San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

martes, 10 de febrero de 2015

Santa Escolástica y el sentido de la vida religiosa


         Santa Escolástica, hermana de San Benito de Nursia, ingresó a la vida religiosa, siguiendo los pasos de su hermano. Vivió recluida, hasta su muerte, ocurrida en el año 547 –el día de su muerte, San Benito vio cómo su alma se elevaba, en forma de paloma blanca[1], al cielo- en un convento religioso ubicado en Montecassino, Italia. Al leer su biografía, el mundo no puede apreciar la riqueza de la vida de santa Escolástica, porque el mundo todo lo ve con la luz de la razón humana: una mujer joven, decide recluirse en un convento, de por vida. El mundo no puede entender esta elección y por eso considera, a santa Escolástica, y a todos los religiosos y consagrados en general, como personas sin razón, o antisociales, que prefieren recluirse, antes que “disfrutar” de los atractivos mundanos. Sin embargo, la vida de santa Escolástica es inimaginablemente rica y dichosa, porque la reclusión en un convento, indica la respuesta libre a un llamado, también libre y motivado por el Amor, de parte de Dios. En esto último radica el sentido y la esencia de la vida religiosa, y explica el porqué de la elección de una persona que, dejando atrás al mundo y a sus atractivos, ingresa en la vida religiosa: es la respuesta libre y movida por el amor, a una llamada divina, también libre y también movida por el Amor. En otras palabras, el religioso no se “recluye” en un convento, huyendo del mundo por su incapacidad para la vida social: el religioso, el que elige la vida religiosa y consagrada, se “refugia” en el convento –en la vida religiosa- para no solo estar “más tiempo” con un Dios, que es Trinidad de Personas, que por Amor lo ha llamado, sino que consagra toda su vida a ese Dios Trino, para estar, no solo “un poco más de tiempo”, sino todo lo que le queda de su vida terrena, en compañía y diálogo de Amor con ese Dios Trino que la ha elegido y llamado y para así continuar, por toda la eternidad, con el diálogo de Amor con la Trinidad de las Divinas Personas.
         Ahora bien, el mundo no entiende la vida religiosa, porque no posee la luz de la fe, que capacita para comprender la felicidad que esta encierra, y no la entiende, tanto más, cuanto que la vida religiosa implica adoptar un estilo de vida que se encuentra en las antípodas del estilo de vida mundano, puesto que el religioso se obliga a sí mismo, libremente, a vivir la pobreza, la castidad y la obediencia. El mundo, por el contrario, exalta la riqueza material, el desenfreno de las pasiones y la propia autonomía de la razón como única guía a seguir, de manera que el principio mundano es: “Haz lo que quieras”. El mundo no puede entender la vida religiosa, pero no solo el mundo, sino hasta los mismos cristianos, sino reflexionan y profundizan sobre esta, tampoco pueden entenderlo. Por eso, al conmemorar a Santa Escolástica, es oportuno reflexionar en la grandeza de la vida religiosa, preguntándonos: ¿qué es la vida religiosa y cuál es su fuente, para que almas, como Santa Escolástica, se refugien en ella hasta el día de su muerte?
La vida religiosa es imitación de Cristo, y como Cristo es Dios encarnado que vive su perfección divina a través de su humanidad asumida, la vida religiosa, que imita los actos de Cristo en su humanidad, es imitación del modo divino de vivir la humanidad, es imitación del modo como Dios Encarnado vivió su propia humanidad. Es vivir la humanidad al modo como la vivió la Persona del Verbo Eterno del Padre cuando se encarnó en el tiempo.
El valor de los actos virtuosos del religioso –actos de pobreza, de castidad y de obediencia- está dado por el hecho de ser él personalmente quien los hace, pero sobre todo por hacerlos animado y vivificado por el Espíritu de Cristo, en Cristo y por Cristo.
A la hermosura y al atractivo intrínseco que la pobreza, la castidad y la obediencia tienen en sí, se les agrega una hermosura y un atractivo sobrenatural, la hermosura y el atractivo del Ser divino, que viviéndolas y practicándolas en su vida terrena, eligiéndolas para Él como modo de vivir su vida humana, les concedió una belleza imposible siquiera de imaginar.
A partir de la encarnación del Verbo, la pobreza, la castidad y la obediencia no son más excelentes virtudes puramente humanas, son la expresión y la manifestación, en actos virtuosos humanos, de la infinita perfección y belleza del Ser divino.
Cuando el religioso vive los votos, no sólo practica virtudes humanas excelentes, no sólo imita externamente al Verbo en su paso por la tierra; se convierte en una prolongación de la Presencia del Verbo entre los hombres; se hace signo explícito de la Verdad eterna de Dios manifestada en Cristo. Los votos son por esto mismo una manifestación y una puesta en acto del misterio de Cristo, que mediante actos de los miembros predilectos de su Cuerpo, los religiosos, esparce su santidad en el mundo, redimiéndolo, transformándolo, y conduciéndolo, en el Espíritu, al Padre.
Y si la vida religiosa es vivir la pobreza, la castidad y la obediencia, para vivir y gozar de la riqueza y del amor de Dios, amándolo en Su voluntad, es para el religioso la Eucaristía la fuente y el manantial mismo de su vida religiosa, porque en su pobreza sensible la Eucaristía esconde la riqueza infinita de la Persona divina del Verbo, y en su humilde obediencia renueva sobre el altar el único sacrificio de la cruz, sacrificio por el cual el Verbo espira en el alma su Espíritu de Amor divino.
         Es esto lo que explica que almas, como Santa Escolástica, abandonen el mundo y se refugien en la vida religiosa, hasta el día de su muerte, que es el día de su ingreso en la bienaventuranza eterna.





[1] Según el relato de San Gregorio Magno, Papa; en: Diálogos de San Gregorio Magno, Libro 2, 33: PL 66, 194-196.

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