San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

martes, 13 de septiembre de 2016

San Juan Crisóstomo


Vida de santidad de San Juan Crisóstomo
Nació en Antioquía, hacia el año 349; después de recibir una excelente formación, comenzó por dedicarse a la vida ascética. Fue ordenado sacerdote y ejerció con gran provecho el ministerio de la predicación. El año 397 fue elegido obispo de Constantinopla, cargo en el que se comportó como un pastor ejemplar, esforzándose por llevar a cabo una estricta reforma de las costumbres del clero y de los fieles. La oposición de la corte imperial y de los envidiosos lo llevó por dos veces al destierro. Acabado por tantas miserias, murió en Comana, en el Ponto, el día 14 de septiembre del año 407. Contribuyó en gran manera, por su palabra y escritos, al enriquecimiento de la doctrina cristiana, mereciendo el apelativo de Crisóstomo, es decir, “Boca de oro”[1]
Mensaje de santidad de San Juan Crisóstomo
Siendo ya obispo de Constantinopla, y debido a las calumnias y la envidia de algunos nobles de la corte, San Juan Crisóstomo debió partir para el exilio, y antes de hacerlo, predica una homilía en la que describe su estado espiritual, dejándonos enseñanzas de mucho provecho espiritual. Una de estas enseñanzas se derivan de su exilio: al ser desterrado, el santo participa así del exilio de Cristo, que del cielo baja a la tierra, lo cual constituye para Jesús un verdadero exilio, y participa también de la expulsión de Jesús, ya condenado a muerte, quien sale por las puertas de la Jerusalén terrena para dirigirse al Calvario.
Se trata de una situación de extrema indefensión, porque a donde va, no solo no tiene a nadie conocido, sino que también carece de sustento material y económico, por lo que debe pasar muchas penurias. Sin embargo, es en este momento en el que, paradójicamente, al ser abandonado por los hombres, es cuando más está acompañado por el Hombre-Dios, Jesucristo: según lo manifiesta en su homilía antes del exilio, San Juan Crisóstomo está unido a Jesús por la fe, siendo el mismo Jesús quien le hace ver que su destino final es el cielo, quien le hace desear la vida eterna y quien, con su Espíritu, le da valor, permitiéndole experimentar la fuerza de la fe en Él, que es la Roca: “Muchas son las olas que nos ponen en peligro, y una gran tempestad nos amenaza: sin embargo, no tememos ser sumergidos porque permanecemos de pie sobre la roca. Aun cuando el mar se desate, no romperá esta roca; aunque se levanten las olas, nada podrán contra la barca de Jesús”[2].
San Juan Crisóstomo debe partir al exilio, en donde peligra su vida, pero para él, su vida es Cristo y por eso no teme a la muerte, a la cual la considera una ganancia, porque le permite obtener a Cristo para siempre: “Decidme, ¿qué podemos temer? ¿La muerte? Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia”.
En el exilio mismo, no tiene la compañía de los hombres, pero ahí está Dios, con su omnipresencia: “¿El destierro? Del Señor es la tierra y cuanto la llena”.
No tiene bienes, pero no los desea, porque nada de los bienes materiales llevaremos a la otra vida, por lo que son inútiles para el Reino: “¿La confiscación de los bienes? Nada trajimos al mundo; de modo que nada podemos llevarnos de él”.
No desea nada de este mundo; no le teme al mundo ni a la muerte; no envidia a las riquezas, y tampoco tiene deseos de vivir, pero no porque tuviera depresión, sino porque espera en la alegría festiva del Reino de Dios: “Yo me río de todo lo que es temible en este mundo y de sus bienes. No temo la muerte ni envidio las riquezas. No tengo deseos de vivir, si no es para vuestro bien espiritual”.
En la gran tribulación que supone el destierro para un hombre –pensemos en los numerosos cristianos en todo el mundo, que pierden todo porque deben exiliarse, a causa de su fe en Cristo-, San Juan Crisóstomo pone su confianza en Jesús, el Señor de la gloria, que es Quien lo protege, con su Palabra y con la Eucaristía: “Él me ha garantizado su protección, no es en mis fuerzas que me apoyo. Tengo en mis manos su palabra escrita. Éste es mi báculo, ésta es mi seguridad, éste es mi puerto tranquilo. Aunque se turbe el mundo entero, yo leo esta palabra escrita que llevo conmigo, porque ella es mi muro y mi defensa. ¿Qué es lo que ella me dice? Yo estaré siempre con vosotros hasta el fin del mundo”. San Juan Crisóstomo pone toda su confianza en Jesús, que es la Palabra de Dios, escrita en el Evangelio, y también en esa misma Palabra de Dios, Jesús, que está encarnada, gloriosa y resucitada en la Eucaristía y que desde ahí, nos acompaña “todos los días, hasta el fin del mundo”.
A San Juan Crisóstomo lo sostiene entonces la Eucaristía, la Palabra de Dios, que es Cristo Jesús, bajo cuyo amparo se encuentra y así no tiene temor del mundo y su poder, y lo único que desea es cumplir la Voluntad de Dios e ingresar en la eterna bienaventuranza: “Cristo está conmigo, ¿qué puedo temer? Que vengan a asaltarme las olas del mar y la ira de los poderosos; todo eso no pesa más que una tela de araña. Si no me hubiese retenido el amor que os tengo, no hubiese esperado a mañana para marcharme. En toda ocasión yo digo: “Señor, hágase tu voluntad: no lo que quiere éste o aquél, sino lo que tú quieres que haga”. Éste es mi alcázar, ésta es mi roca inamovible, éste es mi báculo seguro. Si esto es lo que quiere Dios, que así se haga. Si quiere que me quede aquí, le doy gracias. En cualquier lugar donde me mande, le doy gracias también”.
Por último, a San Juan Crisóstomo lo sostiene también el Amor de Dios, el cual se le manifiesta como caridad fraterna, recibida por el santo en los días más difíciles de su vida de parte de los fieles cristianos; San Juan Crisóstomo se siente acompañado por la Iglesia, a la que describe como familia –la familia de los hijos de Dios, los bautizados- y como el Cuerpo Místico de Jesús, Cuerpo formado por los fieles y que está unido a su Cabeza, Jesús, y que recibe de Él su Espíritu, que es quien une a los cristianos en el Amor de Dios: “Además, donde yo esté estaréis también vosotros, donde estéis vosotros estaré también yo: formamos todos un solo cuerpo, y el cuerpo no puede separarse de la cabeza, ni la cabeza del cuerpo. Aunque estemos separados en cuanto al lugar, permanecemos unidos por la caridad, y ni la misma muerte será capaz de desunirnos. Porque, aunque muera mi cuerpo, mi espíritu vivirá y no echará en olvido a su pueblo”. El cuerpo son los bautizados; la cabeza es Cristo; la caridad que une al Cuerpo y a la Cabeza es el Amor de Dios, el Espíritu Santo.
Por último, esta caridad de los cristianos es percibida por San Juan Crisóstomo como “luz”, pero no como luz material, sino como luz espiritual, participada de Cristo, “Luz del mundo”: “Vosotros sois mis conciudadanos, mis padres, mis hermanos, mis hijos, mis miembros, mi cuerpo y mi luz, una luz más agradable que esta luz material. Porque, para mí, ninguna luz es mejor que la de vuestra caridad. La luz material me es útil en la vida presente, pero vuestra caridad es la que va preparando mi corona para el futuro”. Jesús es Luz del mundo y Él nos dice que nosotros somos también luz del mundo: “Vosotros sois la luz del mundo”-, pero no lo somos por nosotros mismos, sino que lo somos en tanto y en cuanto participamos, por la gracia, de Él, de su Ser divino y de su naturaleza divina, y esta luz brilla ante los hombres por medio de las obras de misericordia. En otras palabras, el cristiano ilumina las tinieblas de este mundo en que vivimos, cuando es misericordioso con su prójimo, y esto es lo que hacían los fieles que acompañaban a San Juan Crisóstomo, confortándolo antes del destierro. Esta luz celestial de la caridad cristiana es la que le anticipa, a San Juan Crisóstomo, la luz eterna en los cielos: “Porque, para mí, ninguna luz es mejor que la de vuestra caridad. La luz material me es útil en la vida presente, pero vuestra caridad es la que va preparando mi corona para el futuro”. Al recordarlo en su día, le pedimos a San Juan Crisóstomo que interceda para que permanezcamos siempre fieles a Jesucristo, cada día, todos los días, tal como lo hizo él hasta el fin de la vida.



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[1] http://www.liturgiadelashoras.com.ar/
[2] De las homilías de San Juan Crisóstomo, homilía antes de partir en exilio, 1-3: PG 52, 427-430.

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