Muchos en la Iglesia
menosprecian la devoción al Sagrado Corazón, reduciéndolo a un mero afecto; otros tantos -incluso creyentes- reducen la devoción a una banal muestra de
sensiblería piadosa. Sin embargo, la devoción al Sagrado Corazón constituye la
muestra más grande del Amor divino, que se ha encarnado y materializado en
Cristo Jesús. Precisamente el Amor divino, que es eterno e infinito y es
inaccesible a los sentidos humanos, se encarna, se materializa y se hace
visible en el Corazón de Jesús, de manera tal que los hombres, a partir de esta
devoción, no puedan decir que "no saben" dónde está el Amor de Dios,
porque este tiene su sede en el Corazón de Jesús y desde allí se irradia a los
hombres que a Él se le acercan.
Puede decirse
entonces que el Amor divino está todo concentrado, con la infinita plenitud de
su perfección eterna, en el Corazón de Jesús, y esto no quiere decir que no se
encuentren manifestaciones del Amor divino en todos lados y en cualquier momento,
sino que el Amor de Dios está Presente en Acto de Ser perfectísimo en el
Sagrado Corazón, lo cual significa que quien se acerca a Él, recibe de Él la
plenitud de su Amor, mientras que quien se aleja de Él, se aleja del Amor de
Dios.
El Amor de Dios por
el hombre no se reduce a una mera declaración, ni tampoco se encuentra perdido
en los cielos empíreos, en donde es inaccesible para el hombre: para que el
hombre pueda acceder a Él, y para que de declaración pase a ser una misteriosa
realidad que lo envuelve desde la raíz de su ser, el Amor de Dios se
manifiesta al hombre de modo visible, sensible, tangible, en el Sagrado Corazón
de Jesús. El Corazón palpitante de Jesús, que late con la fuerza infinita del
Amor de Dios y cuyo ritmo de latidos está dictado por el Espíritu Santo, que es
su fuerza vital, es la muestra más asombrosa, por parte de Dios, de que su Amor
por el hombre -por cada hombre, por todo hombre- no tiene medida, porque es
infinito, y no tiene tiempo, porque es eterno. Contemplar el Sagrado Corazón es
contemplar entonces al Amor de Dios que no encuentra otra forma más elocuente
de declarar su amor por los hombres.
Pero, si esto es así
de parte de Dios, ¿cuál es la respuesta del hombre frente a este Amor divino?
Nos lo dice Santa Margarita en la Segunda Revelación, en el año 1674: "Ese
día el divino Corazón se me presentó en un trono de llamas, transparente como
el cristal, con la llaga adorable, rodeado de espinas significando las punzadas
producidas por nuestros pecados". Esto quiere decir que si contenido del
Corazón de Dios, el Amor divino, se materializa en el Sagrado Corazón de Jesús,
el contenido del corazón del hombre, la maldad del pecado, se materializa en
las espinas que lo rodean y lo estrechan fuertemente. Las espinas que punzan al
Sagrado Corazón en cada latido, son la expresión material y dolorosa del
contenido del corazón humano, que responde con malicia a la Bondad y Santidad
de Dios. A cada latido del Corazón de Jesús, que se expande con la potencia
infinita del Amor divino, le corresponde la dolorosa potencia del pecado del
hombre, que no tiene otro modo de tratar a Dios que no sea con la malicia. Para
que nos demos una idea de cuánto ofende a la santidad divina nuestra malicia,
baste saber que un solo gesto de impaciencia, o un prejuicio formado en el
pensamiento y asentido en el corazón atribuyendo malicia a nuestro prójimo, se
materializan en las gruesas espinas que forman la corona que rodea al Corazón
de Jesús. Y si esto sucede con los pecados más pequeños, ni siquiera podemos
imaginar el dolor que causan a Jesús los pecados más horrendos y graves, los ultrajes más horrorosos, las injurias, ingratitudes y blasfemias más inconcebibles...
¿Qué hacer entonces?
Con mucho cuidado, cortar una de las espinas, aunque sean las más pequeñas, de
las que rodean al Sagrado Corazón, y con ella punzar el nuestro y de nuestros
seres queridos, para que de ellos salga, como si de un absceso se tratara,
todo aquello que no pertenece al Amor de Dios. De esta manera aliviaremos, al
menos ínfimamente, el inmenso dolor del Sagrado Corazón de Jesús.
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