San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

martes, 3 de febrero de 2015

San Blas, obispo y mártir

Escenas de la vida de San Blas. Speculum historiale. V. de Beauvais. S. XV.

         San Blas fue obispo en Sebaste, Armenia, en tiempos de la persecución desencadenada por Diocleciano a principios del siglo IV y continuada por sus sucesores Galeno, Máximo, Daia y Licinio. Al arreciar la persecución, bajo el prefecto Agrícola, comisionado por Licinio para exterminar el cristianismo, San Blas, siguiendo el consejo de Cristo, huye a las montañas, y se refugia en una gruta del monte Argeo. Allí, privado de todo consuelo humano, pero abundando en consuelos celestiales, hace vida eremítica, entregado a la penitencia y a la oración contemplativa.
En la noche precedente a la prisión se le aparece por tres veces Nuestro Señor Jesucristo, animándolo a que “le ofrezca el sacrificio”; por la expresión utilizada por Jesús, San Blas entendió que Jesús lo llamaba al martirio, puesto que “el sacrificio” que le pedía Jesús, era la entrega de su vida, pero no de cualquier manera, ni por cualquier motivo: “ofrecer el sacrificio”, en palabras de Jesús, es “entregar la vida en sacrificio”, significa que quien lo hace, une su vida al sacrificio redentor de la cruz de Jesús, con lo cual, su vida adquiere un valor infinito, un valor de redención y salvación, para él y para sus hermanos, porque la está uniendo al santo sacrificio del Calvario. Es decir, Jesús se le aparece a San Blas para prepararlo para el martirio, para la entrega sacrificial de su vida, uniéndola a su sacrificio en cruz. Esa entrega se concretó al amanecer del tercer día de las apariciones de Jesús: San Blas se levantó y celebró la Santa Misa; al finalizar, llegaron los ministros del prefecto, diciéndole: “Sal de tu gruta; el prefecto te llama”. Sabiendo San Blas que la llamada era para ser ejecutado, responde con calma y con alegría, deseoso de acudir a su ejecución, lo cual es un indicio de que estaba asistido por el Espíritu Santo. Según la Tradición, San Blas salió y con rostro sonriente y palabras cariñosas, se dirigió así a sus carceleros: “Bienvenidos seáis, hijitos míos. Me traéis una buena nueva. Vayamos prontamente. Y sea con nosotros mi Señor Jesucristo que desea la hostia de mi cuerpo”. En estas palabras, se ve cómo el santo tiene un preanuncio de su martirio y una perfecta comprensión de que ha sido elegido para participar del Calvario y del  sacrificio redentor de Jesucristo: ésa es la razón por la cual, ante el arresto y el conocimiento que habrá de morir, no solo no se desespera ni intenta huir, sino que se entrega mansamente, como un cordero, en manos de sus guardianes y ejecutores, imitando en esto a Nuestro Señor Jesucristo, el Cordero de Dios, quien libre y voluntariamente se entregó a sus verdugos, ofreciéndose como Víctima de expiación para la salvación de los hombres. Durante el traslado de San Blas a Sebaste, el santo hizo numerosos milagros a los enfermos que se acercaban a él para pedirle su bendición y la curación de sus dolencias. Fue aquí en donde sucedió el milagro que dio luego origen a la bendición de las gargantas, propia de su festividad. Una madre le presentó a su hijo moribundo, a causa de una espina atravesada en la garganta, clamando: “¡Siervo de Nuestro Salvador Jesucristo, apiádate de mi hijo; es mi único hijo!”. Inmediatamente, San Blas, impuso su mano sobre el agonizante, haciendo sobre su garganta la señal de la cruz, rezó por él, y el niño recuperó inmediatamente la salud.
Llevado ante el prefecto y una vez ante él, éste le propuso la renuncia al cristianismo y la adoración de los dioses paganos, a cambio de la vida. San Blas rechazó, de plano, la idolátrica propuesta, por lo que el prefecto dio orden que comenzara su martirio, el cual se extendió por varios días. Luego de sufrir una terrible golpiza, y viendo sus verdugos que no conseguían hacerlo apostatar de la fe, lo suspendieron de un madero y, con unos garfios de hierro, laceraron su piel y desgarraron sus músculos con garfios de hierro, dejándolo casi agonizante a causa de la severidad de sus lesiones y la abundante pérdida de sangre, aunque tampoco con esta tremenda tortura consiguieron hacerlo apostatar de la fe; todo lo contrario, el santo, asistido por el Espíritu Santo, como todos los mártires, vio acrecentada su fe y su amor por Jesucristo, y fue así como la confesión del Nombre de Jesucristo, al precio de su sangre y de su vida, se reafirmó en San Blas por cada segundo transcurrido en la tortura. Antes de su muerte, y en medio de las terribles torturas que le provocaban abundante efusión de sangre, sucedió un hecho que confirma el dicho: “la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos”: al volver a la prisión regando el suelo con sangre, siete fervorosas cristianas recogieron su sangre y se ungieron con ella, siendo detenidas por esta acción. En el interrogatorio, sin ceder ante las amenazas de muerte y ante las torturas, alentadas por el ejemplo de San Blas, confesaron su fe en Jesucristo, perseverando en la fe hasta ser decapitadas. Una de estas mártires, antes de morir, encomendó a San Blas sus dos pequeños hijos, quienes, a pesar de su corta edad, querían seguirla por la senda celestial del martirio. Ambos niños murieron decapitados junto con San Blas, en las afueras de Sebaste, en el año 316, consumando así el glorioso martirio del pastor junto con sus corderos.

Al conmemorar a San Blas, le pidamos que interceda para que, al igual que él, que movido por un ardiente amor a Jesucristo, no dudó en derramar su sangre y ofrendar su vida dando testimonio de su divinidad, así también nosotros, movidos por el amor a Jesús Eucaristía, el mismo y único Jesucristo por el cual San Blas dio su vida, seamos capaces de dar testimonio de su divinidad y de su Presencia real en el Santísimo Sacramento del altar, y así como él bendijo la garganta del moribundo dándole la vida, así también nosotros bendigamos a Dios Uno y Trino y a nuestro Salvador Jesucristo, con nuestras gargantas, nuestros corazones y nuestras buenas obras, en el tiempo y en la eternidad.

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