San Juan, Apóstol y Evangelista, tuvo el privilegio
concedido a muy pocos santos, y es el de ser testigo, desde su juventud, de los
insondables misterios del Redentor, Nuestro Señor Jesucristo.
San
Juan es el Apóstol amado que tuvo el privilegio de escuchar, lo más cerca que
le es permitido al oído humano, los latidos del Sagrado Corazón de Jesús,
cuando en la Última Cena “reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús”. Así, San
Juan pudo apreciar, por un lado, el inmenso Amor que ardía en el Corazón de
Jesús y que era el que lo llevaba a la Cruz –porque por amor a los hombres es
que Jesús se inmoló en la Cruz-, aunque también pudo apreciar la amargura y el
dolor infinito que este Corazón probaba, porque Jesús sabía que, para una
inmensa cantidad de hombres, sus sacrificios serían vanos, ya que habrían de
condenarse irremediablemente al rechazarlo a Él, el Mesías, y estos hombres
serían, ante todo, miembros de su Cuerpo Místico como Judas Iscariote, a quien
Jesús, a pesar de llamarlo y tratarlo como “amigo” y a pesar de humillarse ante
él lavándole los pies como un esclavo, habría de condenarse porque, a
diferencia de Juan Evangelista, que eligió escuchar el dulce sonido de los
latidos del Corazón de Jesús, Judas eligió escuchar el duro tintineo metálico
de treinta monedas de plata.
San Juan tuvo también el privilegio de encontrarse, junto con
la Virgen, al pie de la Cruz de Jesús, recibiendo de Jesús la suprema muestra
de Amor, cuando además de entregar Jesús su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su
Divinidad en la Cruz por nuestra salvación, eligió a Juan –en quien estábamos
todos los hombres representados- para dar a su Madre, la Virgen, como Madre
Nuestra, y es así que, desde ese momento, la Virgen nos adoptó como hijos suyos
muy amados.
San Juan tuvo también el privilegio de ser el primero en
ingresar al sepulcro y comprobar que estaba vacío, siendo así testigo, junto
con Pedro y las santas mujeres de Jerusalén, de la Resurrección del Hombre-Dios
Jesucristo.
Por último, y si bien no estuvo en el día del Nacimiento de
Nuestro Señor, San Juan tuvo el privilegio de contemplar, como ningún otro, el
misterio de la Navidad, y es lo que él escribe en su Evangelio, ya que
contempla al Verbo de Dios en su divinidad, en su “estar junto al Padre” y en
su “ser Dios” –y por esto es que se lo representa como un águila, puesto que se
eleva, como el águila se eleva en dirección al sol para contemplarlo, hasta el
misterio mismo de la Trinidad, formada por el Padre, el Verbo y el Espíritu
Santo-, pero también lo contempla ya encarnado, esto es, cuando el Verbo de
Dios, Espíritu Purísimo, se encarna en el seno virgen de María, nace como Niño
y predica el Evangelio como Hombre-Dios: “Y el Verbo de Dios se hizo carne”. Esta
frase de Juan, sencilla, describe como nadie el misterio de la Navidad, porque ese
Niño de Belén es “el Verbo de Dios hecho carne”, hecho Niño, que nace para
donársenos como Pan de Vida eterna en la Eucaristía. Y es lo que explica que
Juan, al contemplar a Jesús, diga: “Nosotros hemos visto su gloria, como de
Unigénito”, porque la gloria de Dios está en el Niño de Belén, como en su
Fuente Increada, porque el Verbo es la Gloria Increada en sí misma.
El cristiano no puede, por lo tanto, vivir la Navidad, sino
es por medio del Apóstol Juan y es así que, parafraseando al Apóstol, luego de
contemplar al Niño de Belén, el cristiano debe decir: “En el principio, el Niño
era Dios, el Dios Niño estaba con Dios, el Dios Niño era la luz que ilumina a todo
hombre, el Niño es Dios Hijo hecho carne, y nosotros, que lo contemplamos en el
Pesebre de Belén, hemos visto, en la Carne del Niño Dios, la gloria del Unigénito de Dios”.
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