Vida de santidad[1].
Los santos mártires Andrés Kim Taegon, presbítero, Pablo
Chong y compañeros, formaron parte de una comunidad de 103 mártires que dieron
sus vidas por Jesucristo en Corea durante las persecuciones de los años 1839,
1846 y 1866. Con su sangre derramada por amor a Cristo, los mártires, que eran
principalmente laicos, hombres y mujeres, casados o solteros, ancianos, jóvenes
y niños, con sus sufrimientos y sus vidas ofrecidas a Jesucristo, contribuyeron al nacimiento y crecimiento de
la Iglesia en ese país de Asia.
Mensaje de santidad.
Los mártires nos enseñan hasta dónde llega el testimonio de
Jesucristo, y es hasta el derramamiento de la propia sangre. Ser cristianos es
estar dispuestos, día a día, todos los días, a dar la vida por confesar que
Jesucristo es el Hombre-Dios, que está Presente en la Eucaristía y que su
Iglesia es la Única Verdadera. Esto es lo que se desprende de las últimas
palabras del presbítero Andrés Kim Taegon, en una carta escrita antes de morir
ejecutado.
Si queremos saber en qué consiste el ser cristianos, lo que
debemos hacer es reflexionar en sus últimas palabras, las cuales nos darán la
medida de lo que significa llevar este nombre. Recordemos que, cuando el Padre
Andrés Kim Taegon escribe esto, está prisionero y ha sido ya condenado a
muerte. Dice así: “Si en este mundo, lleno de peligros y de miserias, no
reconociéramos al Señor como creador, de nada nos serviría haber nacido ni
continuar aún vivos. Aunque por la gracia de Dios hemos venido a este mundo y
también por la gracia de Dios hemos recibido el bautismo y hemos ingresado en
la Iglesia, y, convertidos en discípulos del Señor, llevamos un nombre
glorioso, ¿de qué nos serviría un nombre tan excelso, si no correspondiera a la
realidad? Si así fuera, no tendría sentido haber venido a este mundo y formar
parte de la Iglesia; más aún, esto equivaldría a traicionar al Señor y su
gracia. Mejor sería no haber nacido que recibir la gracia del Señor y pecar
contra él”. Dice el Padre Andrés que “cristiano” es un “nombre glorioso” en sí
mismo, pero que el nombre “debe corresponderse a la realidad”, esto quiere
decir que si somos hijos de Dios –y lo somos por el bautismo-, luego, nuestro
comportamiento, debe ser el de los hijos de Dios, no los de los hijos de las
tinieblas. Si somos cristianos y nos comportamos como los hijos de las
tinieblas, es decir, si somos hijos de la luz y vivimos en la oscuridad del
pecado, entonces más nos valdría “no haber nacido”[2]. Hay
que notar en esto dos cosas: por un lado, que compara al pecador con Judas
Iscariote, que fue “el que traicionó a Nuestro Señor” (cfr. Lc 22, 3); por otro lado, utiliza la
misma expresión de Nuestro Señor al referirse, precisamente, a Judas Iscariote,
cuando habla del “hijo de la perdición”: “Más le valdría no haber nacido” (cfr.
Mt 26, 4). De esto vemos la gravedad
del pecado y la seriedad y grandeza que significa el ser cristianos.
Luego, compara la vida del cristiano y su relación con
Jesucristo, con la figura del campesino que cultiva arroz –en Corea se consume
mucho el arroz- : “Considerad al agricultor cuando siembra en su campo: a su
debido tiempo ara la tierra, luego la abona con estiércol y, sometiéndose de
buen grado al trabajo y al calor, cultiva la valiosa semilla. Cuando llega el
tiempo de la siega, si las espigas están bien llenas, su corazón se alegra y
salta de felicidad, olvidándose del trabajo y del sudor. Pero si las espigas
resultan vacías y no encuentra en ellas más que paja y cáscara, el agricultor
se acuerda del duro trabajo y del sudor y abandona aquel campo en el que tanto
había trabajado. De manera semejante el Señor hace de la tierra su campo, de nosotros,
los hombres, el arroz, de la gracia el abono, y por la encarnación y la
redención nos riega con su sangre, para que podamos crecer y llegar a la
madurez. Cuando en el día del juicio llegue el momento de la siega, el que haya
madurado por la gracia se alegrará en el reino de los cielos como hijo adoptivo
de Dios, pero el que no haya madurado se convertirá en enemigo, a pesar de que
él también ya había sido hijo adoptivo de Dios, y sufrirá el castigo eterno
merecido”. En esta figura, el campo de cultivo es la tierra, los hombres somos
el arroz, el abono que hace fuerte al arroz es la gracia, el agua que lo riega
es la Sangre de Jesucristo, que se nos da en la Santa Misa, en la Eucaristía;
el día del juicio es la siega o cosecha, que es el día de nuestra propia muerte
o el día del Juicio Final, en donde Jesús, representado como un Campesino,
dejará de lado las espigas vacías, lo que significa la eterna condenación, el “castigo
eterno”, como lo dice el Padre Andrés, mientras que “se alegrará por el grano
que haya madurado, es decir, haya crecido en la vida de la gracia, lo que
equivale a la eterna bienaventuranza.
Después el Padre Andrés habla del crecimiento de la Iglesia,
que se produce en medio de tribulaciones, y que “crece con el sufrimiento de
los fieles”, lo cual nos hace tomar conciencia acerca del valor incalculable que
tiene la tribulación en la vida personal de cada uno: “Hermanos muy amados,
tened esto presente: Jesús, nuestro Señor, al bajar a este mundo, soportó
innumerables padecimientos, con su pasión fundó la santa Iglesia y la hace
crecer con los sufrimientos de los fieles. Por más que los poderes del mundo la
opriman y la ataquen, nunca podrán derrotarla. Después de la ascensión de
Jesús, desde el tiempo de los apóstoles hasta hoy, la Iglesia santa va
creciendo por todas partes en medio de tribulaciones”. Renegar de la cruz, de
la tribulación, es renegar del mismo Jesús, que nos llama a participar,
activamente, por medio del sufrimiento y la tribulación, de su propio
sufrimiento y tribulación redentores, en el Calvario.
Afirma
el Padre Andrés que, después de la tribulación y la persecución, en donde es
lógico experimentar incluso tristeza y desolación, viene sin embargo el
consuelo de parte de Dios, y ese consuelo nos lo da Jesucristo, que con su
muerte en cruz, ha vencido al Demonio: “También ahora, durante cincuenta o
sesenta años, desde que la santa Iglesia penetró en nuestra Corea, los fieles
han sufrido persecución, y aun hoy mismo la persecución se recrudece, de tal
manera que muchos compañeros en la fe, entre los cuales yo mismo, están
encarcelados, como también vosotros os halláis en plena tribulación. Si todos
formamos un solo cuerpo, ¿cómo no sentiremos una profunda tristeza? ¿Cómo
dejaremos de experimentar el dolor, tan humano, de la separación? No obstante,
como dice la Escritura, Dios se preocupa del más pequeño cabello de nuestra
cabeza y, con su omnisciencia, lo cuida; ¿cómo por tanto, esta gran persecución
podría ser considerada de otro modo que como una decisión del Señor, o como un
premio o castigo suyo? Buscad, pues, la voluntad de Dios y luchad de todo
corazón por Jesús, el jefe celestial, y venced al demonio de este mundo, que ha
sido ya vencido por Cristo”.
Nos
aconseja vivir cristianamente, con la caridad de Cristo, hasta que Dios disponga
el cese de la tribulación: “Os lo suplico: no olvidéis el amor fraterno, sino
ayudaos mutuamente, y perseverad, hasta que el Señor se compadezca de nosotros
y haga cesar la tribulación”.
Por
último, ya antes de su muerte, el Padre Andrés muestra una serenidad y una
alegría que no se explican con las solas fuerzas humanas, es decir, por la sola
virtud humana, porque su serenidad, alegría y esperanza en al alegría eterna,
no vienen de él, sino del Espíritu Santo: “Aquí estamos veinte y, gracias a
Dios, estamos todos bien. Si alguno es ejecutado, os ruego que no os olvidéis
de su familia. Me quedan muchas cosas por deciros, pero, ¿cómo expresarlas por
escrito? Doy fin a esta carta. Ahora que está ya cerca el combate decisivo, os
pido que os mantengáis en la fidelidad, para que, finalmente, nos congratulemos
juntos en el cielo. Recibid el beso de mi amor”. Recordemos que el Padre Andrés
está a punto de morir ejecutado y, sin embargo, habla de la alegría que
habremos de vivir “juntos en el cielo” si permanecemos fieles a la gracia de
Jesucristo. Como podemos ver, lo que nos enseñan el Padre Andrés y los mártires
coreanos, ser cristianos no es sólo llevar el nombre, sino estar dispuestos a
entregar la vida por Jesucristo. Ahora bien, probablemente nosotros no estemos
llamados al martirio cruento, como ellos, pero sí estamos llamados a evitar el
pecado y a vivir en gracia, día a día, todo el día, todos los días, para así
poder llegar a vivir en la alegría eterna del Reino de los cielos.
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