En uno de sus escritos, San Roberto
Belarmino reflexiona acerca de qué es aquello que Dios impone a sus hijos
adoptivos como mandato primero, principal y esencial de su Ley. Dice así el
santo: "¿Y cuál es este yugo tuyo que no fatiga, sino que da reposo? Por
supuesto aquel mandamiento, el primero y el más grande: 'Amarás al Señor tu
Dios con todo el corazón'"[1].
Frente a muchos que cuestionan la validez de este mandamiento, sosteniendo que
Dios no puede "mandar a amar", San Roberto dice lo siguiente:
"¿Qué más fácil, más suave, más dulce que amar la bondad, la belleza y el
amor, todo lo cual eres tú, Señor, Dios mío?". Es decir, el santo afirma,
implícitamente, que Dios sí puede "mandar a amar" y la razón que da
que da, es lo que Dios da en recompensa a aquellos que cumplan el primer
mandamiento: "¿Acaso no prometes además un premio a los que guardan tus
mandamientos, más preciosos que el oro fino, más dulces que la miel de un
panal? Por cierto que sí, y un premio grandioso, como dice Santiago: 'La corona
de la vida que el Señor ha prometido a los que lo aman'. ¿Y qué es esa corona
de la vida? Un bien superior a cuanto podamos pensar o desear, como dice San
Pablo, citando al profeta Isaías: 'Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la
mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman'"[2].
Para el santo, entonces, Dios manda a amarlo, y lo puede hacer, porque dará en
recompensa un bien de valor incalculable, la "corona de la vida".
Sin embargo, podemos agregar al
argumento de San Roberto Belarmino la siguiente consideración, que es anterior
a la recompensa dada por Dios a quien lo ame, y que hace que debamos amar a
Dios aún cuando no hubiera recompensa alguna: Dios no manda a amar simplemente
porque este sea un acto "fácil, suave, dulce", sino porque Él nos ha
creado para amar, para hacer actos de amor; nos ha creado con la capacidad de
crear actos de amor, y el primer acto de amor, creado por nuestra capacidad de
amar, debe ser dirigido a Él, que es el Amor en sí mismo. Y aquí se ve cómo lo
que manda Dios, no es algo impuesto, o que fuerza a la naturaleza: por el
contrario, es algo inherente a la naturaleza humana misma; aún más, podemos
afirmar que si un hombre no ama a Dios, o ama algo que no es Dios, o lo ama
pero no en Dios y por Dios, entonces sí está haciendo un acto forzado a su
naturaleza, le está haciendo cometer a su naturaleza humana un acto para lo
cual no fue hecha.
Según estos razonamientos, Dios puede
mandar a amarlo, porque da una recompensa inimaginable para quienes lo hagan,
pero sobre todo porque el hombre ha sido creado solo para amarlo a Él y a todas
las cosas en Él, por lo que no puede haber acto de amor en el hombre que no sea
en Dios, por Dios y para Dios.
Pero podemos agregar algo más todavía,
desde el momento en que en el primer mandamiento no se manda solamente a amar a
Dios, sino también al prójimo: "Amar a Dios por sobre todas las cosas, y
al prójimo como a uno mismo", y puesto que el prójimo incluye a nuestros
enemigos, según el mandato de Jesús "Amad a vuestros enemigos",
resulta que no solo debemos amar a Dios, sino a todo prójimo, incluido -y en
primer lugar- aquel que, por un motivo determinado, es nuestro enemigo. En
otras palabras, Dios no solo manda amarlo a Él y a nuestro prójimo, sino que manda
también a amar a los enemigos, y esto, que sí es imposible, porque es contrario
el amor con quien estamos enemistados. Pero Dios no manda imposible, y si nos
manda hacerlo, es porque nos da aquello con lo cual podemos cumplir lo que nos
manda. ¿Qué es? Es Cristo en la Cruz, porque desde la Cruz, Jesús nos perdona,
siendo todavía nosotros sus enemigos a causa del pecado, y puesto que estamos
en esta vida para imitar a Cristo, debemos amar y perdonar a nuestros enemigos,
con el mismo Amor con el cual Él nos amó y perdonó desde la Cruz.
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