Durante su vida terrena, Santa Lucía alcanzó dos méritos
sobrenaturales, que le valieron ganar el cielo: el ser virgen y el ser mártir y
con ambos anuncia que existe una vida eterna. Por esto mismo, y también por su
juventud, Santa Lucía es un luminoso y valiosísimo ejemplo para los niños y
jóvenes de nuestro tiempo, en donde se niega la trascendencia y la vida eterna –se
vive el hoy, el aquí y ahora, en la inmanencia más absoluta-, al tiempo que se
exalta la impureza –en todas sus formas, incluida la contra-natura- al punto de
exigirla, reclamarla y declararla como “derecho humano”, es decir, se pretende
convencer a niños y jóvenes no solo que la pureza corporal no tiene sentido,
sino que la impureza corporal es legítima, natural y un “derecho del hombre”.
Por su doble condición de virgen y mártir, entonces, Santa Lucía es un ejemplo
inigualable para los cristianos, pero sobre todo, para niños y jóvenes.
Con su virginidad –se consagró secretamente a Dios siendo
niña muy pequeña y una de las causas de su muerte fue precisamente por
resguardar esta consagración-, Santa Lucía anuncia ya la vida futura en el
Reino de los cielos. Quien en esta vida elige la virginidad consagrada, es
decir, renuncia al amor esponsal terreno, no lo hace porque no sabe amar a su
prójimo, sino porque ama a un Amor Eterno, celestial, sobrenatural, encarnado y
manifestado en Cristo Jesús. Es decir, la virginidad consagrada es un
testimonio viviente de que hay un Amor esponsal que no es terreno, sino celestial
y sobrenatural, que es el Amor de Jesucristo, que ama a cada alma así como un
esposo ama a su esposa. Consagrar la virginidad y renunciar al amor esponsal
terreno no es entonces no saber amar, sino amar con un amor esponsal a un Amor
infinitamente más grande que cualquier amor humano, y es el Amor de Cristo.
Santa Lucía, al consagrar su virginidad, anticipa entonces la vida eterna en
los cielos, porque renuncia a los desposorios terrenos –y por lo tanto, a tener
cónyuge y a formar una familia- para amar, ya desde la tierra, al Amor divino,
Cristo Jesús. Así anticipa la vida celestial en la eternidad, porque nos indica
que hay un Amor que está más allá de esta vida, reservado esponsalmente para
quienes renuncian a los desposorios terrenos. El consagrado, con su virginidad,
nos está diciendo: “No me caso en la tierra, porque espero desposarme con el
Amor de Dios, Cristo Jesús, en el cielo”.
El otro mérito de Santa Lucía, el martirio, es decir,
derramar la sangre y entregar la vida por Jesucristo, es también un testimonio
de que existe una vida eterna, porque al entregar la vida terrena despreciando todo
lo que el mundo ofrece y que, con su mundanidad, ofende a Dios –el hedonismo,
la satisfacción ilícita de las pasiones, el materialismo, el consumismo, y los
ídolos de todo tipo que el paganismo y el neo-paganismo ofrecen-, elige
libremente la vida eterna, con sus bienes celestiales, esto es, la
contemplación de la esencia divina de Dios Trino y del Cordero, contemplación
que provoca en el alma un gozo celestial imposible de imaginar, que brota del
Ser trinitario de Dios como de una fuente inextinguible. Quien da la vida por
Jesucristo, es decir, quien prefiere morir antes que renegar de la fe en Él,
que es el Cordero de Dios, nos está diciendo: “Comparada con los gozos que nos
esperan en la vida celestial, que se derivan de contemplar al Cordero, todo lo
que ofrece este mundo es igual a nada, y por eso prefiero entregar la vida
terrena, antes que resignar la vida eterna con sus gozos, dichas y alegrías infinitas”.
Ahora bien, dijimos que Santa Lucía es un ejemplo para niños
y jóvenes –y también para todo cristiano-, y todos la podemos imitar, de alguna
manera y en nuestro estado de vida en su pureza de cuerpo y alma. ¿De qué
manera? Podemos imitarla, ya sea con la virginidad consagrada o con la castidad
–aquí la imitamos en la pureza de cuerpo-, y también con el propósito de morir
antes de pecar –aquí la imitamos en la pureza de alma- y, con esto, la imitamos
también en su testimonio sobre la vida eterna, porque si queremos ser puros de
cuerpo y alma como Santa Lucía, es para obtener, en anticipo, ya desde la
tierra, el doble gozo del Amor esponsal con Jesús y la contemplación de la
Trinidad, y esto lo tenemos por la comunión eucarística: cuando comulgamos,
entronizamos a Jesús en nuestros corazones, para que allí el Cordero de Dios sea
amado, bendecido y adorado; por la comunión en gracia, con pureza de cuerpo y
alma, nos unimos a Jesús, Esposo celestial, ya desde la tierra, anticipando el
gozo y la alegría que experimentaremos, en la eternidad, al adorar al Cordero
de Dios, Jesús Eucaristía.
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