Cuando la Iglesia nos pone a un santo para que sea venerado,
no pretende que nos quedemos en la mera veneración, sino que contemplemos su
vida, para imitar sus virtudes. Y cuando el santo nos consigue alguna gracia
que le hemos pedido, la mejor forma de agradecerlo, es imitar sus virtudes. Es decir,
la veneración de un santo, por cualquier lado que se la considere, no debe
quedar en la mera veneración, sino en el esfuerzo activo por imitar, sino
todas, al menos alguna de sus virtudes.
En el caso de San Expedito, su virtud más grande y la que lo
llevó al cielo, fue la de responder, con celeridad, a la gracia de la
conversión. Como sabemos, San Expedito era un soldado romano, pagano, es decir,
no conocía a Jesucristo; en un momento determinado, recibió la gracia de la
conversión, que consiste en una iluminación interior, que viene de lo alto –nunca
de la propia persona-, del cielo, y esta gracia consiste en algo similar a lo
que le sucedió a San Pablo: Jesús, el Hijo de Dios, se da a conocer al alma, de
un modo misterioso, para que el alma lo acepte como su Salvador y Redentor. Puesto
que somos libres, la decisión última de la conversión, si bien está dada la
gracia que nos permite elegir a Jesucristo, radica en nosotros, ya que nadie,
ni siquiera el mismo Dios en Persona, puede reemplazar nuestras libres
decisiones. Al recibir la gracia de conocer a Jesucristo, y al recibir la
gracia de desear elegir a Jesucristo como Salvador –son dos gracias distintas-,
San Expedito respondió afirmativamente a ambas gracias, y por eso es ejemplo
para nuestra conversión. Pero además, hay otra gracia en la que San Expedito es
ejemplo, y es la de la celeridad en responder, porque también, como sabemos, en
el mismo momento en que Jesús se daba a conocer a su alma, el Demonio se le
apareció en forma de cuervo y trató de hacerlo desistir de su conversión,
induciéndolo a que postergar la conversión “para mañana” (efectivamente, el
Demonio comenzó a revolotear diciendo: “Cras”, que significa “mañana”). Pero San
Expedito, alzando la Santa Cruz de Jesús, y recibiendo de la Cruz la fuerza
misma de Jesús, rechazando la tentación del Demonio, dijo: “¡Hoy! ¡Hoy acepto a
Jesucristo como mi Salvador y Redentor! ¡Hoy comienzo a seguir a Jesús, cargando
mi cruz para ir detrás de suyo! ¡Hoy dejo de lado mis pasiones, mis pecados,
mis vicios; hoy crucifico al hombre viejo, para nacer a la vida de la gracia,
la vida de los hijos de Dios, los hijos de la luz!”. Y diciendo esto, aplastó
al Demonio que, aún en forma de cuervo, había dejado de revolotear a su
alrededor y se había acercado, desprevenido, a los pies de San Expedito, que
con la fuerza de la Cruz, pisó su soberbia cabeza.
También el Demonio nos tienta, para que sigamos en la vida
de paganos, en la vida de confiar en las supersticiones –como el Gauchito Gil,
la Difunta Correa, la cinta roja, o peor aún, la Santa Muerte-; el Demonio
también nos tienta para que, en vez de elegir a Jesús crucificado y a la
Virgen, elijamos los bienes materiales, el dinero, la brujería, en vez de los
santos sacramentos de la Iglesia y la gracia de Jesús, aunque la mayoría de las
veces, no es el Demonio el culpable, sino nuestra propia pereza espiritual, la
que nos lleva a dejar de lado la Santa Misa, la Confesión sacramental y el rezo
de oraciones que agradan a la Madre de Dios, como el Santo Rosario, y es por
eso que necesitamos, de modo urgente, la gracia de la conversión. Le pidamos entonces
a San Expedito que interceda por nosotros para que nosotros, al igual que él,
digamos “No” al Demonio y a nuestras pasiones y le digamos “Sí” a Jesucristo y
su gracia santificante, y comencemos a vivir la vida pura y santa de los hijos
de Dios.
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