Vida de santidad.
Nació el año 340 en Tréveris, de una familia romana, hizo
sus estudios en Roma, y fue elegido obispo de la ciudad Milán en el año 374. Se
distinguió por su caridad hacia todos, como verdadero pastor y doctor de los
fieles. Defendió valientemente los derechos de la Iglesia y, con sus escritos y
su actividad, ilustró la doctrina verdadera, combatida por los arrianos. Murió
un Sábado Santo, el 4 de abril del año 397[1].
Mensaje de santidad.
Puesto que San Ambrosio fue uno de los más lúcidos
opositores contra una de las herejías más peligrosas de la Iglesia de todos los
tiempos, el Arrianismo, es conveniente recordar en qué consiste esta herejía, ya
que afecta directamente al fundamento mismo de la Iglesia, la Persona de
Nuestro Señor Jesucristo y, en consecuencia, afecta también a la doctrina
eucarística.
¿En qué consiste la herejía arriana? Hacia el año 320, Arrio,
sacerdote de Alejandría, sostuvo que Jesús no era propiamente Dios, tal como lo
afirma la fe católica, sino la “primera criatura creada por el Padre”, con la
misión de colaborar con Él en la obra de la creación y al que, por sus méritos,
elevó al rango de Hijo suyo; según esta falsa posición, con respecto a los
hombres, Cristo puede ser considerado como Dios –en realidad, un demiurgo, o un
semi-dios-, pero no con respecto al Padre, desde el momento en que su
naturaleza no es ni igual ni consusbtancial con la naturaleza del Padre, lo
cual es una falsedad y una herejía. Esta herejía es sumamente peligrosa porque,
como decíamos, afecta la Piedra Basal de la Iglesia, que es la Persona de
Nuestro Señor Jesucristo, por lo cual no da lo mismo combatirla o no combatirla.
El emperador Constantino, preocupado por la difusión de la herejía y por las
luchas internas que, a causa de ella, dividían a los católicos, convocó en
Nicea el I Concilio Ecuménico, en el año 325, y como resultado de sus
deliberaciones, se condenó a Arrio y a sus secuaces, afirmando en el Símbolo llamado Niceno: “Creemos en un solo
Dios, Padre todopoderoso, creador de todas las cosas, visibles e invisibles.
Creemos en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios, engendrado sólo por el Padre,
o sea, de la misma substancia del Padre, Dios de Dios, luz de luz, Dios
verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que
el Padre, por quien todo fue hecho en el cielo y en la tierra, que por nuestra
salvación bajó del cielo, se encarnó y se hizo hombre”. El anatema contra Arrio
estaba redactado en los siguientes términos: “En cuanto a aquellos que dicen:
hubo un tiempo en que el Hijo no existía, o bien que no existía cuando aún no
había sido engendrado, o bien que fue creado de la nada, o aquellos que dicen
que el Hijo de Dios es de otra hipóstasis o sustancia, o que es una criatura, o
cambiante y mutable, la Iglesia católica lo anatematiza”[2].
La negación de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, tal
como la sostiene Arrio, tiene consecuencias directas y catastróficas para la
verdadera y única fe: si Cristo no es Dios, es decir, si no es consubstancial
al Padre y de su misma naturaleza, y si es creado y no engendrado, entonces no
puede concedernos la gracia, porque la gracia proviene de Dios, que es Gracia
Increada, y si esto es así, los sacramentos, instituidos por Cristo, no tienen
ninguna eficacia. Pero el daño principal hecho a la fe, es en relación a la
Presencia real, verdadera y substancial de Jesús en la Eucaristía: en otras
palabras, si Cristo no es Dios, como falsamente lo afirmaba Arrio, entonces la
Eucaristía no es más que un pan bendecido en una ceremonia religiosa, y de
ninguna manera, Jesús, el Hijo Unigénito del Padre, oculto en apariencia de pan,
que prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Pero no solo en la Eucaristía,
sino que también en todos los demás sacramentos se resiente la doctrina de la
gracia, porque entonces los sacramentos, instituidos por Cristo, no tienen
capacidad de santificación en las almas de los hombres, desde el momento en que
Él no es Dios. Así, por ejemplo, en el sacramento del matrimonio, los esposos
contarían con sus solas fuerzas humanas, las cuales son inexistentes para
lograr la santidad de los cónyuges. O, si se diera el caso de una segunda
unión, sin haber declarado nula la primera, no habría gracia alguna que
pudiera, a quienes están en adulterio, vivir en castidad, “como hermanos”,
porque las solas fuerzas de la naturaleza humana no alcanzan para esto.
El Concilio de Nicea, sostenido por San Ambrosio, rechaza de
plano el grave error cristológico de Arrio: se reafirma que Cristo no es un
segundo Dios o un semi-Dios, sino que es Dios como el Padre lo es, y sólo Dios
es el único mediador a través del Logos (o Verbo), el Hijo de Dios que es Dios,
como el Padre es Dios. En consecuencia, sólo Dios puede realizar la
divinización a través de la Encarnación y de la Redención[3]. Y
puesto que este Logos, que tiene poder de divinización por la concesión de la
gracia al ser consubstancial al Padre y de su misma naturaleza, que se ha encarnado,
prolonga su Encarnación en la Eucaristía, por lo que la Eucaristía es el mismo
Logos, el Verbo de Dios Encarnado, que procede del Padre no por creación, sino
por haber sido engendrado en su seno desde la eternidad. Es decir, Cristo es
Dios, y la Eucaristía es Cristo Dios.
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