San Buenaventura nos da la clave para llegar a Dios, y es
Cristo, el “misterio oculto desde los siglos”: “Cristo es el camino y la
puerta. Cristo es la escalera y el vehículo, él, que es el propiciatorio
colocado sobre el arca de Dios y el misterio oculto desde los siglos”[1]. Cristo
crucificado es, dice San Buenaventura, nuestra Pascua, y quien lo contempla con
fe y con amor, realiza en Él la Pascua, es decir, el paso, desde el desierto de
esta vida, al paraíso, al tiempo que, al igual que el Pueblo Elegido se
alimentó del maná, el alma que contempla a Cristo se alimenta de Él, de su
Cuerpo y su Sangre, que es “el maná escondido”. Dice así San Buenaventura: “El
que mira plenamente de cara este propiciatorio y lo contempla suspendido en la
cruz, con fe, con esperanza y caridad, con devoción, admiración, alegría,
reconocimiento, alabanza y júbilo, este tal realiza con él la pascua, esto es,
el paso, ya que, sirviéndose del bastón de la cruz, atraviesa el mar Rojo, sale
de Egipto y penetra en el desierto, donde saborea el maná escondido, y descansa
con Cristo en el sepulcro, como muerto en lo exterior, pero sintiendo, en
cuanto es posible en el presente estado de viadores, lo que dijo Cristo al
ladrón que estaba crucificado a su lado: Hoy estarás conmigo en el paraíso”[2].
Quien
esto hace, es decir, quien contempla a Cristo crucificado, cumple la Pascua, el
paso de esta vida a la eterna, aún en esta vida, pero para que el paso sea
perfecto, es necesario dejar de lado la actividad del intelecto, de manera que
sea el Espíritu Santo en Persona quien infunda los misterios supraracionales
del Verbo de Dios encarnado: “Para que este paso sea perfecto, hay que
abandonar toda especulación de orden intelectual y concentrar en Dios la
totalidad de nuestras aspiraciones. Esto es algo misterioso y secretísimo, que
sólo puede conocer aquel que lo recibe, y nadie lo recibe sino el que lo desea,
y no lo desea sino aquel a quien inflama en lo más íntimo el fuego del Espíritu
Santo, que Cristo envió a la tierra. Por esto dice el Apóstol que esta
sabiduría misteriosa es revelada por el Espíritu Santo”[3].
La
contemplación de Cristo y el consiguiente paso de esta vida a la otra, no es
obra humana, sino de la gracia: “Si quieres saber cómo se realizan estas cosas,
pregunta a la gracia, no al saber humano; pregunta al deseo, no al
entendimiento; pregunta al gemido expresado en la oración, no al estudio y la
lectura; pregunta al Esposo, no al Maestro; pregunta a Dios, no al hombre;
pregunta a la oscuridad, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que
abrasa totalmente y que transporta hacia Dios con unción suavísima y ardentísimos
afectos”[4].
La
contemplación de Cristo no solo ilumina el intelecto para que así pueda
realizar la Pascua –esto es, el paso de este mundo al Padre-, sino que enciende
el alma en el Amor de Dios por obra del Espíritu Santo, y para esto es
necesario desear morir a nosotros mismos: “Este fuego es Dios, cuyo horno, como
dice el profeta, está en Jerusalén, y Cristo es quien lo enciende con el fervor
de su ardentísima pasión, fervor que sólo puede comprender el que es capaz de
decir: Preferiría morir asfixiado, preferiría la muerte. El que de tal modo ama
la muerte puede ver a Dios, ya que está fuera de duda aquella afirmación de la
Escritura: Nadie puede ver mi rostro y seguir viviendo. Muramos, pues, y
entremos en la oscuridad, impongamos silencio a nuestras preocupaciones, deseos
e imaginaciones; pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre”[5].
Una
vez contemplado el Padre, por medio de Cristo y por obra del Espíritu Santo,
habremos llegado a nuestra Jerusalén, es decir, habremos encontrado lo que
deseaba nuestra alma: “Y así, una vez que nos haya mostrado al Padre, podremos
decir con Felipe: Eso nos basta; oigamos aquellas palabras dirigidas a Pablo:
Te basta mi gracia; alegrémonos con David, diciendo: Se consumen mi corazón y
mi carne por Dios, mi herencia eterna”[6].
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