San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

martes, 20 de septiembre de 2016

Santos mártires Andrés Kim Taegon, presbítero, Pablo Chong Hasang y compañeros mártires


        
         Vida de santidad[1].
         Los santos mártires Andrés Kim Taegon, presbítero, Pablo Chong y compañeros, formaron parte de una comunidad de 103 mártires que dieron sus vidas por Jesucristo en Corea durante las persecuciones de los años 1839, 1846 y 1866. Con su sangre derramada por amor a Cristo, los mártires, que eran principalmente laicos, hombres y mujeres, casados o solteros, ancianos, jóvenes y niños, con sus sufrimientos y sus vidas ofrecidas a Jesucristo,  contribuyeron al nacimiento y crecimiento de la Iglesia en ese país de Asia.
         Mensaje de santidad.   
         Los mártires nos enseñan hasta dónde llega el testimonio de Jesucristo, y es hasta el derramamiento de la propia sangre. Ser cristianos es estar dispuestos, día a día, todos los días, a dar la vida por confesar que Jesucristo es el Hombre-Dios, que está Presente en la Eucaristía y que su Iglesia es la Única Verdadera. Esto es lo que se desprende de las últimas palabras del presbítero Andrés Kim Taegon, en una carta escrita antes de morir ejecutado.
         Si queremos saber en qué consiste el ser cristianos, lo que debemos hacer es reflexionar en sus últimas palabras, las cuales nos darán la medida de lo que significa llevar este nombre. Recordemos que, cuando el Padre Andrés Kim Taegon escribe esto, está prisionero y ha sido ya condenado a muerte. Dice así: “Si en este mundo, lleno de peligros y de miserias, no reconociéramos al Señor como creador, de nada nos serviría haber nacido ni continuar aún vivos. Aunque por la gracia de Dios hemos venido a este mundo y también por la gracia de Dios hemos recibido el bautismo y hemos ingresado en la Iglesia, y, convertidos en discípulos del Señor, llevamos un nombre glorioso, ¿de qué nos serviría un nombre tan excelso, si no correspondiera a la realidad? Si así fuera, no tendría sentido haber venido a este mundo y formar parte de la Iglesia; más aún, esto equivaldría a traicionar al Señor y su gracia. Mejor sería no haber nacido que recibir la gracia del Señor y pecar contra él”. Dice el Padre Andrés que “cristiano” es un “nombre glorioso” en sí mismo, pero que el nombre “debe corresponderse a la realidad”, esto quiere decir que si somos hijos de Dios –y lo somos por el bautismo-, luego, nuestro comportamiento, debe ser el de los hijos de Dios, no los de los hijos de las tinieblas. Si somos cristianos y nos comportamos como los hijos de las tinieblas, es decir, si somos hijos de la luz y vivimos en la oscuridad del pecado, entonces más nos valdría “no haber nacido”[2]. Hay que notar en esto dos cosas: por un lado, que compara al pecador con Judas Iscariote, que fue “el que traicionó a Nuestro Señor” (cfr. Lc 22, 3); por otro lado, utiliza la misma expresión de Nuestro Señor al referirse, precisamente, a Judas Iscariote, cuando habla del “hijo de la perdición”: “Más le valdría no haber nacido” (cfr. Mt 26, 4). De esto vemos la gravedad del pecado y la seriedad y grandeza que significa el ser cristianos.
         Luego, compara la vida del cristiano y su relación con Jesucristo, con la figura del campesino que cultiva arroz –en Corea se consume mucho el arroz- : “Considerad al agricultor cuando siembra en su campo: a su debido tiempo ara la tierra, luego la abona con estiércol y, sometiéndose de buen grado al trabajo y al calor, cultiva la valiosa semilla. Cuando llega el tiempo de la siega, si las espigas están bien llenas, su corazón se alegra y salta de felicidad, olvidándose del trabajo y del sudor. Pero si las espigas resultan vacías y no encuentra en ellas más que paja y cáscara, el agricultor se acuerda del duro trabajo y del sudor y abandona aquel campo en el que tanto había trabajado. De manera semejante el Señor hace de la tierra su campo, de nosotros, los hombres, el arroz, de la gracia el abono, y por la encarnación y la redención nos riega con su sangre, para que podamos crecer y llegar a la madurez. Cuando en el día del juicio llegue el momento de la siega, el que haya madurado por la gracia se alegrará en el reino de los cielos como hijo adoptivo de Dios, pero el que no haya madurado se convertirá en enemigo, a pesar de que él también ya había sido hijo adoptivo de Dios, y sufrirá el castigo eterno merecido”. En esta figura, el campo de cultivo es la tierra, los hombres somos el arroz, el abono que hace fuerte al arroz es la gracia, el agua que lo riega es la Sangre de Jesucristo, que se nos da en la Santa Misa, en la Eucaristía; el día del juicio es la siega o cosecha, que es el día de nuestra propia muerte o el día del Juicio Final, en donde Jesús, representado como un Campesino, dejará de lado las espigas vacías, lo que significa la eterna condenación, el “castigo eterno”, como lo dice el Padre Andrés, mientras que “se alegrará por el grano que haya madurado, es decir, haya crecido en la vida de la gracia, lo que equivale a la eterna bienaventuranza.
         Después el Padre Andrés habla del crecimiento de la Iglesia, que se produce en medio de tribulaciones, y que “crece con el sufrimiento de los fieles”, lo cual nos hace tomar conciencia acerca del valor incalculable que tiene la tribulación en la vida personal de cada uno: “Hermanos muy amados, tened esto presente: Jesús, nuestro Señor, al bajar a este mundo, soportó innumerables padecimientos, con su pasión fundó la santa Iglesia y la hace crecer con los sufrimientos de los fieles. Por más que los poderes del mundo la opriman y la ataquen, nunca podrán derrotarla. Después de la ascensión de Jesús, desde el tiempo de los apóstoles hasta hoy, la Iglesia santa va creciendo por todas partes en medio de tribulaciones”. Renegar de la cruz, de la tribulación, es renegar del mismo Jesús, que nos llama a participar, activamente, por medio del sufrimiento y la tribulación, de su propio sufrimiento y tribulación redentores, en el Calvario.
Afirma el Padre Andrés que, después de la tribulación y la persecución, en donde es lógico experimentar incluso tristeza y desolación, viene sin embargo el consuelo de parte de Dios, y ese consuelo nos lo da Jesucristo, que con su muerte en cruz, ha vencido al Demonio: “También ahora, durante cincuenta o sesenta años, desde que la santa Iglesia penetró en nuestra Corea, los fieles han sufrido persecución, y aun hoy mismo la persecución se recrudece, de tal manera que muchos compañeros en la fe, entre los cuales yo mismo, están encarcelados, como también vosotros os halláis en plena tribulación. Si todos formamos un solo cuerpo, ¿cómo no sentiremos una profunda tristeza? ¿Cómo dejaremos de experimentar el dolor, tan humano, de la separación? No obstante, como dice la Escritura, Dios se preocupa del más pequeño cabello de nuestra cabeza y, con su omnisciencia, lo cuida; ¿cómo por tanto, esta gran persecución podría ser considerada de otro modo que como una decisión del Señor, o como un premio o castigo suyo? Buscad, pues, la voluntad de Dios y luchad de todo corazón por Jesús, el jefe celestial, y venced al demonio de este mundo, que ha sido ya vencido por Cristo”.
Nos aconseja vivir cristianamente, con la caridad de Cristo, hasta que Dios disponga el cese de la tribulación: “Os lo suplico: no olvidéis el amor fraterno, sino ayudaos mutuamente, y perseverad, hasta que el Señor se compadezca de nosotros y haga cesar la tribulación”.
Por último, ya antes de su muerte, el Padre Andrés muestra una serenidad y una alegría que no se explican con las solas fuerzas humanas, es decir, por la sola virtud humana, porque su serenidad, alegría y esperanza en al alegría eterna, no vienen de él, sino del Espíritu Santo: “Aquí estamos veinte y, gracias a Dios, estamos todos bien. Si alguno es ejecutado, os ruego que no os olvidéis de su familia. Me quedan muchas cosas por deciros, pero, ¿cómo expresarlas por escrito? Doy fin a esta carta. Ahora que está ya cerca el combate decisivo, os pido que os mantengáis en la fidelidad, para que, finalmente, nos congratulemos juntos en el cielo. Recibid el beso de mi amor”. Recordemos que el Padre Andrés está a punto de morir ejecutado y, sin embargo, habla de la alegría que habremos de vivir “juntos en el cielo” si permanecemos fieles a la gracia de Jesucristo. Como podemos ver, lo que nos enseñan el Padre Andrés y los mártires coreanos, ser cristianos no es sólo llevar el nombre, sino estar dispuestos a entregar la vida por Jesucristo. Ahora bien, probablemente nosotros no estemos llamados al martirio cruento, como ellos, pero sí estamos llamados a evitar el pecado y a vivir en gracia, día a día, todo el día, todos los días, para así poder llegar a vivir en la alegría eterna del Reino de los cielos.
        


[1] http://www.liturgiadelashoras.com.ar/
[2] De la última exhortación de san Andrés Kim Taegon, presbítero y mártir; cfr. Pro Corea Documenta ed. Mission Catholique Séoul, Seul/París 1938, vol. I, 74- 75.

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