San
Blas fue médico y obispo de Sebaste, Armenia. Hizo vida eremítica en una cueva
del Monte Argeus[1]
y sufrió el martirio a comienzos del siglo IV[2]. Tenía
el don de la curación milagrosa de enfermedades físicas y espirituales. Uno de
sus milagros más conocidos –y que dio origen a la bendición de las gargantas en
su fiesta- fue el volver a la vida a un niño que acababa de morir asfixiado a
causa de una espina de pescado. También se le acercaban también animales
enfermos para que les curase, pero no le molestaban en su tiempo de oración. De
hecho, los soldados lo apresaron, durante la persecución del emperador Licinius,
porque estaban buscando animales para los juegos de la arena en el bosque de
Argeus y lo que sucedió fue que encontraron muchos de ellos esperando fuera de
la cueva de San Blas, esperando para ser curados. Al encontrar a San Blas en la
cueva y haciendo oración cristiana ante su altar, los soldados se dieron cuenta
que no era pagano sino cristiano, por lo que lo arrestaron y lo llevaron ante
la presencia del gobernador Agricolaus. Éste trató sin éxito de hacerle apostatar,
infligiéndole grandes torturas. En la prisión, San Blas sanó a algunos prisioneros,
además de convertirlos a la fe en el Hombre-Dios Jesucristo. Finalmente fue
echado a un lago, con la intención de que muriera ahogado. Sin embargo, San
Blas, parado en la superficie –con el poder de Jesús lo imitó a su Maestro, que
había caminado sobre las aguas según relatan los Evangelios-, invitaba a sus
perseguidores a caminar sobre las aguas y así demostrar el poder de sus dioses,
lo cual intentaron hacer pero, como es obvio, se ahogaron. Cuando volvió a
tierra fue sometido a nuevas torturas y finalmente decapitado, el día 11 de
febrero –algunos afirman que fue el 15- del Año del Señor 316. Junto con él, fueron decapitadas y murieron mártires siete doncellas, que se convirtieron al ver la fortaleza de la fe del santo obispo.
Como
hemos afirmado antes, la bendición de las gargantas se origina en el milagro
más conocido de San Blas, la vuelta a la vida del niño que había muerto
asfixiado por habérsele atravesado una espina de pescado. En muchos lugares, en
el día de su fiesta, se daba la bendición de San Blas: se consagraban dos
antorchas, generalmente por una oración, y luego eran mantenidas en forma de
cruz por un sacerdote sobre las cabezas de los fieles, o eran tocados en la
garganta con ellas. En otros lugares se consagraba aceite, en el cual se
sumergía una pequeña mecha ardiendo, y se tocaban las gargantas de los
presentes con ella. Al mismo tiempo se daba la siguiente bendición: “Per
intercessionem S. Blasii liberet te Deus a malo gutteris et a quovis alio malo”
(Por intercesión de San Blas te preserve Dios del mal de garganta y de
cualquier otro mal). En algunas diócesis se añadía: “In nomine Patris et Filii
et Spiritus” y el sacerdote hacía la señal de la cruz sobre el fiel. En la
Iglesia Latina su fiesta cae en el 3 de Febrero, en las Iglesias Orientales en
el 11 de Febrero. Se le representa sosteniendo dos antorchas cruzadas en su
mano (la bendición de San Blas), o en una cueva rodeado de bestias salvajes, como
fue encontrado por los enviados del gobernador[3].
¿Qué le podemos pedir a San Blas? Un santo decía que el cristiano debía tener la actitud de aquel reo condenado a muerte, que está esperando que en cualquier momento arriben los soldados que lo lleven a comparecer ante el juez: esos reos, entonces, somos nosotros; los soldados son los ángeles de Dios; la comparecencia es el momento de nuestra muerte, y el juez que ha de juzgarnos es el Supremo y Eterno Juez, Jesucristo, en nuestro Juicio Particular. Por lo tanto, le podemos pedir a San Blas que interceda para que, a la hora en que vengan nuestros ángeles a buscarnos para comparecer ante Dios, nos encuentren como lo encontraron los soldados a él en la cueva: postrado de rodillas, rezando e implorando clemencia ante el altar del sacrificio y ante Jesús crucificado. Pidamos también a San Blas que por su intercesión, Dios bendiga nuestras gargantas, pero no sólo
para que no tengamos ninguna enfermedad física, sino para que de nuestras
gargantas jamás salga ni una sola ofensa contra la divina majestad y ante todo,
que de nuestras gargantas sólo salga lo que abunde en nuestros corazones:
cánticos de alabanza y adoración a Dios Uno y Trino y de misericordia para con
nuestros hermanos.
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