Vida de santidad de los beatos Francisco y Jacinta Marto.
Francisco Marto nació el 11 de junio de 1908 y murió el 4 de
abril de 1919[1].
De los tres pastorcitos, él sólo vio y experimentó la presencia de la Virgen, aunque
no escuchó su voz en ningún momento. Séptimo hijo de Manuel y Olimpia Marto, de
cabellos claros y ojos oscuros, gustaba de jugar con otros niños, aunque no se
destacaba por poseer un gran espíritu de competencia. Ante un trato injusto no
se quejaba nunca y, cuando se trataba de posesiones preciadas, como un pañuelo
que tenía la imagen de la Virgen, prefería regalarlas, para evitar las
discordias, frecuentes entre los niños por cuestiones de este tipo. De espíritu
pacificador, sin embargo poseía al mismo tiempo una gran valentía, tal como lo
demostró cuando fue interrogado por el alcalde[2]. Solía
gastar bromas con su hermano, como todos los niños –por ejemplo, le gustaba
poner objetos raros no comestibles en la boca de su hermano cuando dormía- y se
destacaba también por el gran amor a la naturaleza y en particular los animales.
Una vez le dio un centavo, todo el dinero que tenía, a un amigo a cambio de un
pájaro que este tenía, solo para ponerlo en libertad. Tocaba la flauta de caña
mientras Lucía y su hermana Jacinta cantaban y bailaban. Francisco era un
muchacho bueno y amable, no era santo, pero mostraba predisposición para recibir
la gracia de Dios, que le sería dada y de un modo muy especial, con el tiempo.
De
los tres pastorcitos, Francisco fue el único que no escuchó las palabras de la
Virgen, aunque si la vio y experimentó su presencia. Fue Lucía la encargada de
transmitirle el mensaje de la Virgen después de la primera aparición; en el
mensaje la Virgen anunciaba que “Francisco iría al cielo” pero que “debía rezar
muchos Rosarios”, cosa que Francisco hizo de inmediato. En la segunda aparición
Lucía pregunta si iría al cielo y en la respuesta, la Virgen hace mención de
Francisco: le responde que Francisco y Jacinta “irían pronto” –lo cual sucedió
así, efectivamente-, pero que Lucía tendría que “esperar un tiempo”. Las cosas
sucedieron tal como les anticipó la Virgen, pues mientras Francisco y Jacinta
murieron al poco tiempo, Lucía, ya profesa Carmelita, murió mucho después, el
13 de febrero del 2005, a los 97 años de edad.
En
la tercera aparición, los niños fueron protagonistas de una experiencia mística
concedida por el cielo a los grandes santos: la Virgen no sólo les mostró el
Infierno, sino que, en cierta manera, o los llevó allí, o bien los hizo
experimentar la realidad del mismo de un modo sumamente real y verdadero. Esta visión
y experiencia mística del Infierno produjo un gran cambio en sus almas, no en
el sentido de un miedo paralizante y por lo tanto inútil e improductivo, sino
en el sentido de que les concedió un gran crecimiento desde el punto de vista
espiritual, al punto que, considerado esto último, la vida espiritual, ya no
parecían niños –infantiles-, sino que su comportamiento –penitencia,
sacrificio, oración, caridad- era el de los grandes santos. Es decir, lejos de
intimidarlos, o de “traumatizarlos”, como se diría en el lenguaje moderno, los
pastorcitos se fortalecieron espiritualmente, creciendo admirablemente en lo
más importante de la vida espiritual: el amor a Dios y a los pecadores, por los
cuales hicieron grandes penitencias y dedicaron todas sus preocupaciones y
oraciones. Parte de este crecimiento espiritual se dio por medio de la
persecución sufrida por parte del alcalde del distrito, perteneciente a la
secta de la Masonería, el Sr. Artur de Oliveira Santos, el cual intentó
amedrentar a los niños encerrándolos en un calabozo y amenazándolos con
hacerlos hervir en una caldera con aceite hirviendo si no declaraban que todo
lo relativo a las apariciones y secretos de la Virgen eran mentiras e inventos
suyos. De esta manera, con su corta edad, los Pastorcitos de Fátima tuvieron el
honor de ser perseguidos por el Nombre de Jesucristo.
Poco
antes de finalizar la Primera Guerra Mundial en agosto de 1918, tanto Francisco
como Jacinta adquirieron el virus de la gripe, siendo esta infección viral la que
terminó con sus vidas, luego de presentarse diversas complicaciones. Francisco,
sabiendo que estaba ya cercana su partida al cielo, pidió recibir la Primera
Comunión en abril de 1919, falleciendo a la mañana del día siguiente, el 4 de
abril a las 10 de la mañana, con un resplandor celestial en su rostro, que no
se condecía con el agotamiento producido previamente por la mortal enfermedad que
padecía. Fue sepultado en el cementerio de Fátima al otro lado de la iglesia
parroquial y luego su cuerpo fue trasladado al Santuario de Cova de Iría.
En
cuanto a Jacinta, al contagiarse la gripe, fue trasladada a un hospital a pocos
kilómetros de distancia de su familia. No se quejó en ningún momento, porque la
Virgen le había anticipado que iría a dos hospitales, pero no para curarse si
no para sufrir por el amor de Dios y para reparar por las ofensas que los
pecadores hacían a los Corazones de Jesús y María. Luego de dos meses de
dolorosos tratamientos en el primer hospital, regresó a casa, pero al poco
tiempo contrajo tuberculosis, por lo que fue enviada a Lisboa, primeramente a
un orfanato católico donde podía asistir a la Misa y ver el Tabernáculo –desde la
ventana de su habitación se veía la capilla, y Jacinta pedía que corrieran su
cama y la acercaran a la ventana, para estar más cerca de Jesús Eucaristía-, lo
que la hacía feliz. Sin embargo, luego fue trasladada al segundo hospital
profetizado por la Santísima Madre, donde Jacinta debía hacer su última ofrenda
muriendo completamente sola –hecho que también fue anticipado por la Virgen-.
Su cuerpo descansa en el Santuario construido Cova da Iria, donde la Señora se
le había aparecido[3].
Mensaje de santidad de los beatos Francisco y Jacinta.
Una vez finalizadas las apariciones, Francisco asistía al
colegio, pero prefería pasar tiempo rezando al “Jesús Escondido” en el
tabernáculo. Su preocupación más grande era traer consuelo al Señor y al
corazón de su Santísima Madre. Cuando le preguntaban que quería ser cuando
grande, Francisco contestaba “No quiero ser nada, solo quiero morir e ir al
cielo”[4]. Es
decir, mientras la inmensa mayoría de los niños, ante esta pregunta, dicen qué
es lo que ellos quieren ser, Francisco, movido por el Espíritu Santo, respondía
qué es lo que Dios quería que fuera: santo. Por eso es que su respuesta sería
así: “No quiero ser nada (del mundo), solo quiero morir (santo) e ir al cielo”.
Un mensaje que nos deja Francisco, entonces, es el de no pensar tanto en lo que
nosotros queremos ser, sino en qué es lo que Dios quiere que nosotros seamos,
esto es, santos. Otro mensaje de santidad de Francisco es el espíritu de amor y
reparación para con Dios ofendido en el sagrario por los hombres ingratos, y es
así que, junto con Jacinta y Lucía, “de todo hacía sacrificio”, como les había
enseñado el Ángel, y lo ofrecía, con espíritu de piedad, de penitencia y de
amor, para consolar al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, abandonado en los
sagrarios. Francisco se caracterizó también por pasar largas horas “pensando en
Dios”, como él decía, por lo que siempre fue considerado como un contemplativo,
lo cual nos hace ver que la contemplación mística de la Trinidad y del Verbo
Encarnado, Presente en Persona en la Eucaristía, no es propia de adultos que viven
en monasterios –monjes-, sino también que es posible en niños como Francisco. Entonces,
Francisco nos deja ante todo, como mensaje de santidad, el deseo de ir al cielo
y no el alcanzar objetivos mundanos: “No quiero ser nada (del mundo), solo
quiero morir (santo) e ir al cielo”, además del espíritu de amor y reparación
hacia “Jesús escondido”, es decir, Jesús en la Eucaristía.
Por
su parte, Jacinta tenía el don del sacrificio, un gran amor por María, el Santo
Padre y un deseo de salvar a los pecadores, esto último se acentuó de modo
particular luego de la experiencia mística que los Pastorcitos tuvieron del
Infierno. Para hacer reparación, el Ángel, les había recomendado que oraran
diciendo siempre la oración que Nuestra Señora les había enseñado: “Oh Jesús,
es por Vuestro amor, por la conversión de los pecadores y en reparación por los
pecados cometidos contra el Inmaculado Corazón de María”[5].
Con Francisco y Lucía, repetía constantemente esta oración, y hacia el final de
su vida, ofreció todos los dolores y mortificaciones de su mortal enfermedad,
pidiendo por la conversión de los pecadores, para que “no fuera ninguno al
Infierno”. Quería que todos los hombres supiéramos lo que es el Infierno, para
que así dejáramos de ofender a Jesús en la Eucaristía e hiciéramos méritos para
alcanzar el cielo.
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