Vida
de santidad de San Cornelio.
Cornelio
fue ordenado obispo de la Iglesia de Roma el año 251; se opuso al cisma de los
novacianos y, con la ayuda de Cipriano, pudo reafirmar su autoridad[1].
Fue desterrado por el emperador Galo, y murió martirizado en la persecución del
emperador Decio en el año 253[2].
Mensaje de santidad de San Cornelio.
Su
Pontificado se vio perturbado por la rebelión de un hereje llamado Novaciano
que proclamaba que la Iglesia Católica no tenía poder para perdonar pecados y
que por lo tanto el que alguna vez hubiera renegado de su fe, nunca más podía
ser admitido en la Santa Iglesia[3].
El
hereje afirmaba también que ciertos pecados como la fornicación e impureza y el
adulterio, no podían ser perdonados jamás. De esta manera, el hereje Novaciano
negaba varias verdades de fe: negaba que Jesucristo fuera Dios, sin poder para
perdonar pecados de cierta gravedad o, que en todo caso, era un Dios
inmisericordioso, vengativo, rencoroso, que se negaba a perdonar a los
pecadores; negaba también la naturaleza divina, tanto de la Iglesia, como de
los sacramentos, porque la Iglesia, habiendo sido instituida por Jesucristo, tiene
la misión, precisamente a través de los sacramentos, de actualizar el misterio
de la redención de Nuestro Señor Jesucristo, haciendo presente por ellos su
misterio pascual de muerte y resurrección; los sacramentos no son entonces meras
convenciones sociales, sino acciones sagradas que hacen presente y actual, para
los hombres de todo tiempo y lugar, la acción salvífica de Jesucristo, el
Hombre-Dios. Negar, como lo hacía Novaciano, que la Iglesia no podía perdonar
por medio de los sacramentos, sobre todo el de la Penitencia, era sostener un
gran error y es por eso que el Papa Cornelio se le opuso y declaró la verdadera
doctrina, esto es, que si un pecador se arrepiente en verdad y quiere empezar
una vida nueva de conversión, la Santa Iglesia puede –tiene el poder de
hacerlo, participado y comunicado por Jesucristo- y debe –movida por el
Espíritu Santo, el Amor de Dios, que es el Alma del alma de la Iglesia- perdonarle
sus antiguas faltas y admitirlo otra vez entre los fieles. Si alguien en la
Iglesia no obrara así –tal como lo pretendía Novaciano-, estaría oponiéndose a
los designios misericordiosos de Jesús. En su controversia con el hereje
Novaciano, el Papa San Cornelio tuvo el apoyo de San Cipriano, que estaba en África,
como también de todos los demás obispos de Occidente.
Tiempo
más tarde, y habiéndose desencadenado la persecución de los cristianos por
parte del Emperador Decio, éste lo desterró de Roma y a causa de los
sufrimientos y malos tratos que recibió, el Papa San Cornelio murió en el
destierro, como un mártir. Su ejemplo de santidad radica en considerar a la
Iglesia como lo que es, el Cuerpo Místico de Jesús que, en el signo de los
tiempos, quiere alcanzar a todos los hombres, por los sacramentos, su gracia
santificante. Además, es modelo en su oposición a los poderosos de la tierra,
como el Emperador, manteniéndose firme en la fe en Jesucristo, aún cuando esto
le costara el destierro primero y su vida después.
Vida
de santidad de San Cipriano.
Cipriano
nació en Cartago hacia el año 210, de familia pagana. Se convirtió a la fe, fue
ordenado presbítero y, el año 249, fue elegido obispo de su ciudad. En tiempos
muy difíciles gobernó sabiamente su Iglesia con sus obras y sus escritos. En la
persecución de Valeriano, primero fue desterrado y más tarde sufrió el
martirio, el día 14 de septiembre del año 258[4]. Antes de que apareciera San Agustín fue el
Santo más importante del África y el más brillante de los obispos de este
continente.
En
el año 251 el emperador Decio decreta una persecución contra los cristianos,
mediante la cual pretendía, además de asesinar a los obispos y presbíteros, destruir
los libros sagrados. Además, pretendía que todos los cristianos renegaran de
Jesucristo y de que rindieran homenaje y adoración a los ídolos paganos,
requisito para perdonarles la vida.
Cipriano,
con gran prudencia, huye y se esconde, pero desde su escondite envía continuas
cartas a los creyentes invitándolos a no abandonar la religión por nada en la
vida. Luego hubo un corto período de paz y Cipriano volvió a su cargo de
obispo. Pero encontró que algunos aceptaban sin más en la Iglesia a los que
habían apostatado de la religión, sin exigirles hacer penitencia de ninguna
clase. Se opuso a esta relajación y en adelante a todo renegado que quiso
volver a la Iglesia le exigió que hiciera antes cierto tiempo de penitencia.
Así preparaba a los creyentes para que en las próximas persecuciones no se
dejaran dominar por el miedo y no renegaran tan fácilmente de sus creencias.
Muchos se oponían a esta severidad, pero era necesaria para prevenir el peligro
de apostasías en la próxima persecución que ya se avecinaba. Y sucedió que
cuando vinieron después las más espantables persecuciones, los cristianos
prefirieron morir antes que quemar incienso a los dioses de los paganos. Y
fueron mártires gloriosos.
El año 252, llega la
peste de tifo negro a Cartago y empiezan a morir cristianos por centanares y
quedan miles de huérfanos. El obispo Cipriano se dedica a repartir ayudas a los
que han quedado en la miseria. Vende todo lo más valioso que hay en su casa
episcopal, y pronuncia unos de los sermones más bellos que se han compuesto en
la Iglesia Católica acerca de la limosna. Todavía hoy al leer tan emocionantes
sermones, siente uno un deseo inmenso de dedicarse a ayudar a los necesitados.
Sus oyentes se conmovieron al escucharle tan impresionantes enseñanzas y fueron
generosísimos en auxiliar a las víctimas de la epidemia.
Mensaje de santidad de San Cipriano.
El
mensaje de santidad de San Cipriano está estrechamente ligado a su testimonio
martirial, que comenzó cuando en el año 257 el emperador Valeriano decretó una
violentísima persecución contra los cristianos, que incluía pena de destierro
para todo creyente que asistiera a un acto de culto cristiano, y pena de muerte
para cualquier obispo o sacerdote que se atreviera a celebrar una ceremonia
religiosa. A Cipriano le decretan en el año 257 pena de destierro, pero puesto
que continuaba celebrando la Santa Misa allí donde era desterrado, fue
condenado a muerte en el año 258. Su testimonio martirial, conservado en las
Actas del martirio, son válidas de modo especial en nuestros tiempos,
caracterizados por la apostasía masiva de los bautizados. En dichas Actas se
pueden leer las valientes palabras que le valieron a San Cipriano alcanzar el
cielo[5].
Dicen así:
El
juez: El emperador Valeriano ha dado órdenes de que no se permite celebrar
ningún otro culto, sino el de nuestros dioses. ¿Ud. Qué responde?
Cipriano:
Yo soy cristiano y soy obispo. No reconozco a ningún otro Dios, sino al único y
verdadero Dios que hizo el cielo y la tierra. A El rezamos cada día los
cristianos.
El
14 de septiembre una gran multitud de cristianos se reunió frente a la casa del
juez. Este le preguntó al mártir: “¿Es usted el responsable de toda esta gente?
Cipriano:
Si, lo soy.
El
juez: El emperador le ordena que ofrezca sacrificios a los dioses.
Cipriano:
No lo haré nunca.
El
juez: Píenselo bien.
Cipriano:
Lo que le han ordenado hacer, hágalo pronto. Que en estas cosas tan importantes
mi decisión es irrevocable, y no va a cambiar.
El
juez Valerio consultó a sus consejeros y luego de mala gana dictó esta
sentencia: “Ya que se niega a obedecer las órdenes del emperador Valeriano y no
quiere adorar a nuestros dioses, y es responsable de que todo este gentío siga
sus creencias religiosas, Cipriano: queda condenado a muerte. Le cortarán la
cabeza con una espada”.
Al
oír la sentencia, Cipriano exclamó: ¡Gracias sean dadas a Dios!
Toda
la inmensa multitud gritaba: “Que nos maten también a nosotros, junto con él”,
y lo siguieron en gran tumulto hacia el sitio del martirio.
Al
llegar al lugar donde lo iban a matar Cipriano mandó regalarle 25 monedas de oro
al verdugo que le iba a cortar la cabeza. Los fieles colocaron sábanas blancas
en el suelo para recoger su sangre y llevarla como reliquias.
El
santo obispo se vendó él mismo los ojos y se arrodilló. El verdugo le cortó la
cabeza con un golpe de espada. Esa noche los fieles llevaron en solemne
procesión, con antorchas y cantos, el cuerpo del glorioso mártir para darle
honrosa sepultura.
A
los pocos días murió de repente el juez Valerio. Pocas semanas después, el
emperador Valeriano fue hecho prisionero por sus enemigos en una guerra en
Persia y esclavo prisionero estuvo hasta su muerte[6].
Como
afirmábamos más arriba, el testimonio martirial de San Cipriano es sumamente
válido para nuestros días, en donde se observa un abandono masivo de Aquel por
quien el santo obispo dio la vida: Nuestro Señor Jesucristo. San Cipriano,
llevado por el celo apostólico por las almas y por el amor a Jesús en la
Eucaristía, no dejó en ningún momento, ni aún a costa de su vida, de celebrar
el Santo Sacrificio del Altar, para alimentarse él mismo del Pan de Vida eterna
y para dar a los fieles el Verdadero Maná bajado del cielo. En nuestros días,
vemos con tristeza cómo, de entre los niños y jóvenes que apenas terminan la
instrucción catequética, abandonan en forma masiva, tanto la Misa como la
Comunión Eucarística, apenas terminado el Catecismo, para no regresar, en la
mayoría de los casos, sino esporádicamente y luego de muchos años. Constatamos además,
con pesar, cómo los ídolos, ante los cuales San Cipriano se negó a doblar sus
rodillas y a los cuales negó ofrecerles sacrificios, regresan hoy, bajo las más
diversas formas de un nuevo y casi omnipresente paganismo, y tienen sometidas a
enormes franjas de la población, quienes voluntariamente se postran ante ellos.
Estos ídolos neo-paganos son: estrellas de fútbol, de la música, del cine, del
espectáculo, o bien ídolos demoníacos como el Gauchito Gil, la Difunta Correa,
San La Muerte, y tantos otros más, además de todos los cultos neo-paganos de la
Nueva Era, como la brujería, el esoterismo, la brujería wicca, el ocultismo, el
reiki, el yoga, las terapias alternativas, etc. Ante todos estos ídolos, los
hombres posmodernos se inclinan sin dudar un momento, voluntariamente, sin
necesidad de que exista una persecución sangrienta ni tampoco verdugos que
amenacen con la decapitación si no lo hacen.
Al
recordar a San Cipriano, pidamos que interceda ante Nuestro Señor Jesucristo,
que con su sacrificio en la cruz nos compró con su Sangre, para que amándolo
cada vez más a Él y auxiliados por María Santísima, seamos capaces de vencer
las obras del mundo y de la carne y de dar testimonio de fe íntegra y constante
en su divinidad y en su Presencia Eucarística.
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