Santa
Margarita recibió de Jesús tres armas espirituales necesarias en la lucha que
debía emprender para lograr la purificación y transformación, es decir, para
llegar a la santidad: presencia de Dios, obediencia a los superiores, amor a la
Santa Cruz[1].
Con
respecto a la presencia de Dios, Jesús le dijo así a Margarita, luego de que
esta había cometido una falta: “Sabed que soy un Maestro santo, y enseño la
santidad. Soy puro, y no puedo sufrir la más pequeña mancha. Por lo tanto, es
preciso que andes en mi presencia con simplicidad de corazón en intención recta
y pura. Pues no puedo sufrir el menor desvío, y te daré a conocer que si el
exceso de mi amor me ha movido a ser tu Maestro para enseñarte y formarte en mi
manera y según mis designios, no puedo soportar las almas tibias y cobardes, y
que si soy manso para sufrir tus flaquezas, no seré menos severo y exacto en
corregir tus infidelidades”. Esto significa que el alma, aun en esta tierra,
está ante la Presencia de Dios, así como los ángeles y los santos están ante la
Presencia de Dios en el cielo, y puesto que Dios es un Ser Perfectísimo y
Purísimo, cuya bondad y santidad son infinitas, cuando el alma que camina en su
Presencia comete una falta, por pequeña que sea, esta es notada al instante y
no pasa desapercibida, así como no pasa desapercibida una gota de tinta negra
vertida en una piscina de agua cristalina. La malicia del pecado, aun el
venial, destaca con toda fuerza, frente a la bondad y santidad sin manchas del
Ser perfectísimo del Sagrado Corazón. Luego de ser corregida por Jesús, Santa
Margarita afirmaba que nada le era más doloroso que ver a Jesús incomodado
contra ella, aunque fuese por algo muy leve y que en comparación a este dolor,
nada le parecía los demás dolores, correcciones y mortificaciones; lo que hacía
en ese momento era acudir inmediatamente a pedir penitencia a su superiora
cuando cometía una falta, pues sabía que Jesús solo se contentaba con las
penitencias impuestas por la obediencia.
La
segunda arma espiritual que le dio Jesús, es la santa obediencia, y en esto
dice Santa Margarita, que Jesús se mostraba muy severo, puesto que la reprendía
severamente ante las más pequeñas faltas contra la obediencia, como por
ejemplo, un gesto de incomodidad o de disgusto frente a lo que se le mandaba. Dice
Santa Margarita que a Jesús le era insoportable esto en un alma religiosa. Una
vez corrigiéndola le decía: “Te engañas creyendo que puedes agradarme con esa
clase de acciones y mortificaciones en las cuales la voluntad propia, hecha ya su
elección, más bien que someterse, consigue doblegar la voluntad de las
superioras. ¡Oh! yo rechazo todo eso como fruto corrompido por el propio
querer, el cual en un alma religiosa me causa horror, y me gustaría más verla
gozando de todas sus pequeñas comodidades por obediencia, que martirizándose
con austeridades y ayunos por voluntad propia”. Jesús nos hace ver que le
agrada la obediencia y no el propio querer y el propio parecer, porque en la
obediencia, aun cuando sea en algo pequeño, se somete el propio orgullo y la
propia soberbia, mientras que en el hacer la propia voluntad, se exalta el alma
a sí misma, poniéndose en lugar de Dios. Mientras la obediencia es
participación a la obediencia del Señor, que por obediencia se encarna y baja a
la tierra para morir en cruz, la voluntad propia es participación a la rebelión
de Satanás en el cielo, que por orgullo se pone en el lugar de Dios, y esa es
la razón por la que Jesús ama la obediencia, porque ama que el alma se
configure a Él y no al Príncipe de las tinieblas.
La
tercera arma que Jesús le da a Santa Margarita, es el amor a su Santa Cruz. Un
día después que ella recibió la comunión, se hizo presente ante los ojos de ella
una gran cruz, cuya extremidad no podía ver; estaba la cruz toda cubierta de
flores. Y el Señor le dijo: “He ahí el lecho de mis castas esposas, donde te
haré gustar las delicias de mi amor; poco a poco irán cayendo esas flores, y
solo te quedarán las espinas, ocultas ahora a causa de tu flaqueza, las cuales
te harán sentir tan vivamente sus punzadas, que tendrás necesidad de toda la
fuerza de mi amor para soportar el sufrimiento”. Un alma no puede pretender
vivir esta vida en la comodidad, mientras su Señor está sufriendo en la cruz, y
mucho menos puede pretender arribar al cielo por otro camino que no sea el de
la cruz, el único camino que conduce al Reino de Dios. No en vano Jesús
permitió que le sobreviniesen a Santa Margarita continuas humillaciones y
desprecios, puesto que así la hacía participar de la humillación y el desprecio
que Él mismo sufrió en la Pasión y en la cruz. No puede el cristiano pretender
honores, halagos y reconocimientos mundanos, mientras su Señor es humillado y
despreciado en la cruz. Como ejemplo, vale su experiencia en la enfermería, a
la que fue destinada al día siguiente de su profesión, para ponerse a las
órdenes de Sor Catalina Marest, excelente religiosa, aunque de temperamento
activo, diligente y eficiente. Margarita en cambio era callada, lenta y
juiciosa. Recordándose ella después de su paso por la enfermería, escribía: “Solo
Dios sabe lo que tuve que sufrir allí”. Y no eran exageradas sus palabras pues
había recibido un sinnúmero de insultos y desengaños durante ese tiempo[2]. Jesús le comunicó una parte de sus terribles
angustias en Getsemaní y la quiere víctima inmolada.
En
otra ocasión le dijo el Señor: “Has de querer como si no quisieras, debiendo
ser tus delicias agradarme a mí. No debes buscar nada fuera de mí pues de lo
contrario injuriarías a mi poder y me ofenderías gravemente, ya que yo quiero
ser solo todo para ti”. Y Santa Margarita le dice a Jesús: “Nada quiero sino tu
Amor y tu Cruz, y esto me basta para ser Buena Religiosa, que es lo que deseo”.
El alma que ama a Jesucristo no debe deleitarse en nada que no sea Jesucristo,
y Jesucristo está en la cruz y en la Eucaristía, por lo que el alma que quiera
agradar a Dios, debe deleitarse en la cruz y en la Eucaristía y en nada más.
Aunque
no seamos religiosos como Santa Margarita, también son para nosotros estas tres
armas espirituales, camino seguro al cielo: presencia de Dios, santa
obediencia, amor a la cruz.
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