San
Policarpo, discípulo de los apóstoles y obispo de Esmirna, huésped de Ignacio
de Antioquía, fue a Roma para tratar con el papa Aniceto la cuestión de la
Pascua. Sufrió el martirio hacia el año 155, siendo quemado en el estadio de la
ciudad[2].
Fue
el más conocido entre los obispos de la Iglesia primitiva a quienes se les da
el nombre de “Padres Apostólicos”, por haber sido discípulos de los Apóstoles y
directamente instruidos por ellos. Policarpo fue discípulo de San Juan
Evangelista, y entre sus muchos discípulos y seguidores se encontraban San
Ireneo y Papías. Cuando Florino, que había visitado con frecuencia a San
Policarpo, empezó a profesar ciertas herejías, San Ireneo le escribió: “Esto no
era lo que enseñaban los obispos, nuestros predecesores. Yo te puedo mostrar el
sitio en el que el bienaventurado Policarpo acostumbraba a sentarse a predicar.
Todavía recuerdo la gravedad de su porte, la santidad de su persona, la
majestad de su rostro y de sus movimientos, así como sus santas exhortaciones
al pueblo. Todavía me parece oírle contar cómo había conversado con Juan y con
muchos otros que vieron a Jesucristo, y repetir las palabras que había oído de
ellos. Pues bien, puedo jurar ante Dios que si el santo obispo hubiese oído tus
errores, se habría tapado las orejas y habría exclamado, según su costumbre: “¡Dios
mío!, ¿por qué me has hecho vivir hasta hoy para oír semejantes cosas?” Y al
punto habría huido del sitio en que se predicaba tal doctrina”[3].
En
efecto, Policarpo, iluminado por el Espíritu Santo, que concede la gracia de
contemplar la Verdad y de rechazar el error, no admitía, de ninguna manera, la
herejía. Según la tradición, una vez se encontró San Policarpo con el hereje Marción
en las calles de Roma y este, al ver que el santo no lo saludaba, lo increpó
diciéndole: “¿Qué, no me-conoces?” “Sí, -le respondió Policarpo-, sé que eres
el primogénito de Satanás”. El santo obispo había heredado este aborrecimiento
hacia las herejías de su maestro San Juan, quien salió huyendo de los baños, al
ver a Cerinto. Ellos comprendían el gran daño que hace la herejía[4].
San
Policarpo besó las cadenas de San Ignacio, cuando éste pasó por Esmirna, camino
del martirio, e Ignacio a su vez, le recomendó que velara por su lejana Iglesia
de Antioquía y le pidió que escribiera en su nombre a las Iglesias de Asia, a
las que él no había podido escribir. San Policarpo escribió poco después a los
Filipenses una carta que se conserva todavía, la cual en tiempos de San
Jerónimo se leía públicamente en las iglesias, mereciendo toda admiración por
la excelencia de sus consejos y la claridad de su estilo. Policarpo emprendió
un viaje a Roma para aclarar ciertos puntos con el Papa San Aniceto,
especialmente la cuestión de la fecha de la Pascua, porque las Iglesias de Asia
diferían de las otras en este particular. Como Aniceto no pudiese convencer a
Policarpo ni éste a aquél, convinieron en que ambos conservarían sus propias
costumbres y permanecerían unidos por la caridad. Para mostrar su respeto por
San Policarpo, Aniceto le pidió que celebrara la Eucaristía en su Iglesia. A
esto se reduce todo lo que sabemos sobre San Policarpo, antes de su martirio[5].
Mensaje de santidad.
El mensaje de santidad de San Policarpo, además de toda su
vida de gracia, radica en el martirio que sufrió, dando admirable testimonio de
Nuestro Señor Jesucristo. Por la sabiduría celestial de sus respuestas a sus
verdugos, que lo instaban a apostatar, y por los maravillosos prodigios que se
sucedieron en su muerte, se puede decir que en San Policarpo -en su vida, pero
sobre todo, en su martirio-, se cumplen las siguientes palabras de la
Escritura: “Queridos hermanos: Estad alegres cuando compartís los padecimientos
de Cristo, para que, cuando se manifieste su gloria, reboséis de gozo. Si os
ultrajan por el nombre de Cristo, dichosos vosotros: porque el Espíritu de la
gloria, el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros” (1 Pe 4, 13-14).
Su
martirio es narrado de la siguiente manera, por Butler[6];
nuestro comentario irá en cursiva: “El año sexto de Marco Aurelio, según la
narración de Eusebio, estalló una grave persecución en Asia, en la que los
cristianos dieron pruebas de un valor heroico. Germánico, quien había sido llevado
a Esmirna con otros once o doce cristianos se señaló entre todos, y animó a los
pusilánimes a soportar el Martirio. En el anfiteatro, el procónsul le exhortó a
no entregarse a la muerte en plena juventud, cuando la vida tenía tantas cosas
que ofrecerle, pero Germánico provocó a las fieras para que le arrebataran
cuanto antes la vida perecedera. Pero también hubo cobardes: un frigio, llamado
Quinto, consintió en hacer sacrificios a los dioses antes que morir. La
multitud no se saciaba de la sangre derramada y gritaba: “¡Mueran los enemigos
de los dioses! ¡Muera Policarpo!”. Los amigos del santo le habían persuadido
que se escondiera, durante la persecución, en un pueblo vecino. Tres días antes
de su martirio tuvo una visión en la que aparecía su almohada envuelta en
llamas; esto fue para él una señal de que moriría quemado vivo como lo predijo
a sus compañeros. Cuando los perseguidores fueron a buscarle, cambió de
refugio, pero un esclavo, a quien habían amenazado si no le delataba, acabó por
entregarle.
Los
autores de la carta de la que tomamos estos datos, condenan justamente la
presunción de los que se ofrecían espontáneamente al martirio y explican que el
martirio de San Policarpo fue realmente evangélico, porque el santo no se
entregó, sino que esperó a que le arrestaran los perseguidores, siguiendo el
ejemplo de Cristo. El testimonio es
importante, porque si bien la apostasía es “martirio por defecto”, si podemos
decir así, la temeridad es “martirio por exceso”; ninguna de las dos opciones
es evangélica, por lo que si San Policarpo se hubiera entregado espontáneamente
al martirio, habría pecado por temeridad, lo cual, evidentemente, no hizo.
Herodes,
el jefe de la policía, mandó por la noche a un piquete de caballería a que
rodeara la casa en que estaba escondido Policarpo; éste se hallaba en la cama,
y rehusó escapar, diciendo: “Hágase la voluntad de Dios”. Esto confirma lo que afirmábamos recién, acerca del verdadero martirio
de Policarpo, pues ni huyó –apostasía- ni tampoco se entregó espontáneamente –temeridad-.
Descendió,
pues, hasta la puerta, ofreció de cenar a los soldados y les pidió únicamente
que le dejasen orar unos momentos. Habiéndosele concedido esta gracia,
Policarpo oró de pie durante dos horas, por sus propios cristianos y por toda
la Iglesia. Hizo esto con tal devoción, que algunos de los que habían venido a
aprehenderle se arrepintieron de haberlo hecho. Montado en un asno fue
conducido a la ciudad. Imita en todo a
Nuestro Señor Jesucristo: como Él, que oró en el Huerto antes de ser entregado,
también Policarpo ora antes de ser entregado a las autoridades; como Nuestro
Señor, que entró en Jerusalén el Domingo de Ramos montado en un asno, también
Policarpo al iniciar su martirio. Pero no es mera imitación exterior, sino
verdadera participación mística y sobrenatural, a la Pasión de Nuestro Señor
Jesucristo.
En
el camino se cruzó con Herodes y el padre de éste, Nicetas, quienes le hicieron
venir a su carruaje y trataron de persuadirle de que no “exagerase” su
cristianismo: “¿Qué mal hay -le decían- en decir Señor al César, o en ofrecer
un poco de incienso para escapar a la muerte?”. Hay que notar que la palabra “Señor”
implicaba en aquellas circunstancias el reconocimiento de la divinidad del
César. El obispo permaneció callado al principio; pero, como sus interlocutores
le instaran a hablar, respondió firmemente: “Estoy decidido a no hacer lo que
me aconsejáis”. Al oír esto, Herodes y Nicetas le arrojaron del carruaje con
tal violencia, que se fracturó una pierna. Es
admirable el testimonio en favor de Nuestro Señor Jesucristo, como el Único
Dios y Señor al que hay que servir y adorar, y su rechazo absoluto a reconocer
a un falso dios como el César. Su testimonio es tanto más válido hoy, cuando
las multitudes de cristianos, sin necesidad de tirano alguno que las obligue a
apostatar de Jesucristo y a adorar a los ídolos, se entregan por sí mismas a
estos modernos ídolos neo-paganos y luciferinos –Gauchito Gil, Difunta Correa,
San La Muerte, el dinero, el placer, entre muchos otros más-, postrándose ante
ellos y abandonando al Dios de la Eucaristía, Jesús, en el sagrario.
El
santo se arrastró calladamente hasta el sitio en que se hallaba reunido el
pueblo. A la llegada de Policarpo, muchos oyeron una voz que decía: “Sé fuerte,
Policarpo, y muestra que eres hombre”. El procónsul le exhortó a tener
compasión de su avanzada edad, a jurar por el César y a gritar: “¡Mueran los
enemigos de los dioses!”. El santo, volviéndose hacia la multitud de paganos
reunida en el estadio, gritó: “¡Mueran los enemigos de Dios!”. El procónsul
repitió: “Jura por el César y te dejaré libre; reniega de Cristo”. “Durante
ochenta y seis años he servido a Cristo, y nunca me ha hecho ningún mal. ¿Cómo
quieres que reniegue de mi Dios y Salvador? Si lo que deseas es que jure por el
César, he aquí mi respuesta: Soy cristiano. Y si quieres saber lo que significa
ser cristiano, dame tiempo y escúchame”. El procónsul dijo: “Convence al pueblo”.
El mártir replicó: “Me estoy dirigiendo a ti, porque mi religión enseña a
respetar a las autoridades si ese respeto no quebranta la ley de Dios. Pero
esta muchedumbre no es capaz de oír mi defensa”. En efecto, la rabia que
consumía a la multitud le impedía prestar oídos al santo. Al dar testimonio del Hombre-Dios, Policarpo da testimonio también del
verdadero hombre, el Nuevo Ser Humano, aquel que es regenerado por la gracia
santificante y convertido en hijo adoptivo de Dios y en respuesta a la voz que
le dijo que “mostrara que era hombre”, San Policarpo, con la valentía del León
de Judá, Jesucristo, desafía a la multitud, pero no por sí mismo, sino para
defender el honor de Dios Trino, ultrajado por el gentío que ensalza a los
falsos dioses. Reconoce a Jesucristo como el Dios al que ha servido durante
toda su vida –ochenta y seis años- y el cual “nunca le hizo daño”, por lo que
no ve razón para renegar de Él. La multitud, enardecida, muestra que el necio
se aturde con sus propios palabreríos y griteríos inútiles, los cuales impiden
escuchar la voz de Dios, que está “en la suave brisa”, es decir, en el silencio
interior. Por esta razón, San Policarpo no puede convencer a la multitud,
situación que se repite en nuestros días, al ver cómo las multitudes acuden a
los estadios de fútbol el Domingo, Día del Señor, para gritar enfervorizados y
rendirle loas y pleitesía al dios pagano del fútbol, en vez de acudir a la
Santa Misa Dominical, para recibir en la Eucaristía a su Dios y Señor,
Jesucristo, y adorarlo en sus corazones.
El
procónsul le amenazó: “Tengo fieras salvajes”. “Hazlas venir -respondió
Policarpo-, porque estoy absolutamente resuelto a no convertirme del bien al
mal, pues sólo es justo convertirse del mal al bien”. El procónsul replicó: “Puesto
que desprecias a las fieras te mandaré quemar vivo”. Policarpo le dijo: “Me
amenazas con fuego que dura un momento y después se extingue; eso demuestra
ignoras el juicio que nos espera y qué clase de fuego inextinguible aguarda a
los malvados. ¿Qué esperas? Dicta la sentencia que quieras”. Impresionante testimonio del destino de
dolor eterno en el Infierno, que le espera a los que voluntariamente permanecen
en la malicia de sus corazones. San Policarpo advierte acerca del fuego del
Infierno, un “fuego inextinguible” destinado a los “malvados”, a los que niegan
a Dios y su Cristo; un fuego terrible que hace arder al cuerpo y al espíritu
del condenado, y frente a cuya ferocidad, el fuego de la tierra es poco más que
un soplo.
Durante
estos discursos, el rostro del santo reflejaba tal gozo y confianza y actitud
tenía tal gracia, que el mismo procónsul se sintió impresionado. Sin embargo,
ordenó que un heraldo gritara tres veces desde el centro del estadio: “Policarpo
se ha confesado cristiano”. Al oír esto, la multitud exclamó: “¡Este es el
maestro de Asia, el padre de los cristianos, el enemigo de nuestros dioses que
enseña al pueblo a no sacrificarles ni adorarles!”. Como la multitud pidiera al
procónsul que condenara a Policarpo a los leones, aquél respondió que no podía
hacerlo, porque los juegos habían sido ya clausurados. Entonces gentiles y
judíos pidieron que Policarpo fuera quemado vivo. El rostro luminoso del santo y la sabiduría celestial de sus palabras,
son una muestra de la inhabitación del Espíritu Santo en él, y el fuego
material con el que los paganos y herejes pretenden quemar su cuerpo para darle
el muerte, es imagen del Fuego de Amor, el Espíritu Santo, con el que Dios hace
arder el corazón de San Policarpo, dándole el Amor y la Vida de Dios a su alma.
En
cuanto el procónsul accedió a su petición, todos se precipitaron a traer leña
de los hornos, de los baños y de los talleres. Al ver la hoguera prendida,
Policarpo se quitó los vestidos y las sandalias, cosa que no había hecho antes
porque los fieles se disputaban el privilegio de tocarle. Los verdugos querían
atarle, pero él les dijo: “Permitidme morir así. Aquél que me da su gracia para
soportar el fuego me la dará también para soportarlo inmóvil”. Si no fuera por la Presencia del Espíritu
Santo en su alma, nunca habría podido soportar el fuego material con el que
quemaron su cuerpo; las palabras de San Policarpo, son una vez más, testimonio
de que es el Espíritu Santo el que da fortaleza y sabiduría a los mártires, y
que también habla a través de ellos, por lo que las palabras de los mártires
bien puede decirse que están inspiradas por Dios.
Los
verdugos se contentaron pues, con atarle las manos a la espalda. Alzando los
ojos al cielo, Policarpo hizo la siguiente oración: “¡Señor Dios Todopoderoso,
Padre de tu amado y bienaventurado Hijo, Jesucristo, por quien hemos venido en
conocimiento de Ti, Dios de los ángeles, de todas las fuerzas de la creación y
de toda la familia de los justos que viven en tu presencia! ¡Yo te bendigo
porque te has complacido en hacerme vivir estos momentos en que voy a ocupar un
sitio entre tus mártires y a participar del cáliz de tu Cristo, antes de
resucitar en alma y cuerpo para siempre en la inmortalidad del Espíritu Santo!
¡Concédeme que sea yo recibido hoy entre tus mártires, y que el sacrificio que
me has preparado Tú, Dios fiel y verdadero, te sea laudable! ¡Yo te alabo y te
bendigo y te glorifico por todo ello, por medio del Sacerdote Eterno,
Jesucristo, tu amado Hijo, con quien a Ti y al Espíritu sea dada toda gloria
ahora y siempre! ¡Amén!”. Hermosísima
oración de adoración, de alabanzas, de acción de gracias, a Dios Trino, además
de ser una profesión de fe en la bienaventuranza eterna, prometida para
aquellos que den sus vidas en testimonio del Cordero de Dios, Cristo Jesús.
Otro aspecto que se destaca en esta bellísima oración, es no solo la serenidad,
la alegría y el gozo, en los instantes previos a la muerte, lo cual es signo de
la Presencia de Dios en el alma, porque si no fuera así, estaría desesperado,
sino además la acción de gracias por el don del martirio, concedido por Dios solo
a los elegidos.
No
bien había acabado de decir la última palabra, cuando la hoguera fue encendida.
“Pero he aquí que entonces aconteció un milagro ante nosotros, que fuimos
preservados para dar testimonio de ello -escriben los autores de esta carta-: las
llamas, encorvándose como las velas de un navío empujadas por el viento,
rodearon suavemente el cuerpo del mártir, que entre ellas parecía no tanto un
cuerpo devorado por el fuego, cuanto un pan o un metal precioso en el horno; y
un olor como de incienso perfumó el ambiente”. Los verdugos, recibieron la
orden de atravesar a Policarpo con una lanza; al hacerlo, brotó de su cuerpo
una paloma y tal cantidad de sangre, que la hoguera se apagó[7]. El Fuego del Divino Amor, que ardía ya en el
alma del santo, es el que domina al fuego material, mera creatura, para que, más
que provocarle dolor, lo acariciara y convirtiera su cuerpo en figura de la
Eucaristía, ya que el cuerpo del santo abrasado por el fuego parecía “pan” y la
Eucaristía es el Pan Vivo bajado del cielo, cocido en el Fuego del Divino Amor;
el Fuego del Divino Amor hace parecer también, al cuerpo del mártir, al “metal
precioso en el horno”, lo cual se condice con la realidad, pues el santo es
acrisolado en el fuego, como el oro, es decir, su amor es purificado por el
Fuego de Amor que es el Espíritu Santo, para que su amor por Dios sea puro y
santo como Dios, que es Amor Puro y Santo. El olor a incienso que perfumó el
ambiente al morir San Policarpo, es signo de que toda su humanidad había sido
convertida en oración agradable a Dios, que subía ahora, unida al sacrificio de
Cristo, como incienso de agradable perfume, hasta el trono de su majestad en
los cielos. La paloma que sale de su pecho atravesado por la lanza, junto con
la sangre que apaga el fuego, es participación al lanzazo recibido por
Jesucristo luego de morir: al atravesar su Corazón, la lanza abrió su Costado,
del cual salió su Sangre, inhabitada por el Espíritu Santo, el cual, derramado
por el Padre sobre la humanidad, apagara el fuego de las pasiones del hombre
pecador.
Nicetas
aconsejó al procónsul que no entregara el cuerpo a los cristianos, no fuera que
estos, abandonando al Crucificado, adorasen a Policarpo. Los judíos habían
sugerido esto a Nicetas, “sin saber -dicen los autores de la carta- que
nosotros no podemos abandonar a Jesucristo ni adorar a nadie porque a Él le
adoramos como Hijo de Dios, y a los mártires les amamos simplemente como
discípulos e imitadores suyos, por el amor que muestran a su Rey y Maestro”.
Viendo la discusión provocada por los judíos, el centurión redujo a cenizas el
cuerpo del mártir. “Más tarde -explican los autores de la carta- recogimos
nosotros los huesos, más preciosos que las más ricas joyas de oro, y los
depositamos en un sitio donde Dios nos concedió reunirnos, gozosamente, para
celebrar el nacimiento de este mártir”. Esto escribieron los discípulos y
testigos. Policarpo recibió el premio de sus trabajos, a las dos de la tarde
del 23 de febrero de 155, o 166, u otro año. Como muestra de la participación en la Pasión del Señor hasta lo
último, también con el cuerpo del santo intentan los enemigos de Dios lo mismo
que intentaron con el Cuerpo de Nuestro Señor, esto es, ocultarlo, además de
inventar las mismas mentiras que inventaron con Nuestro Señor. Y si las reliquias
del santo, que son sólo huesos, son “más preciosas que el oro”, ¡cuánto más la
gracia santificante de Nuestro Señor Jesucristo, que nos concede la
participación en la vida divina de Dios Uno y Trino!
[1] http://www.corazones.org/santos/policarpo.htm
[2] http://www.liturgiadelashoras.com.ar/
[3] Cfr. Butler, Vida de los Santos, 172-175. Existe una muy vasta literatura sobre
San Policarpo y todo lo relacionado con él. Los principales puntos de discusión
que pueden interesarnos son los siguientes: 1) la autenticidad de la carta que
describe su martirio, escrita en nombre de la Iglesia de Esmirna: 2) la
autenticidad de la carta de San Ignacio de Antioquía a San Policarpo; 3) la
autenticidad de la carta de San Policarpo a los filipenses; 4) el valor de las
informaciones que San Ireneo y otros autores primitivos nos dan sobre las
relaciones de San Policarpo con el apóstol San Juan; 5) la fecha del martirio;
6) el valor de la Vida de Policarpo atribuida a Pionio. Por lo que toca a los
cuatro primeros puntos, se puede decir que los especialistas sobre la Iglesia
primitiva, se declaran casi unánimemente en favor de la tradición ortodoxa. Las
conclusiones a las que llegaron tan laboriosamente, Lightfoot y Funk han sido
finalmente aceptadas casi por unanimidad. Por consiguiente, dichos documentos
pueden considerarse entre los más preciosos recuerdos que han llegado hasta
nosotros sobre los primeros pasos en la vida de la Iglesia. Esos documentos que
se encuentran reunidos en la obra inapreciable de Lightfoot, The Apostolic Fathers, Ignatius and Polycarp, 3 vols., y
en la edición abreviada en un solo volumen de J. R. Harmer, The Apostolic
Fathers (1891). En cuanto a la fecha del martirio, los escritores
primitivos, basándose en la Crónica de Eusebio, aceptaban sin discusión que San
Policarpo había muerto el año 166; pero los críticos actuales sitúan el
martirio en los años 155 o 156. Ver, sin embargo, J. Chapman, quien en la Revue
Bénédictine, vol. xix, pp. 145 ss., expone los motivos por los que prefiere
el año 166; H. Grégoire, en Analecta Bollandiana, Vol. LXIX (1951),
pp. 1-38, arguye largamente en favor del año 177.
[4] Cfr. Butler, ibidem.
[5] Cfr. Butler, ibidem.
[6] Cfr. Vida de los santos.
[7] De la Carta de la Iglesia de
Esmirna sobre el martirio de san Policarpo, Cap. 13, 2--15, 2: Funk 1, 297-299.
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