
Una
de estas manifestaciones sucedió precisamente cuando se encontraba rezando con piedad
y fervor delante de un crucifijo, que se caracterizaba por la abundancia de sangre
en el Cuerpo de Jesús. Santa Brígida le dijo a Nuestro Señor: “¿Quién te puso
así?” - y oyó que Cristo le decía: “Los que desprecian mi amor (…) Los que no
le dan importancia al amor que yo les he tenido”. Y desde ese día, la santa se
propuso hacer que todos los que trataran con ella amaran más a Jesucristo.
Ahora
bien, el “desprecio del amor de Jesús” y el “no darle importancia al amor que
Jesús nos tuvo” –según las propias palabras de Jesús-, que es lo que causa las
heridas de las que sale abundante sangre, no es otra cosa que el pecado, porque
el pecado, que es ofensa a Dios, debe ser castigado severamente por la Justicia
Divina –“De Dios nadie se burla”- y el hecho de que no recibamos ese castigo
luego de cometido el pecado –por el contrario, cuando nos confesamos, recibimos
misericordia y perdón en vez del justo castigo- se debe a que Jesús se
interpone entre la Divina Justicia y nosotros, cambiando o convirtiendo, esa
Justicia, en Misericordia. Es decir, Jesús, en la Pasión y en la Cruz, es el “transductor”
-podríamos decir así- que, interponiéndose entre la Justicia de Dios, ofendida
por la malicia de nuestros pecados, y nosotros, recibe en su Cuerpo Sacratísimo
todo el peso de esa Justicia que castiga el pecado, y nos da a cambio, con su
Sangre derramada, el Amor Divino, la Misericordia Divina, el Amor de Dios, el
Espíritu Santo. Cada pecado nuestro –el pecado se produce como consecuencia de
la ausencia de amor a Dios en el corazón del hombre-, se traduce en un golpe de
puño en el Rostro de Jesús, o en la corona de espinas, o en la flagelación, y
es así que somos nosotros, con nuestros pecados, los que causamos las heridas
de Jesús y el consecuente abundante brotar de su Preciosísima Sangre.
Teniendo
en cuenta esta experiencia mística de Santa Brígida, y que no suceden por
casualidad, sino que Dios las permite para nuestro provecho, deberíamos
preguntarnos: ¿Soy consciente de que son mis pecados personales, los que ponen
a Jesús en un estado tan lamentable? ¿Me doy cuenta de que son mis pecados, es
decir, mi desprecio y desinterés por el Amor de Dios, los que causan la Pasión,
Crucifixión y Muerte de Jesús? Y sabiendo esto, que soy yo quien hace sangrar a
Jesús con mis pecados, ¿sigo pecando, sigo sin apreciar la vida de la gracia,
sigo sin amar al Amor?
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