Cuando se mira la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, y
sobre todo cuando se lo hace rutinaria y superficialmente, no es posible
dimensionar, ni siquiera mínimamente, lo que esta imagen nos transmite. Sobre todo
porque, siendo la imagen inmóvil y estática, nos imaginamos, tal vez
involuntariamente, también a un Corazón de Jesús inmóvil y estático. O también,
al ser imágenes, no alcanzan a producir en nosotros aquello que sucede en la
realidad. En otras palabras, una de las características más notables del
Sagrado Corazón es el hecho de estar rodeado de una corona de espinas, en un
todo similar a la corona de espinas que llevó en su cabeza, en la Pasión. Pero ahora
se trata de una corona de espinas que rodea a su Corazón, y cuando se supone
que Él ya ha pasado por la Pasión, ha muerto y ha resucitado. A diferencia de
la imagen, en la cual todo está quieto y estático, en el Corazón de Jesús
resucitado, vivo y glorioso, todo es movimiento, tal y como sucede con cualquier
corazón que está vivo, es decir, palpita, tiene contracciones, el movimiento
propio del corazón, que es el de dilatarse –diástole- y el de contraerse –sístole-
para expulsar la sangre. Es decir, en la realidad, el Corazón de Jesús tiene
este movimiento, se mueve, porque está vivo, y si hace eso, también quiere
decir que las espinas de su corona –duras, gruesas, filosas-, se introducen en
él en cada movimiento de llenado y se retiran de él, desgarrándolo, en cada
movimiento de contracción. Es decir, en cada latido, en la realidad, en la
actualidad, con Jesús glorioso y resucitado, el Corazón de Jesús sufre, a cada
instante. Si bien el dolor es un dolor de tipo moral, puesto que Jesús está
resucitado y en cuanto tal, no sufre, el dolor moral sí lo sufre, y lo sufre a
cada instante.
¿Qué es lo que hace que el Corazón esté rodeado de espinas?
Los pecados de los hombres, pero no de cualquier hombre,
sino de los católicos: los pecados de indiferencia ante su Amor, ante su Cruz,
ante el don de su Vida en el Calvario, ante la renovación de su Sacrificio en
Cruz, de modo incruento, en el altar, en la Eucaristía. Son los pecados de los
católicos, los pecados de indiferencia y desamor, hacia Él, que es Dios, y
hacia el mismo prójimo, los que se materializan en la corona de espinas que
rodea al Sagrado Corazón y que hacen que muera de dolor a cada instante. De nosotros
depende, aumentar el dolor del Sagrado Corazón, con nuestra indiferencia hacia
su Cruz y hacia la Eucaristía, y con nuestro desamor hacia el prójimo, o bien
aliviarlo, dándole gracias por su infinito Amor, adorándolo, bendiciéndolo y
socorriendo a su imagen viviente, nuestro prójimo.
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