Vida de santidad.
Teniendo
en cuenta que las palabras de los mártires son inspiradas por el Espíritu
Santo, es conveniente recordar lo dicho por San Esteban, diácono y protomártir,
según lo relatan las Sagradas Escrituras en Hechos 7, 51-54, a quienes serían
sus verdugos. En su discurso, San Esteban demostró que Abraham había dado
testimonio de Dios y había recibido de Él grandes prodigios y favores; que a
Moisés se le mandó hacer un tabernáculo, pero que también se le vaticinó una
nueva ley y el advenimiento de un Mesías; afirmó que tanto el Templo como las
leyes de Moisés eran temporales y transitorias y debían ceder el lugar a otras
instituciones mejores, establecidas por Dios mismo al enviar al mundo al Mesías[1].
Luego San Esteban les reprocha que “resisten al Espíritu
Santo” y que ellos, como sus padres, que asesinaron a los profetas, así también
ellos “asesinaron al Justo”: “¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de
oídos! ¡Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo! ¡Como vuestros padres, así
vosotros! ¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres? Ellos mataron a los
que anunciaban de antemano la venida del Justo, de aquel a quien vosotros ahora
habéis traicionado y asesinado; vosotros que recibisteis la Ley por mediación
de ángeles y no la habéis guardado”. El “Justo” al que “asesinaron”, no es otro
que Cristo Jesús, el Mesías, el Salvador, el Cordero de Dios Inmaculado, que
fue acusado injustamente e injustamente condenado a muerte en la Cruz, por lo
que se hacen culpables de deicidio, al haber asesinado a Dios Encarnado.
Estas palabras de Esteban a los
fariseos, le vale la condena a muerte, tal como se relata en la Escritura[2],
siendo en ese momento en que San Esteban tiene la visión del cielo, adonde irá
inmediatamente después de morir: “Al oír esto, sus corazones se consumían de
rabia y rechinaban sus dientes contra él. Pero él (Esteban), lleno del Espíritu
Santo, miró fijamente al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba en
pie a la diestra de Dios; y dijo: “Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo
del hombre que está en pie a la diestra de Dios”. Entonces, gritando
fuertemente, se taparon sus oídos y se precipitaron todos a una sobre él; le
echaron fuera de la ciudad y empezaron a apedrearle. Los testigos pusieron sus
vestidos a los pies de un joven llamado Saulo. Mientras le apedreaban, Esteban
hacía esta invocación: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Después dobló las
rodillas y dijo con fuerte voz: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y
diciendo esto, se durmió”.
Mensaje
de santidad.
San
Esteban se enfrenta y acusa a quienes fueron los autores intelectuales de la
crucifixión de Jesús –y que son quienes le darán muerte a él también-, pero lo
que tenemos que considerar es que no son sólo los fariseos, escribas y maestros
de la Ley los que “asesinaron al Justo”, condenándolo a muerte infame de Cruz:
también nosotros, los cristianos, cada vez que cometemos un pecado, lo
crucificamos y le damos muerte, porque elegimos la iniquidad y la malicia del
pecado, antes que la justicia y la bondad de la gracia santificante. Otro mensaje
de santidad es la asistencia del Espíritu Santo al alma del mártir, que
configura al mártir con el Rey de los mártires, Jesucristo: en efecto, San Esteban,
al momento de morir –curiosamente, la Escritura dice: “dormir”-, repite dos de
las palabras de Jesús en la Cruz: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”, que
equivale a las palabras de Jesús: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”
(Lc 23, 46), y luego perdona a sus
verdugos: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”, equivalente a la
expresión de Jesús: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). San Esteban, mártir, imita,
porque es hecho partícipe, por el Espíritu Santo, al Rey de los mártires,
Jesucristo.
El
otro mensaje de santidad que San Esteban nos deja es que el Credo que
profesamos, y el que tantas veces repetimos tal vez un poco mecánicamente,
comporta la decisión de dar la vida, literalmente hablando, por la fe en
Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, y en Quien decimos creer. Y esta
decisión se prolonga a la fe en la Eucaristía, puesto que la Eucaristía es el mismo
Cristo Jesús que, encarnado en el seno de María, prolonga su Encarnación en el
seno virgen la Iglesia, el altar eucarístico, por el poder del Espíritu Santo.
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