Puede decirse que San Juan Diego fue, en su vida terrena, uno
de los hombres más afortunados de la tierra, puesto que tuvo el privilegio de
ser el destinatario de las apariciones de la Virgen María, bajo la advocación
de Nuestra Señora de Guadalupe.
Esto nos lleva a preguntarnos lo siguiente: ¿cómo era San
Juan Diego antes de que la Virgen se le apareciese? ¿Qué características tenía
su personalidad? ¿Era una persona letrada? ¿Era una persona importante, desde
el punto de vista humano? Podemos decir que San Juan Diego era ya un hombre de
mediana edad, de unos cincuenta años. De raza indígena, había sido catequizado
y bautizado por los misioneros españoles y había adoptado el nombre de Juan
Diego. Al momento de aparecérsele la Virgen, Juan Diego tenía por lo tanto
estas características: había recibido la instrucción en la fe en Jesucristo, el
Hombre-Dios, y vivía esta fe y la practicaba con mucho amor, y la prueba está
en que, en el tiempo en el que la Virgen se le apareció, se encontraba
practicando una de las obras de misericordia de la Iglesia, que es el asistir a
los enfermos, ya que se encontraba de camino hacia el poblado para buscar al
sacerdote que le diera la unción de los enfermos a su tío, gravemente enfermo.
Otra característica de Juan Diego era su gran amor por la Misa y la Eucaristía,
a la que asistía con asiduidad, a pesar de que para llegar al templo parroquial
debía caminar por varios kilómetros, cada vez que había Misa. Otra
característica es su gran humildad: a pesar de que es la Virgen misma la que lo
elige, él se considera que es “nada” y que “la Señora” podría elegir otros que
son “mejores que él”; también se consideraba indigno de presentarse ante el
Obispo, a quien consideraba como lo que era, es decir, un sucesor de los
Apóstoles. A pesar de tener cincuenta años, su corazón y su alma tenían la
pureza y la inocencia de un niño, y esto lo da la gracia santificante, y hacía
que su alma fuera sumamente agradable a Dios, porque el mismo Jesús nos dice
que, para entrar en el Reino de los cielos, hay que ser como niños, es decir,
puros e inocentes como niños, y esto solo lo da la gracia santificante; esto se
prueba por las mismas palabras de la Virgen, quien se dirige a Juan Diego
diciéndole “mi niño más pequeño”. No era letrado, porque no tenía estudios,
pero sí tenía la sabiduría divina que le hacía apreciar y valorar la Eucaristía
y la Unción de los enfermos como más valiosos que el oro, porque le permitían
salvar su alma y la de su tío, y es por eso que su preocupación era encontrar
un sacerdote para que le diera la unción a su tío agonizante. No era un
personaje “importante” según el modo de ver de los humanos, porque no tenía estudios
académicos, ni origen noble, ni ocupaba puestos sociales de importancia; sin
embargo, poseía en su alma aquello que lo hacía noble a los ojos de Dios, y era
la gracia santificante, a la cual cuidaba con todo celo y buscaba de
acrecentarla con obras de caridad, como el asistir a los enfermos. Una vez que
conoce a la Virgen, le obedece en todo lo que le dice, aun cuando lo que la
Virgen le pide supera su capacidad de comprensión –por su sola razón, no podía
creer que hubieran rosas de Castilla en la cima del monte Tepeyac, por la época
invernal y por el lugar, y sin embargo, sube a buscar las rosas, porque la Virgen
se lo pide-; también vence sus respetos humanos –como vimos, se consideraba
indigno de presentarse ante el Obispo, pero lo hace porque la Virgen se lo
pide- y le lleva al Obispo las rosas de Castilla que recoge del monte Tepeyac,
tal como la Virgen se lo había pedido, y su obediencia y amor a la Virgen le
valen el haber sido instrumento de uno de los más grandiosos milagros de la
Virgen, que es la impresión en su tilma de la imagen de Nuestra Señora de
Guadalupe.
Estas son entonces las características de San Juan Diego: fe
en Jesucristo y en la vida eterna que Él concede; amor a la Iglesia y amor a sus
sacramentos, como la Eucaristía y la Unción de los enfermos; humildad de
corazón; sabiduría divina; obediencia a las órdenes de la Virgen; misericordia en su corazón, porque buscaba
que su tío agonizante salvara su alma; amor a la Virgen y obediencia a lo que
la Virgen le pedía, aun cuando no comprendiera con su razón natural; vivía en
gracia santificante y eso le concedía el ser “como niño”, es decir, heredero y
merecedor del cielo.
Lejos, muy lejos de ser como San Juan Diego, sin embargo
nosotros podemos imitarlo en algo y es darle a la Virgen, no una tilma, sino
nuestros corazones, para que Ella se digne imprimir en nuestros corazones su
imagen, la hermosísima y maravillosa imagen de la Virgen de Guadalupe. Y también
podemos ofrecerle a la Virgen nuestras tribulaciones y preocupaciones, para así
escuchar de labios de la Virgen lo mismo que le dijera a San Juan Diego en el
momento de mayor angustia en su vida, que era cuando su tío estaba agonizante: “Oye
y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y
aflige. No se turbe tu corazón, no temas esa ni ninguna otra enfermedad o
angustia. ¿Acaso no estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra?
¿No soy tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo?”.
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