La muerte de los mártires por Cristo es uno de los
testimonios más evidentes acerca de la divinidad de Jesús, como del origen
celestial de la Iglesia Católica. La única explicación posible acerca del
estado moral y espiritual de los mártires, ante una muerte cruenta, no se
explica simplemente por las virtudes humanas; es decir, no se explica
simplemente por el hecho de que los mártires sean personas humanamente
virtuosas, o por el hecho de que tengan una esperanza humana, terrena,
horizontal. Los mártires, ante la proximidad de la muerte cruenta, precedida en
muchos casos por torturas inhumanas, no sólo no dan muestras de terror, de
pánico, de miedo, como cabría de esperar, sino que, por el contrario, se
muestran serenos, firmes, valientes, decididos, sabios, y con la mirada de sus
ojos y de sus almas en el más allá, lo cual indica que la fuente de sus
esperanzas, de su fortaleza, de su alegría inclusive, no está en la tierra,
sino en el cielo. Esto se puede constatar en todo mártir y, de manera
particular, en el martirio de los santos Pablo Miki y compañeros. Según el
relato de un testigo ocular[1],
San Pablo Miki y sus compañeros, en el momento de ser torturados y
crucificados, y hasta el momento mismo de sus muertes gloriosas, mostraron un
comportamiento que refleja lo que acabamos de decir: que la fuente de su
esperanza no es terrena, sino celestial, y que lo que los anima, como alma de
sus almas, es el Espíritu Santo.
Dice así el relato de su martirio: “Una vez crucificados,
era admirable ver la constancia de todos, a la que los exhortaban, ora el padre
Pasio, ora el padre Rodríguez”. Un primer elemento que aparece, es la
constancia, es decir, la perseverancia en la fe, común a todos los mártires, lo
cual es contrario a toda esperanza humana, pues humanamente, para los mártires,
todo estaba perdido.
Luego
continúa: “El padre comisario estaba como inmóvil, con los ojos fijos en el
cielo. El hermano Martín cantaba salmos en acción de gracias a la bondad
divina, intercalando el versículo: En tus manos, Señor. También el hermano
Francisco Blanco daba gracias a Dios con voz inteligible. El hermano Gonzalo
rezaba en voz alta el Padrenuestro y el Avemaría”. Luego de ser torturados
atrozmente, y luego de permanecer por horas crucificados, los mártires muestran
una fortaleza no solo corporal, sino espiritual, pues dan muestras de su fe
entonando salmos y rezando en voz alta, que supera toda lógica humana.
Luego
viene el relato de Pablo Miki: “Pablo Miki, nuestro hermano, viéndose colocado
en el púlpito más honorable de los que hasta entonces había ocupado, empezó por
manifestar francamente a los presentes que él era japonés, que pertenecía a la
Compañía de Jesús, que moría por haber predicado el Evangelio y que daba
gracias a Dios por un beneficio tan insigne”. Pablo Miki es consciente de que
muere “a causa del Evangelio” -la Compañía de Jesús fue una gran congregación que dio muchos mártires a la Iglesia, combatiendo al Protestantismo y al Paganismo y llevando a la conversión a innumerables almas-, pero en vez de lamentarse por ello, “da gracias
a Dios” y no sólo, sino que lo considera “un beneficio tan insigne”, puesto
que, ante sus ojos, tenía ya presente la recompensa que Jesucristo concede a
quienes dan sus vidas por Él y el Evangelio: la feliz bienaventuranza, la
contemplación gozosa de la Santísima Trinidad por los siglos sin fin.
Pablo
Miki dice sus últimas palabras, y en todo se asemeja al Rey de los mártires,
Jesucristo, porque está asistido por Él y porque participa de su muerte en
Cruz: “(…) a continuación añadió estas palabras: “Llegado a este momento
crucial de mi existencia, no creo que haya nadie entre vosotros que piense que
pretendo disimular la verdad. Os declaro, pues, que el único camino que lleva a
la salvación es el que siguen los cristianos. Y, como este camino me enseña a
perdonar a los enemigos y a todos los que me han ofendido, perdono de buen
grado al rey y a todos los que han contribuido a mi muerte, y les pido que
quieran recibir la iniciación cristiana del bautismo”. Declara que “el único
camino” para la salvación es el camino de la Santa Cruz de Jesús y, al igual
que Jesús, que desde la Cruz perdonó a sus verdugos, así también Pablo Miki los
perdona, en el Nombre y por la Sangre de Jesús, además de instarlos a que ellos
también –sus verdugos y asesinos- se conviertan al Único Salvador de los
hombres, Cristo Jesús.
Continúa
el relato: “Luego, vueltos los ojos a sus compañeros, comenzó a darles ánimo en
aquella lucha decisiva; en el rostro de todos se veía una alegría especial,
sobre todo en el de Luis; éste, al gritarle otro cristiano que pronto estaría
en el paraíso, atrajo hacia sí las miradas de todos por el gesto lleno de gozo
que hizo con los dedos y con todo su cuerpo. Antonio, que estaba al lado de
Luis, con los ojos fijos en el cielo, después de haber invocado el santísimo
nombre de Jesús y de María, se puso a cantar el salmo: Alabad, siervos del
Señor, que había aprendido en la catequesis de Nagasaki, ya que en ella se
enseña a los niños algunos salmos. Otros, finalmente, iban repitiendo con
rostro sereno: “¡Jesús, María!””. Luego de las palabras de Pablo Miki, les
invade a todos una alegría y gozo sobrenatural, que hace que sus almas entren
en éxtasis, al contemplar, ya desde la tierra, y a un paso del cielo, los gozos
eternos que les esperan, apenas sus almas sean separadas de sus cuerpos a causa
de la muerte. En ninguno hay desolación, tristeza, desengaño, traición a Jesús,
ni reclamo alguno; por el contrario, todos, invadidos por el Espíritu Santo,
exultan de alegría sobrenatural, al ser conscientes de que los gozos eternos
están al alcance de la mano, agradeciendo incluso a quienes les ayudan a pasar
de esta vida a la otra, sus verdugos.
Finalmente,
el testigo ocular dice: “Algunos también exhortaban a los presentes a una vida
digna de cristianos; con estas y otras semejantes acciones demostraban su
pronta disposición ante la muerte. Entonces los cuatro verdugos empezaron a
sacar lanzas de las fundas que acostumbraban usar los japoneses; ante aquel
horrendo espectáculo todos los fieles se pusieron a gritar: “¡Jesús, María!”. Y,
lo que es más, prorrumpieron en unos lamentos capaces de llegar hasta el mismo
cielo. Los verdugos asestaron a cada uno de los crucificados una o dos lanzadas
con lo que, en un momento, pusieron fin a sus vidas”. Los mártires, llenos de
gozo y de alegría celestial, sobrenatural, perdonan a sus verdugos, los llaman
a la conversión, y a los que ya son cristianos pero quedan en este mundo, los
exhortan a una vida de santidad, de manera tal que todos puedan, algún día,
gozar con ellos de la alegría que significa contemplar al Cordero de Dios, por
el cual derraman su sangre, por toda la eternidad. Todo este admirable
testimonio no se explica si no es por la acción del Espíritu Santo en las
personas de los mártires.
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