Vida de santidad de San Juan Crisóstomo
Nació en Antioquía, hacia el año 349;
después de recibir una excelente formación, comenzó por dedicarse a la vida
ascética. Fue ordenado sacerdote y ejerció con gran provecho el ministerio de
la predicación. El año 397 fue elegido obispo de Constantinopla, cargo en el
que se comportó como un pastor ejemplar, esforzándose por llevar a cabo una
estricta reforma de las costumbres del clero y de los fieles. La oposición de
la corte imperial y de los envidiosos lo llevó por dos veces al destierro. Acabado
por tantas miserias, murió en Comana, en el Ponto, el día 14 de septiembre del
año 407. Contribuyó en gran manera, por su palabra y escritos, al
enriquecimiento de la doctrina cristiana, mereciendo el apelativo de
Crisóstomo, es decir, “Boca de oro”[1].
Mensaje de santidad de San Juan Crisóstomo
Siendo ya obispo de Constantinopla, y
debido a las calumnias y la envidia de algunos nobles de la corte, San Juan Crisóstomo
debió partir para el exilio, y antes de hacerlo, predica una homilía en la que
describe su estado espiritual, dejándonos enseñanzas de mucho provecho
espiritual. Una de estas enseñanzas se derivan de su exilio: al ser desterrado,
el santo participa así del exilio de Cristo, que del cielo baja a la tierra, lo
cual constituye para Jesús un verdadero exilio, y participa también de la
expulsión de Jesús, ya condenado a muerte, quien sale por las puertas de la
Jerusalén terrena para dirigirse al Calvario.
Se trata de una situación de extrema
indefensión, porque a donde va, no solo no tiene a nadie conocido, sino que
también carece de sustento material y económico, por lo que debe pasar muchas
penurias. Sin embargo, es en este momento en el que, paradójicamente, al ser
abandonado por los hombres, es cuando más está acompañado por el Hombre-Dios,
Jesucristo: según lo manifiesta en su homilía antes del exilio, San Juan
Crisóstomo está unido a Jesús por la fe, siendo el mismo Jesús quien le hace ver
que su destino final es el cielo, quien le hace desear la vida eterna y quien,
con su Espíritu, le da valor, permitiéndole experimentar la fuerza de la fe en
Él, que es la Roca: “Muchas son las olas que nos ponen en peligro, y una gran
tempestad nos amenaza: sin embargo, no tememos ser sumergidos porque
permanecemos de pie sobre la roca. Aun cuando el mar se desate, no romperá esta
roca; aunque se levanten las olas, nada podrán contra la barca de Jesús”[2].
San Juan Crisóstomo debe partir al
exilio, en donde peligra su vida, pero para él, su vida es Cristo y por eso no
teme a la muerte, a la cual la considera una ganancia, porque le permite
obtener a Cristo para siempre: “Decidme, ¿qué podemos temer? ¿La muerte? Para
mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia”.
En el exilio mismo, no tiene la compañía
de los hombres, pero ahí está Dios, con su omnipresencia: “¿El destierro? Del
Señor es la tierra y cuanto la llena”.
No tiene bienes, pero no los desea,
porque nada de los bienes materiales llevaremos a la otra vida, por lo que son
inútiles para el Reino: “¿La confiscación de los bienes? Nada trajimos al
mundo; de modo que nada podemos llevarnos de él”.
No desea nada de este mundo; no le teme al
mundo ni a la muerte; no envidia a las riquezas, y tampoco tiene deseos de
vivir, pero no porque tuviera depresión, sino porque espera en la alegría
festiva del Reino de Dios: “Yo me río de todo lo que es temible en este mundo y
de sus bienes. No temo la muerte ni envidio las riquezas. No tengo deseos de
vivir, si no es para vuestro bien espiritual”.
En la gran tribulación que supone el
destierro para un hombre –pensemos en los numerosos cristianos en todo el
mundo, que pierden todo porque deben exiliarse, a causa de su fe en Cristo-,
San Juan Crisóstomo pone su confianza en Jesús, el Señor de la gloria, que es Quien
lo protege, con su Palabra y con la Eucaristía: “Él me ha garantizado su
protección, no es en mis fuerzas que me apoyo. Tengo en mis manos su palabra
escrita. Éste es mi báculo, ésta es mi seguridad, éste es mi puerto tranquilo.
Aunque se turbe el mundo entero, yo leo esta palabra escrita que llevo conmigo,
porque ella es mi muro y mi defensa. ¿Qué es lo que ella me dice? Yo estaré
siempre con vosotros hasta el fin del mundo”. San Juan Crisóstomo pone toda su
confianza en Jesús, que es la Palabra de Dios, escrita en el Evangelio, y
también en esa misma Palabra de Dios, Jesús, que está encarnada, gloriosa y
resucitada en la Eucaristía y que desde ahí, nos acompaña “todos los días,
hasta el fin del mundo”.
A San Juan Crisóstomo lo sostiene entonces
la Eucaristía, la Palabra de Dios, que es Cristo Jesús, bajo cuyo amparo se
encuentra y así no tiene temor del mundo y su poder, y lo único que desea es
cumplir la Voluntad de Dios e ingresar en la eterna bienaventuranza: “Cristo
está conmigo, ¿qué puedo temer? Que vengan a asaltarme las olas del mar y la
ira de los poderosos; todo eso no pesa más que una tela de araña. Si no me
hubiese retenido el amor que os tengo, no hubiese esperado a mañana para marcharme.
En toda ocasión yo digo: “Señor, hágase tu voluntad: no lo que quiere éste o
aquél, sino lo que tú quieres que haga”. Éste es mi alcázar, ésta es mi roca
inamovible, éste es mi báculo seguro. Si esto es lo que quiere Dios, que así se
haga. Si quiere que me quede aquí, le doy gracias. En cualquier lugar donde me
mande, le doy gracias también”.
Por último, a San Juan Crisóstomo lo
sostiene también el Amor de Dios, el cual se le manifiesta como caridad
fraterna, recibida por el santo en los días más difíciles de su vida de parte
de los fieles cristianos; San Juan Crisóstomo se siente acompañado por la
Iglesia, a la que describe como familia –la familia de los hijos de Dios, los
bautizados- y como el Cuerpo Místico de Jesús, Cuerpo formado por los fieles y
que está unido a su Cabeza, Jesús, y que recibe de Él su Espíritu, que es quien
une a los cristianos en el Amor de Dios: “Además, donde yo esté estaréis
también vosotros, donde estéis vosotros estaré también yo: formamos todos un
solo cuerpo, y el cuerpo no puede separarse de la cabeza, ni la cabeza del
cuerpo. Aunque estemos separados en cuanto al lugar, permanecemos unidos por la
caridad, y ni la misma muerte será capaz de desunirnos. Porque, aunque muera mi
cuerpo, mi espíritu vivirá y no echará en olvido a su pueblo”. El cuerpo son
los bautizados; la cabeza es Cristo; la caridad que une al Cuerpo y a la Cabeza
es el Amor de Dios, el Espíritu Santo.
Por último, esta caridad de los
cristianos es percibida por San Juan Crisóstomo como “luz”, pero no como luz
material, sino como luz espiritual, participada de Cristo, “Luz del mundo”: “Vosotros
sois mis conciudadanos, mis padres, mis hermanos, mis hijos, mis miembros, mi
cuerpo y mi luz, una luz más agradable que esta luz material. Porque, para mí,
ninguna luz es mejor que la de vuestra caridad. La luz material me es útil en
la vida presente, pero vuestra caridad es la que va preparando mi corona para
el futuro”. Jesús es Luz del mundo y Él nos dice que nosotros somos también luz
del mundo: “Vosotros sois la luz del mundo”-, pero no lo somos por nosotros
mismos, sino que lo somos en tanto y en cuanto participamos, por la gracia, de
Él, de su Ser divino y de su naturaleza divina, y esta luz brilla ante los
hombres por medio de las obras de misericordia. En otras palabras, el cristiano
ilumina las tinieblas de este mundo en que vivimos, cuando es misericordioso
con su prójimo, y esto es lo que hacían los fieles que acompañaban a San Juan
Crisóstomo, confortándolo antes del destierro. Esta luz celestial de la caridad
cristiana es la que le anticipa, a San Juan Crisóstomo, la luz eterna en los
cielos: “Porque, para mí, ninguna luz es mejor que la de vuestra caridad. La
luz material me es útil en la vida presente, pero vuestra caridad es la que va
preparando mi corona para el futuro”. Al recordarlo en su día, le pedimos a San
Juan Crisóstomo que interceda para que permanezcamos siempre fieles a
Jesucristo, cada día, todos los días, tal como lo hizo él hasta el fin de la
vida.
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