San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

martes, 7 de febrero de 2017

Santos Pablo Miki y compañeros mártires


         La muerte de los mártires por Cristo es uno de los testimonios más evidentes acerca de la divinidad de Jesús, como del origen celestial de la Iglesia Católica. La única explicación posible acerca del estado moral y espiritual de los mártires, ante una muerte cruenta, no se explica simplemente por las virtudes humanas; es decir, no se explica simplemente por el hecho de que los mártires sean personas humanamente virtuosas, o por el hecho de que tengan una esperanza humana, terrena, horizontal. Los mártires, ante la proximidad de la muerte cruenta, precedida en muchos casos por torturas inhumanas, no sólo no dan muestras de terror, de pánico, de miedo, como cabría de esperar, sino que, por el contrario, se muestran serenos, firmes, valientes, decididos, sabios, y con la mirada de sus ojos y de sus almas en el más allá, lo cual indica que la fuente de sus esperanzas, de su fortaleza, de su alegría inclusive, no está en la tierra, sino en el cielo. Esto se puede constatar en todo mártir y, de manera particular, en el martirio de los santos Pablo Miki y compañeros. Según el relato de un testigo ocular[1], San Pablo Miki y sus compañeros, en el momento de ser torturados y crucificados, y hasta el momento mismo de sus muertes gloriosas, mostraron un comportamiento que refleja lo que acabamos de decir: que la fuente de su esperanza no es terrena, sino celestial, y que lo que los anima, como alma de sus almas, es el Espíritu Santo.
         Dice así el relato de su martirio: “Una vez crucificados, era admirable ver la constancia de todos, a la que los exhortaban, ora el padre Pasio, ora el padre Rodríguez”. Un primer elemento que aparece, es la constancia, es decir, la perseverancia en la fe, común a todos los mártires, lo cual es contrario a toda esperanza humana, pues humanamente, para los mártires, todo estaba perdido.
Luego continúa: “El padre comisario estaba como inmóvil, con los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín cantaba salmos en acción de gracias a la bondad divina, intercalando el versículo: En tus manos, Señor. También el hermano Francisco Blanco daba gracias a Dios con voz inteligible. El hermano Gonzalo rezaba en voz alta el Padrenuestro y el Avemaría”. Luego de ser torturados atrozmente, y luego de permanecer por horas crucificados, los mártires muestran una fortaleza no solo corporal, sino espiritual, pues dan muestras de su fe entonando salmos y rezando en voz alta, que supera toda lógica humana.
Luego viene el relato de Pablo Miki: “Pablo Miki, nuestro hermano, viéndose colocado en el púlpito más honorable de los que hasta entonces había ocupado, empezó por manifestar francamente a los presentes que él era japonés, que pertenecía a la Compañía de Jesús, que moría por haber predicado el Evangelio y que daba gracias a Dios por un beneficio tan insigne”. Pablo Miki es consciente de que muere “a causa del Evangelio” -la Compañía de Jesús fue una gran congregación que dio muchos mártires a la Iglesia, combatiendo al Protestantismo y al Paganismo y llevando a la conversión a innumerables almas-, pero en vez de lamentarse por ello, “da gracias a Dios” y no sólo, sino que lo considera “un beneficio tan insigne”, puesto que, ante sus ojos, tenía ya presente la recompensa que Jesucristo concede a quienes dan sus vidas por Él y el Evangelio: la feliz bienaventuranza, la contemplación gozosa de la Santísima Trinidad por los siglos sin fin.
Pablo Miki dice sus últimas palabras, y en todo se asemeja al Rey de los mártires, Jesucristo, porque está asistido por Él y porque participa de su muerte en Cruz: “(…) a continuación añadió estas palabras: “Llegado a este momento crucial de mi existencia, no creo que haya nadie entre vosotros que piense que pretendo disimular la verdad. Os declaro, pues, que el único camino que lleva a la salvación es el que siguen los cristianos. Y, como este camino me enseña a perdonar a los enemigos y a todos los que me han ofendido, perdono de buen grado al rey y a todos los que han contribuido a mi muerte, y les pido que quieran recibir la iniciación cristiana del bautismo”. Declara que “el único camino” para la salvación es el camino de la Santa Cruz de Jesús y, al igual que Jesús, que desde la Cruz perdonó a sus verdugos, así también Pablo Miki los perdona, en el Nombre y por la Sangre de Jesús, además de instarlos a que ellos también –sus verdugos y asesinos- se conviertan al Único Salvador de los hombres, Cristo Jesús.
Continúa el relato: “Luego, vueltos los ojos a sus compañeros, comenzó a darles ánimo en aquella lucha decisiva; en el rostro de todos se veía una alegría especial, sobre todo en el de Luis; éste, al gritarle otro cristiano que pronto estaría en el paraíso, atrajo hacia sí las miradas de todos por el gesto lleno de gozo que hizo con los dedos y con todo su cuerpo. Antonio, que estaba al lado de Luis, con los ojos fijos en el cielo, después de haber invocado el santísimo nombre de Jesús y de María, se puso a cantar el salmo: Alabad, siervos del Señor, que había aprendido en la catequesis de Nagasaki, ya que en ella se enseña a los niños algunos salmos. Otros, finalmente, iban repitiendo con rostro sereno: “¡Jesús, María!””. Luego de las palabras de Pablo Miki, les invade a todos una alegría y gozo sobrenatural, que hace que sus almas entren en éxtasis, al contemplar, ya desde la tierra, y a un paso del cielo, los gozos eternos que les esperan, apenas sus almas sean separadas de sus cuerpos a causa de la muerte. En ninguno hay desolación, tristeza, desengaño, traición a Jesús, ni reclamo alguno; por el contrario, todos, invadidos por el Espíritu Santo, exultan de alegría sobrenatural, al ser conscientes de que los gozos eternos están al alcance de la mano, agradeciendo incluso a quienes les ayudan a pasar de esta vida a la otra, sus verdugos.
Finalmente, el testigo ocular dice: “Algunos también exhortaban a los presentes a una vida digna de cristianos; con estas y otras semejantes acciones demostraban su pronta disposición ante la muerte. Entonces los cuatro verdugos empezaron a sacar lanzas de las fundas que acostumbraban usar los japoneses; ante aquel horrendo espectáculo todos los fieles se pusieron a gritar: “¡Jesús, María!”. Y, lo que es más, prorrumpieron en unos lamentos capaces de llegar hasta el mismo cielo. Los verdugos asestaron a cada uno de los crucificados una o dos lanzadas con lo que, en un momento, pusieron fin a sus vidas”. Los mártires, llenos de gozo y de alegría celestial, sobrenatural, perdonan a sus verdugos, los llaman a la conversión, y a los que ya son cristianos pero quedan en este mundo, los exhortan a una vida de santidad, de manera tal que todos puedan, algún día, gozar con ellos de la alegría que significa contemplar al Cordero de Dios, por el cual derraman su sangre, por toda la eternidad. Todo este admirable testimonio no se explica si no es por la acción del Espíritu Santo en las personas de los mártires.



[1] Cap. 14, 109-110: Acta Sanctorum Februarii 1, 769

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