La aparición de Jesús a Santa Margarita María de Alacquoque
constituye una de las mayores gracias que jamás un alma pueda recibir,
porque además del crecimiento espiritual y la predilección en el amor que la aparición
supone para Santa Margarita, la santa se constituye en un instrumento o medio
para la santificación de centenares de miles de almas. Cuando se considera la
aparición y todo lo que esta trae aparejado, los innumerables beneficios
espirituales, tanto para la persona de la santa como para la Iglesia universal,
no puede dejar de ponderarse el grado de predilección en el Amor por parte de
Dios, que la elige a ella, entre miles de consagradas, para que sea
destinataria de tan maravillosa devoción, como es la devoción al Sagrado Corazón
de Jesús. Ahora bien, si de parte de Dios es una muestra de amor de
predilección, de parte de Santa Margarita –estamos hablando de una santa-, no
existe mérito alguno para recibir tan grande muestra de amor, y esto, dicho por
el mismo Jesús. En efecto, Jesús le dice que la ha elegido a ella por ser “un
abismo de miseria, indignidad e ignorancia”. Es decir, por parte de la elegida,
no hay mérito alguno para una muestra tan abismal de amor por parte de Dios; es
más, parecería que la falta de mérito –abismo de miseria, indignidad e
ignorancia-, sería, paradójicamente, el “mérito” que la hace digna de ser la
destinataria del Amor del Corazón de Jesús.
A nosotros, Jesús no se nos aparecerá como el Sagrado
Corazón; sin embargo, no podemos decir que no somos afortunados como Santa
Margarita, por el contrario, podemos decir que somos infinitamente más
afortunados que ella. ¿Por qué? Porque cuando se le apareció, Jesús solo se le
apareció, pero no la alimentó con su divina substancia; en cambio, a nosotros,
nos da, como alimento de nuestras almas, su Cuerpo glorioso y resucitado en la
Eucaristía; a Santa Margarita le pidió su Corazón para introducirlo en el suyo
y se lo devolvió convertido en una imagen del suyo; a nosotros, en cambio, nos
da su propio Corazón Eucarístico, envuelto en las llamas del Divino Amor, para
encender nuestros corazones con estas divinas llamas y esto constituye una
muestra de Amor de predilección infinitamente más grande que el que demostró a
Santa Margarita en las apariciones. Por último, al igual que Santa Margarita,
tampoco somos dignos, ni siquiera mínimamente, de tanto amor, porque si Santa
Margarita era un “abismo de miseria, indignidad e ignorancia”, mucho más lo
somos nosotros –al menos quien les habla-, que por el solo hecho de vivir en la
tierra, no somos santos, porque nadie en estado de viador puede recibir ese
nombre, y en el mejor de los casos, somos pecadores que buscan la santidad.
Postrados ante su Presencia Eucarística y en acción de
gracias por su Amor Misericordioso, le digamos al Sagrado Corazón Eucarístico
de Jesús: “Oh Sagrado Corazón de Jesús, que lates en la Eucaristía y te dignas
entrar, por la Comunión Eucarística, a la mísera morada de mi alma, te suplico
que te dignes tomar mi pobre corazón como altar en el cual pueda yo adorarte,
bendecirte, alabarte y darte gracias por tu infinito Amor Misericordioso.
Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, sé Tú mi refugio, mi fortaleza y mi
amparo ante la Divina Justicia. Cúbreme con tu Sangre, para que me sirva de
divina protección contra el pecado mortal, contra las tentaciones, contra los
falsos atractivos del mundo, contra las acechanzas del demonio; que tu Sangre
purifique mi alma, borrando y cancelando todo aquello que, naciendo de mi
corazón pecador, ofenda a tu Divina Majestad. Oh Sagrado Corazón Eucarístico de
Jesús, que vienes a mi pobre e insignificante corazón por la Comunión
Eucarística, me postro ante tu Presencia Eucarística y te suplico que tu
Sangre, derramándose sobre el abismo de miseria, indignidad e ignorancia que es
mi alma, inunde este abismo de iniquidad con tu gracia y tu vida divina, y
concédeme también la gracia de que mi corazón, y los de mis seres queridos,
sean convertidos en imágenes vivientes de tu Sagrado Corazón. Oh Sagrado
Corazón Eucarístico de Jesús, que seas carne en mi carne, sangre en mi sangre,
hueso en mis huesos, para que todo aquel que me vea, Te vea; el que me oiga, Te
oiga. Amén”.
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