Vida
de santidad.
Estos
santos, conocidos como “Los Siete Santos Fundadores de la Orden de los Servidores
de la Virgen María”, eran siete comerciantes, amigos entre sí, de la ciudad de
Florencia, Italia[1],
cuyos nombres eran: Alejo, Amadeo, Hugo, Benito, Bartolomé, Gerardino y Juan. Además
de ser santos que eran amigos entre sí –la amistad verdadera y fundada en
Cristo es señal de la Presencia del Espíritu Santo en una persona-, tienen la
particularidad de haber fundado, los siete, la Orden de los Servidores de la
Virgen María, y lo particular es la cantidad, ya que en la mayoría de las
fundaciones de órdenes y congregaciones religiosas, los fundadores son, en la
gran mayoría de los casos, uno solo y, en pocos casos, dos o tres y no siete, como
en este caso. Pero la otra particularidad es la forma en la que recibieron la
gracia fundacional: si bien ellos pertenecían a una asociación de devotos de la
Virgen María que había en Florencia, todavía no habían fundado la Orden, y la
recibieron a esta de una manera tal que no quedan dudas de su origen celestial:
la recibieron todos, estando en distintos lugares, el mismo día -el 15 de Agosto,
día de la Asunción de la Virgen- y de la misma manera, es decir, en el
pensamiento y en el deseo de apartarse del mundo, hacer penitencia, dedicarse a
la vida de santidad e ir al Monte Senario a rezar y allí fundar la Orden. La gracia
fundacional la recibieron, en las circunstancias que hemos relatado, el 15 de
Agosto del año 1233, fiesta de la Asunción de María Santísima, y la a hacer
penitencia. Vendieron sus bienes, repartieron el dinero a los pobres y la
pusieron en práctica el 8 de septiembre, día del nacimiento de Nuestra Señora,
luego de vender todos sus bienes y repartirlos entre los pobres[2]. Así
lo relata un testigo contemporáneo de la fecha en la que recibieron esta gracia
fundacional: “Teniendo su propia imperfección, pensaron rectamente ponerse a sí
mismos y a sus propios corazones, con toda devoción, a los pies de la Reina del
cielo, la gloriosísima Virgen María, a fin de que, como mediadora y abogada,
les reconciliara y les recomendase a su Hijo, y supliendo con su plenísima
caridad sus propias imperfecciones, impetrase misericordiosamente para ellos la
fecundidad de los méritos. Por eso, para honor de Dios, poniéndose al servicio
de la Virgen Madre, quisieron, desde entonces, ser llamados siervos de María”[3].
Otro
milagro vino a confirmar que la gracia fundacional provenía de Dios: alrededor
de la fiesta de Epifanía del siguiente año, 1234, iban de dos en dos
recorriendo las calles de Florencia y solicitando casa por casa la caridad por
amor de Dios, cuando se oyó exclamar a los niños, incluso los que aún no
hablaban, señalándoles con el dedo: “He ahí los servidores de la Virgen: dadles
una limosna”. Entre aquellos inocentes niños que sirvieron para proclamar el
agrado de Dios sobre la nueva Orden estaba uno que todavía no había cumplido
los cinco meses, y que con el tiempo habría de ser una de sus más grandes santos:
San Felipe Benicio.
Con
la puesta en marcha de la Congregación de los Siervos de María, los Siete
Santos Fundadores se propusieron consagrarse a su Inmaculado Corazón, propagar
la devoción a la Madre de Dios y confiarle a Ella –como hace un niño con su
madre, a la cual ama mucho- todos sus planes, sus angustias, sus esperanzas, en
fin, todas sus vidas, terrenas y en la eternidad.
Luego
de años de penitencia y estudio en el monte Senario, se ordenaron todos
sacerdotes, menos Alejo, el menor de ellos, que por humildad quiso permanecer
siempre como simple hermano, y fue el último de todos en morir.
Un
Viernes Santo recibieron de la Santísima Virgen María la inspiración de adoptar
como Reglamento de su Asociación la Regla escrita por San Agustín; lo hicieron
así y pronto esta asociación religiosa
se extendió de tal manera que llegó a tener cien conventos, y sus religiosos
iban por ciudades y pueblos y campos evangelizando y enseñando a muchos con su
palabra y su buen ejemplo, el camino de la santidad y de la salvación eterna
para miles de almas. El carisma principal de la Orden, como su nombre lo indica
–Siervos de María-, era una gran devoción a la Santísima Virgen y la
consagración total de sus vidas a la Madre de Dios, y era a Ella a quien le
atribuían las conversiones y los maravillosos favores que la Orden recibía de
Dios.
Todos
ellos vivieron y murieron en la más perfecta santidad: el más anciano de ellos
fue nombrado superior, y gobernó la comunidad por 16 años[4].
Después renunció por su ancianidad y pasó sus últimos años dedicado a la
oración y a la penitencia. Una mañana, mientras rezaba los salmos, acompañado
de su secretario que era San Felipe Benicio, el santo anciano recostó su cabeza
sobre el corazón del discípulo y quedó muerto plácidamente. Lo reemplazó como
superior otro de los Fundadores, Juan, el cual murió pocos años después, un
viernes, mientras predicaba a sus discípulos acerca de la Pasión del Señor.
Estaba leyendo aquellas palabras de San Lucas: “Y Jesús, lanzando un fuerte
grito, dijo: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!” (Lc 23, 46). El Padre Juan al decir estas
palabras cerró el evangelio, inclinó su cabeza y quedó muerto muy santamente. Lo
reemplazó el tercero en edad, el cual, después de gobernar con mucho entusiasmo
a la comunidad y de hacerla extender por diversas regiones, murió con fama de santo.
El cuarto, que era Bartolomé, llevó una vida de tan angelical pureza que al
morir se sintió todo el convento lleno de un agradabilísimo perfume, y varios
religiosos vieron que de la habitación del difunto salía una luz brillante y
subía al cielo. De los fundadores, Hugo y Gerardino, mantuvieron toda la vida
entre sí una grande y santísima amistad. Juntos se prepararon para el
sacerdocio y mutuamente se animaban y corregían. Después tuvieron que separarse
para irse cada uno a lejanas regiones a predicar. Cuando ya eran muy ancianos
fueron llamados al Monte Senario para una reunión general de todos los
superiores. Llegaron muy fatigados por su vejez y por el largo viaje. Aquella
tarde charlaron emocionados recordando sus antiguos y bellos tiempos de juventud,
y agradeciendo a Dios los inmensos beneficios que les había concedido durante
toda su vida. Rendidos de cansancio se fueron a acostar cada uno a su celda, y
en esa noche el superior, San Felipe Benicio, vio en sueños que la Virgen María
venía a la tierra a llevarse dos blanquísimas azucenas para el cielo. Al
levantarse por la mañana supo la noticia de que los dos inseparables amigos
habían amanecido muertos, y se dio cuenta de que Nuestra Señora había venido a
llevarse a estar juntos en el Paraíso Eterno a aquellos dos que tanto la habían
amado a Ella en la tierra y que en tan santa amistad habían permanecido por
años y años, amándose como dos buenísimos hermanos.
El
último en morir fue el hermano Alejo, que llegó hasta la edad de 110 años. De
él dijo uno que lo conoció: “Cuando yo llegué a la Comunidad, solamente vivía
uno de los Siete Santos Fundadores, el hermano Alejo, y de sus labios oímos la
historia de todos ellos. La vida del hermano Alejo era tan santa que servía a
todos de buen ejemplo y demostraba como debieron ser de santos los otros seis
compañeros”[5].
El hermano Alejo murió el 17 de febrero del año 1310.
Mensaje
de santidad.
Además
de ser modelos de santidad en su vida y en su amor a la Virgen, los Siete
Santos Fundadores nos dejan otro mensaje de santidad, y es el de poner en
evidencia a aquellos que San Luis María Grignon de Montfort llama “falsos
devotos de la Virgen”, es decir, los cristianos que disminuyen el culto debido
a la Virgen –por encima de ángeles y santos y por debajo de Dios Trino-, porque
temen que una excesiva devoción a María los haga perder de vista y apartar de
Jesús, y es por eso que tratan de disminuirla en todo, dejándola de lado. Sin embargo,
dice San Luis María, eso es falso, porque la consagración al Inmaculado Corazón
de María –que forma el carisma esencial de la Orden de los Siervos de María-,
es profundamente cristológica, puesto que todo aquel que se consagra a la
Virgen, es llevado por Ella a Jesús. Si Jesús es nuestro intercesor ante el
Padre, la Virgen lo es ante Jesús. Al recordarlos en su día, les pidamos a
estos Santos Fundadores el aumentar, al igual que ellos, cada vez más el amor a
la Virgen en nuestros corazones, para aumentar así, cada vez más, nuestro amor
a su Hijo Jesús.
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